⭐ PRÓLOGO II⭐

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Estaba rellenando el último tarro de esencia para Cassandra cuando las puertas del Templo se abrieron de par en par

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Estaba rellenando el último tarro de esencia para Cassandra cuando las puertas del Templo se abrieron de par en par.

Levanté la cabeza, sobresaltada. Aquellos días en los que el ejército del rey Thorir saqueaba los pueblos vecinos de la capital sin motivo y mataba hombres sin compasión, podría ser cualquiera. Esperaba desde gente que pedía ayuda hasta insensatos soldados que se atrevían a penetrar en el Templo del Dios de los Muertos. Muy en el fondo, temí encontrar a una legión de búrgalos dispuestos a tirar abajo las columnas que me rodeaban, pero solo una mujer estaba allí.

Fue imposible no reconocerla, aunque llevara muchos años sin verla.

—¿Madre? ¿Qué está haciendo aquí? ¡Madre!

Solté lo que tenía entre manos y corrí escaleras abajo, descendiendo del poderoso altar, para llegar hasta ella. Parecía exhausta y a punto de desmayarse. La rodeé con los brazos y la senté en el banco más cercano. Al arrodillarme a su lado para asegurarme de que no estaba herida, volví a sentirme como una niña.

Con manos temblorosas, se quitó la capa amarilla y pude mirarla a los ojos. Intentaba recuperar el aliento cuando me puso una mano en el hombro y me dio un leve apretón.

—Parece que no te alegras de verme, Gala.

Hacía al menos cuatro años que la había visto por última vez, pero como comprobé en seguida, el tiempo y la distancia separadas no habían conseguido cambiar nada. Ella seguía siendo la Sacerdotisa seria y altiva que recordaba de mi infancia. Su cabello, casi tan gris como el mío, aunque en ella debido a la vejez, se mantenía sujeto en un moño apretado en la nuca y sus severos ojos rojos seguían consiguiendo su propósito de hacerme sentir como si hubiera hecho algo mal y tuviera que pedirle perdón.

Sin embargo, esta vez la situación era diferente. Sonreí con un cariño especial a mi madre. Ahora existía cierta igualdad entre nosotras: poseíamos el mismo rango. Ella era Sacerdotisa de Draxikae, diosa del Fuego y el volcán yo era la Sacerdotisa de Ednos, dios de los Muertos. Ahora podía entender muchas cosas que antes, siendo una niña, no podía comprender del todo.

Ahora entendía lo difícil que debió haber sido para ella comprender que su hija menor no era como sus hermanos. Debió de ser todo un reto entender que el don de la diosa del Fuego o el don del Dios del Desierto había decidido eludirme en favor de algo más oscuro y sombrío que se escapaba de su conocimiento y su control. Dejarme ir a la tierna edad de diez años sabiendo que sólo podríamos vernos en contadas ocasiones de ahí en adelante, un sacrificio.

—No diga eso, madre. ¡No podría estar más feliz! ¿Ha venido sola desde Drakon? ¿Cómo es que ha venido hasta aquí sabiendo lo peligroso que es ahora mismo para nosotros abandonar los Templos? ¡Estamos en guerra! ¿Qué ha ocurrido?

—Tenía un mensaje importante que darte, a ti y al resto de sacerdotes. No podíamos esperar más.

Aquello solo podía significar un mal augurio, una mala noticia.

Crónicas de Ascenia ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora