La Serrana está hambrienta

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Nota preliminar: Poned el video de Youtube antes de empezar a leer si tenéis megas, si no, da igual.

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Garganta la Olla, no sé ni cómo acabé en este pueblo. Bueno sí, estaba intentando viajar en autostop rememorando viejos tiempos, y por alguna razón me paró un anciano allá en el Jerte, que viajaba en una C15 destartalada y me abandonó por estos lares con la promesa de seguir adelante por la tarde. No es que tenga pensado esperar tanto. Ahora estoy delante de uno de esos típicos bares de pueblo. Esos de las mesas rojas y vasos de tubo olvidados en los que el hielo hace rato se derritió y no sé si seguir adelante de una o desayunar algo. Tienen churros, mi estómago ruge, demasiado tentadores.

—Un café americano, por favor —le digo a una rechoncha camarera nada más cruzar la puerta—. Y un par de porras.

Me siento en una de las mesas de la calle, escapando de la atmósfera asfixiante del interior. A mi lado hay un par de jubilados que conversan entre ellos mientras contemplan a las chicas en bikini que se dirigen a una piscina cercana. También hay un joven absorto en una tablet que parece vivir en su propio mundo alternativo.

Una turista extranjera pasa por la calle, en el mismo momento en el que me sirven mi café. Tomo un sorbo que me quema los labios y vuelvo a reposar la taza sobre la mesa. Los jubilados persiguen a la joven con la mirada, callados de repente.

—¿Has visto esa, Mariano?

—Sí, buena moza. Pena no tener veinte años. Le iba a enseñar yo lo que es bueno. No como el inútil este de mi nieto que se piensa que perdiendo el tiempo con el móvil va a cortejar algún día.

El chico sentado a nuestro lado emite un gruñido disconforme sin levantar la vista de la pantalla. La joven extranjera da la vuelta a lo lejos y vuelve hacia el bar. Uno de los ancianos le pega un codazo al otro.

—Perdona, soy buscando el museo de la Serrana —nos dice la joven con marcado acento inglés.

—¿Eh? ¿Qué museo? —pregunta el anciano cuyo nombre aún no conozco.

—Será la casa esa de la inquisición —opina el tal Mariano.

—O el lupanar de Carlos V.

El chiquillo levanta la vista de su tablet por primera vez, rojo como un tomate después de escuchar a sus abuelos.

—¿Eh? No, no, la Serrana —dice la joven extranjera—. El museo de la cabrera que vive en la montaña.

—Lo siento hija, no hay un museo así.

—Vaya, disculpen las molestias.

Todos contemplamos como la joven se pierde en dirección de la piscina siguiendo a la corriente de mozuelas locales.

—Pues es raro que no haya ningún museo de la Serrana —observo—. Me acuerdo de que cuando iba al instituto cantábamos el romance en clase de música. Recuerdo que era algo sobre una joven a la que su amante engañó y que se hizo al monte para secuestrar a todos los jóvenes apuestos y asesinarlos en su cueva en venganza, o algo así.

—¿Cómo? —pregunta el tal Mariano, de repente ambos ancianos parecen haberse dado cuenta de mi presencia—. ¿Cómo te llamas, hijo? ¿De dónde eres?

—Marco —digo, pues explicar mi verdadero nombre me da demasiada pereza—. Soy de Villanueva.

—Ah, buen pueblo, una vez fui allí de joven, y mi sobrino está casado con una moza de allá.

—¡Qué bien!

—Pues no sé qué versión de la leyenda de la Serrana habrás escuchado, pero todas se equivocan. Por mucho que sus autores se llamen Lope de Vega, no conocen la verdad. Yo sí la conozco.

Pájaro verde, ciudad grisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora