Helado en la playa

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Martina solo quería relajarse contemplando la luna llena y disfrutar del sonido de las olas al romper contra la gravilla oscura que se extendía a sus pies. Había ido a la playa junto con su amiga Ana para descansar y olvidar el olor a aceite mil veces refrito de la churrería en la que se pasaba trabajando gran parte del día, pero dos chicos interrumpían su momento de paz y no parecían querer marcharse en la vida.


Martina los había divisado nada más llegar junto a un grupo de jóvenes haciendo botellón y mucho ruido en el rincón más alejado y oscuro de la playa. Al verlas, no habían tardado mucho en acercarse, como moscas a la miel; y como encima Ana les daba conversación, se habían instalado junto a ellas. Igual de pegajosos que el dichoso olor del aceite, que ni el agua del mar, ni la arena lograban arrancar de la piel una vez embebida.

—Veniros con nosotros chicas, tenemos de tó: tinto, ron, yerba, bocatas y carnecita —bramó el más alto de los dos. Llevaba un bañador de marca, gafas de sol en plena noche y hablaba algo ahogado. Martina supuso que eso era debido a que no paraba de apretar los abdominales para que se notara bien su tableta de chocolate.

—No sé, vosotros sois majos, pero no tenemos ni idea de cómo serán vuestros amigos. ¿Por qué no nos traéis algo pa beber y os quedáis con nosotras? —sugirió Ana. Esbozó una media sonrisa, se apoyó sobre los codos y arqueó la espalda. Consiguió que se le marcaran aún más los pechos.

Martina rodó los ojos. Se fijó en que el otro chico, algo más bajito y callado, no parecía querer cerrar nunca la boca. A ese paso se le iban a caer las babas sobre su Iphone de seiscientos pavos.

El chico de las gafas de sol devolvió una sonrisa aséptica, como de anuncio de Vitaldent.

—Vamos Miguel —dijo incorporándose sin dejar de apretar el estómago—. Vamos a cumplirles todos los deseos a estas damas tan guapas.

El otro solo gruñó y se levantó a su vez. Se guardó su Iphone en el bolsillo y salió corriendo tras su amigo. Martina notó que le había guiñado un ojo a Ana antes de alejarse. Dejó escapar un suspiro de alivio.

—El bajito es mono, me recuerda a Francisco Lachowski —susurró Ana interrumpiendo el silencio.

—¿A quién?

—Tía, estás fuera de onda, es un modelo brasileño.

—¡Pero si es un crío y tiene acné! —objetó Martina—. ¡Por dios!

—No él, Lachowski digo. Pero realmente se le da un aire, y tampoco tiene tantos granos como dices, además se nota que ambos van al gimnasio —replicó Ana incorporándose. Cogió su bolso y buscó algo dentro de él—. Tengo condones.

Martina se volteó al instante y abrió mucho los ojos.

—¡No, no, ni de coña me voy a liar con don gafitas si eso es lo que piensas! —exclamó—. ¡Estás loca!

—Shht, a ver si nos van a escuchar —la reprendió Ana echando un vistazo de reojo a la pandilla—. ¿Y por qué no? Está cachas y es bastante guapillo también. ¡Hay que vivir la vida!

—No sé tía, estoy harta de liarme con niñatos. Si solo hablaba de su moto, sus juegos de la play, y de la mierda que se meten en el cuerpo en las fiestas que se pegan cada finde —respondió Martina después de dudarlo unos instantes.

—Ya bueno, como todos los tíos. Pero estoy hablando de enrollarnos no de que salgas con él en serio; o bueno, quién sabe, a pesar de lo que digas es majo y parece que viene de buena casa —replicó Ana—.

—Querrás decir que le encanta presumir de tener pasta, eh. Que ya sé en qué te fijas tú, pillina.

—¿Eh? ¡No! ¡Serás capulla, tía! —fingió indignarse Ana—. Aunque si me lleva a dar una vuelta en su BMW, no me voy a quejar. ¿Tú te lo piensas perder? —añadió guiñando un ojo.

—¡Qué no tía! ¿Qué mosca te ha picado? Si va de chulo total.

—Bueno, como veas, pero yo no voy a desaprovechar la oportunidad.

Martina vio como los dos chicos se empezaban a acercar de nuevo, incapaces de mantenerse alejados por mucho tiempo, cual perritos en celo. De pronto se escucharon sirenas, y ambos quedaron clavados en el sitio.

—¡Jesús! —exclamó Ana—. ¿Qué hace la pasma aquí?

—Ni idea.

Martina se fijó en que don gafitas y el otro chaval comenzaron a retirarse despacio hacia donde estaba su grupo de amigos, y como estos enterraban algo en la arena con disimulo, sin dejar de mirar en la dirección en la que había aparecido la policía.

Pero los guardias no se fijaban en el grupo. Miraban hacia las olas negras que rompían sobre la arena y las luces perdidas de los barcos que refulgían sobre el manto oscuro que se perdía hasta el horizonte. Al principio Martina no fue capaz de adivinar qué era lo que les llamaba la atención a los agentes. Entonces algo se materializó en la penumbra. Un cascarón de nueces lleno de hormigas que empezó a hacerse cada vez más grande; una patera. Se escuchaba el rugido de un motor. La barca se quedó parada a unos doscientos metros de la playa un instante, siluetas oscuras se escurrieron dentro del agua antes de que comenzara a alejarse de nuevo.

—Vaya —murmuró Ana en voz baja—. Parece que se acabó la fiesta por un rato. Voy a acercarme al chiringuito a buscar un helado. ¿Quieres uno?

—No, gracias —respondió Martina sin apartar sus ojos del mar.

Escuchó como su amiga empezaba a alejarse. Se comenzaban a distinguir las primeras cabezas dentro del agua. Martina se levantó y caminó cual sonámbula hacia la orilla. Al contrario que el resto de la gente que, como un rebaño de ovejas guiado por el miedo, se alejaba de la cercanía de las olas y con disimulo desaparecía en la oscuridad firme de la falda de la montaña para observar el espectáculo que se avecinaba desde la segura frialdad de la distancia.

—Por las playas de Barbate, suena una sirena, que rompe el silencio que la noche lleva —comenzó a tararear Martina en voz baja la canción de Chambao.

Las primeras figuras oscuras como la noche emergieron del agua, desorientadas, descarriadas. Presas del pánico intentaban correr espantadas e integrarse entre el rebaño de ovejas blancas que ya se había puesto a salvo a lo lejos, pero los policías se lanzaron sobre ellos como perros de presa mantenidos demasiado tiempo a base de agua y pan. A Martina se le resbaló una lágrima por la mejilla al ver la violencia con la que empujaban a jóvenes, hombres, mujeres y ancianos.

Las primeras olas rozaron los pies de la chica. Un escalofrío la recorrío y se le puso la piel de gallina, a pesar de que no hacía frío. Se limpió las lágrimas con el dorso de la mano.

De pronto un chico salió del agua justo a su lado, y se tiró en la arena tiritando exhausto e impotente. Era un coloso negro como la noche, alto y de huesos anchos, aunque Martina sospechaba que no sería mucho mayor que ella. Se fijó en lo delgado que estaba. Aún nadie más parecía haber reparado en él, pero Martina vio como un par de policías, que habían estado hablando con la pandilla del botellón, comenzaron a caminar en su dirección.

Sin dudarlo se acercó al chico y se sentó a su lado. El chico se incorporó y la miró. Sus ojos negros y profundos parecían transmitir duda, miedo y curiosidad a la vez.

—Shht —susurró Martina mientras le posaba un dedo sobre sus labios carnosos.

Cuando los dos policías estaban a apenas veinte metros, Martina le rodeó el cuello con los brazos y rozó sus labios con los suyos un instante. El chico abrió mucho los ojos, pero pareció comprender y le sonrió con sus dientes grandes y perfectos de color marfil. Le devolvió el beso y lo hizo durar. Martina notó como su lengua rozaba la suya. El beso le supo salado, como el mar que acababa de escupir a ese negro bendito, la chica se separó sonriendo y sintiéndose como si de nuevo apenas tuviera quince años.

Por el rabillo del ojo vio como los policías se empezaban a alejar.

—¡Merci, merci, mon ami, mon amour! —comenzó a balbucear el chico.

Quiso levantarse, pero Martina no le dejó y se sentó en su regazo.

Vio como don gafitas y Ana volvían a acercarse desde direcciones diferentes.

Cuando besó al negro de nuevo, su amiga y el chuloplaya chocaron entre ellos boquiabiertos y un par de bolas de helado cayeron a la arena.

Pájaro verde, ciudad grisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora