Jason

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                                                                                  Construendam Memiriam

Cronos era una cruel entidad. El tiempo se detiene, se vuelve más lento y pesado cuando el sufrimiento abunda. Y todo parecería indicar que el ser humano está diseñado para sufrir. Cuando se es feliz, el tiempo pasa de una forma tan rápida, tan fugaz que aún nos preguntamos si la felicidad existe o no es más que una mera ilusión.

Jason lo sabía bien. Él había sentido la sofocante presión del tiempo, después de todo aún quería escapar de esos (lentos) recuerdos. Tal vez, por eso disfrutaba cada instante de esa frágil etapa de su vida. Era algo nuevo. Era algo hermoso. Era, probablemente, algo efímero, poco duradero. Era algo útil. Útil.

Las decisiones importantes debían ser tomadas en base a su utilidad: chantajear a Raven era útil para obtener información escondida en la torre; mostrarse como Jason ante Rachel fue útil para evitar que su ira destruyera el gueto; y permanecer con ella era útil para desahogar sus ansias y controlar sus impulsos. Tampoco era un ingenuo gorrión: desde el momento en que se mostró ante la joven, ella también comenzó a recabar de esa relación ciertos beneficios— era probable que ella lo estuviera usando como una válvula de escape o como un placebo superficial—.

El martes, un día que se suponía debía ser más activo, se convertía lentamente en la tarde aburrida de un domingo. Los adjetivos que calificaban al día eran: demasiado quieto. El gueto y la ciudad se encontraban en perfecta paz. No había nada interesante que robar, ninguna pelea que presenciar, ningún plan perfecto que realizar. Con la idea de que "una mente ociosa era una mente infeliz", Jason concluyó que requería de una distracción. En los últimos meses, Rachel se había convertido en su distracción favorita. Era como una brisa de aire fresco en una pesada tarde de Julio: fresca, casual, esporádica.

Era posible que la joven tuviera el celular siempre consigo, porque últimamente solía llegar poco después de que él le enviara un mensaje. Era claro que ese día no fue la excepción.

El plan de la tarde no fue muy emocionante. Apenas llegó Rachel, comenzó a llover. Gotas pequeñas pero constantes bañaban el gueto, la ciudad que crecía detrás. La temperatura bajó drásticamente y el sol se dejaba ver sólo de a ratos entre las nubes, como si estuviera jugando a las escondidas. Parecía una lluvia otoñal o el precedente a una torrencial —y extremadamente fría— lluvia de invierno. Para momentos así, el lugar favorito de Rachel era el sofá que cumplía la función de cama en la planta baja. El desorden y el caos que reinaban en el lugar era bienvenido por ella, o por lo menos, al ladrón le parecía que se había acostumbrado.

Cuando Jason recién construyó la casa, sólo contaba con tres ambientes. De a poco, fue consiguiendo muebles y electrodomésticos que él mismo modificó con la finalidad de que funcionaran con baterías, enterradas bajo tierra. La casa no podía tener corriente eléctrica, solo baterías y pilas. Todo sin cables. Desde la entrada, a unos metros se podía apreciar una puerta debajo de las escaleras que daba a un pequeño baño con ducha, una ventana diminuta que a duras penas dejaba que entrara la luz y un espejo hecho al modo de los parabrisas de autos, es decir que si se rompía, sus fragmentos no cortaban.

Era evidente que él no era el mejor del mundo construyendo casas —de hecho, no tenía noción alguna de arquitectura—. Cuando agregó lo que él llamaba "segundo piso" —a pesar de que fuera el primero—, se vio obligado a contratar a alguien que colocara las escaleras. El albañil decidió de primera que estas debían tener un moquete color índigo cristal —obviamente, haciendo que Jason pagara extra—. Seguramente, el hombre debía deshacerse con urgencia del moquete de procedencia dudosa —aunque "robado" era un mejor término— y vio una oportunidad cuando el joven lo contrató para el trabajo.

A dos Bandos, la frontera entre el bien y el mal.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora