Escribiendo

410 32 76
                                    

Estás parado ante un semáforo de la ciudad. Nunca habías estado aquí antes. Es una ciudad como cualquier otra, aun así te parece diferente. El asfalto de la rotonda que hay delante de ti está agrietado. Las rayas blancas difusas apenas se notan ya. En el centro hay una fuente con un angelito de mármol sin nariz y los brazos derretidos. Es por culpa de las cagadas de las palomas, que relucen blancas, verdosas y amarillentas bajo el intenso sol de la tarde. Antes ni te hubieras fijado, pero todo es diferente desde que decidiste que querías aprender a escribir.

Hay un hotel en una esquina, desencaja con el resto de las construcciones, tiene ese encanto de lo viejo, de lo de antaño. Te fijas en sus líneas, en las ventanas pequeñas de su fachada, en las grandes losas de granito, en el enorme portal de su entrada. Hoy en día todas las construcciones parecen iguales, antes era otra cosa. Te preguntas si tal vez pudieras usarlo como escenario para alguno de tus cuentos o novelas.

Se escucha el sonido estridente de un claxon detrás de ti. Pegas un respingo, desorientado por un instante, luego te das cuenta de que el semáforo se ha puesto verde y metes primera. Todos tienen prisas hoy en día, todos se han encerrado en su mundo particular. El hombre que te pitó y que te adelanta a la primera oportunidad, la multitud que camina por las aceras de la avenida por la que estás subiendo. No parecen vivos, están perdidos entre miles de pantallas. No parecen ni darse cuenta de que no están solos, de que la ciudad respira a su alrededor. Ni se han fijado en la pareja que se está besando en medio del paseo. Allí, debajo de esas plataneras enormes sedientas y cubiertas de polvo. Tampoco ven las palomas que roban las migajas de los platos que quedan sin recoger en la terraza de un kebab. Tal vez esos pajarracos sean los auténticos dueños de la ciudad. Están por todas partes, se multiplican como las ratas. Algún día todo desaparecerá bajo una inmensa cagada de paloma y, aun así, nadie se dará cuenta de ello. Tú antes tampoco te hubieras dado cuenta, eras uno de ellos, despertaste cuando decidiste tomarte en serio eso de escribir.

Has dejado el coche en un parking subterráneo, estás subiendo por el ascensor. Las puertas chirrían, el óxido las cubre. Sobre el espejo del fondo hay una pintada de un llamativo amarillo neón: "Llamadme, soy puta" junto a un número. Te preguntas si habrá alguien que llamará a ese número, tal vez sí. Las prisas de la sociedad actual parecen haberse extendido hasta para el sexo, o tal vez este siempre haya sido un negocio. La verdad es que antes de que decidieras ser escritor nunca te hubieras fijado en esas cosas. Ni tampoco le hubieras dado vueltas al asunto.

Hace tiempo ya creías que eras escritor, no era verdad. Tus veintemil seguidores y cinco millones de leídos en wattpad te cegaron. ¿Cómo no ibas a ser escritor si todo el mundo alababa tus historias? Pensaste que ibas a ser la nueva Stepheny Meyer, el nuevo Paolo Coelho.

Un día alguien hizo una crítica, que te pareció negativa, de una de tus obras. ¿Cómo osa hablar mal de mis libros?, pensaste. Tus seguidores tenían tu misma opinión, cayeron sobre la persona que te criticó como hienas. Tú te hiciste la víctima y diste las gracias a quienes "te defendieron".

Aun así te dejó pensando. Volviste a releer tus obras. Te diste cuenta de que la crítica tenía razón en todo lo que decía. Por suerte aún nadie te había publicado en físico. Buscaste el user de quien te criticó para disculparte, descubriste que había borrado su cuenta.

No quisiste salir de la cama en todo el día, tu mundo se había puesto patas arriba. ¿Fue tu culpa?

Decidiste que intentarías ser mejor escritor de allí en adelante, era lo mínimo que podías hacer, decidiste superarte cada día. Leíste a Kafka, a Wilde, a Woolf, a García Márquez, a Hemmingway, a Bukowski.

Bukowski, ese hombre sabía contar la verdad. Contaba la verdad en palabras toscas, sucias, sencillas, con miles de mensajes entre líneas. Contaba historias reales que se podían tocar con las manos. Descubriste que casi todos los autores que habías leído antes mentían, Meyer mentía, Coelho mentía, John Green mentía, E.L. James mentía. Sus historias parecían brillar de lejos, pero era puro espejismo. En realidad estaban huecas por dentro. No contaban verdades. No se sentían reales. Te diste cuenta de que tú también habías mentido. Que tus mundos fantásticos se caían a pedazos con un mero soplido, como si fueran simples castillos de naipes. Que tus romances eran absurdos, que tus personajes eran simples muñecas huecas. Decidiste empezar de cero. Comenzaste a fijarte en lo que te rodeaba, la realidad se convirtió en tu mayor fuente de inspiración a partir de ese día, incluso para tus mundos fantásticos. Empezaste a darte cuenta de que a nuestro alrededor suceden cosas extraordinarias cada día. Que el mundo huele, suena, vive, respira. Que la gente vive, falla, se equivoca y sigue adelante. Tus historias tenían que oler, sonar, vivir, respirar; al igual que el mundo real. Tus personajes tenían que estar vivos, al igual que las personas de verdad.

Al menos de las personas que siguen vivas todavía. Los que ahora caminan a tu alrededor absorbidos en su pantalla dan un poco la impresión de haber salido de la serie "The Walking Death". Huelen a Channel, a Varon Dandy. Respiran el mismo aire que tú, hacen ruido y caminan; pero no parecen vivos.

Has llegado al paseo de las plataneras. El suelo está adoquinado. Solo algunas hojas caídas antes de tiempo rompen la monotonía. Sobre las aceras, un mar de letreros luminosos intenta llamar la atención de los zombies. Algunos siguen su llamado y entran en las tiendas, otros salen de ellas cargando bolsas. Puedes comprar de todo hoy en día, un montón de trastos que tal vez parezcan llenar ese vacío que sientes por dentro, pero que pronto acaban donde se merecen, en la basura. Allí, entre un pañuelo arrugado y las cáscaras de naranja. Entre los restos de aceite y los posos del café. ¿Acaso se puede hacer algo diferente?, te preguntas. No tienes la respuesta.

Levantas la vista. Para tu sorpresa, la pareja que viste desde el coche sigue besándose. Miras el reloj, deben haber pasado al menos diez minutos. Siguen parados en el mismo sitio, a la sombra de una platanera enorme.

La muchedumbre pasa por su lado como las aguas encauzadas de un río: rápidos, constantes, sin inmutarse.

La pareja parece inmersa en su propio mundo. Te preguntas si te mirarán mal por fijarte en ellos durante tanto tiempo. Probablemente no, ni se han dado cuenta de tu presencia. El chico no levanta la vista, la chica te da la espalda. La suave brisa ondula su largo cabello. El sol de la tarde los atraviesa y les arranca destellos dorados. El chico deja caer su mano por la espalda de su pareja, con suavidad la vuelve a estrujar contra él. Otro beso.

¿En qué pensarán? ¿Por qué se están besando aquí en medio del tumulto? ¿Acaso se vuelven a ver después de una larga despedida? ¿Acaso no se van a volver a ver en meses? Tal vez sea otra cosa. Sigues contemplándolos. Puede que ellos hayan entendido algo.

Te preguntas qué pensaría Chinaski en tu situación. Seguro que se estaría fijando en el culo de la chica, ese culito prieto y caliente. ¡Viejo verde!

Pájaro verde, ciudad grisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora