Capítulo 1

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La oscuridad se cernía sobre mí. Sentía el frío penetrar mis huesos, y mi cabeza no cesaba de dar vueltas; veía todo alrededor con una especie de borrosidad que no supe distinguir si era ocasionada por el clima helado que empañaba mis ojos o por el mareo que me consumía.

Estaba recostada en una pared áspera, pero no lo supe hasta aferrarme de ella al intentar levantarme y volver a caer al suelo con magulladuras en mis manos debido a un fuerte dolor en mi costado izquierdo.
El suelo gélido entumecía mis
músculos y sentía que la poca energía que poseía mi cuerpo se iría inmediatamente si continuaba temblando de ese modo irrefrenable. A todo esto
se le sumaba el terror de encontrarme en un lugar tan tenebroso como ese, un lugar que no podría existir sino en las películas, o bien en mis pesadillas más profundas.

Aún en el suelo eché un vistazo a mi alrededor: estaba en lo que
parecía ser un callejón vacío, de esos en los que se podrían reunir bandidos, ladrones o mafiosos para saldar alguna cuenta o traficar productos ilegales. Se
me erizó la piel al pensar en aquel lugar como un lugar apartado del resto del mundo, algún sitio en el que se podría asesinar a una persona tranquilamente por estar lo suficientemente alejado de todo.

El lugar era espeluznante, y agradecí a la abundante oscuridad en la que me encontraba el no poder observar con detalles lo que me rodeaba. De la nada, algo pasó corriendo cerca de mí y di un respingo a causa del repentino susto.
Tal parece que la cosa también se asustó y se golpeó contra algo metálico, pero después se fue acercando lentamente hasta dar conmigo; era un gatito. Lo supe cuando maulló y trató de hacer contacto físico conmigo. Lo acaricié y sentí como ronroneó. Estaba más tranquila y, pese a las condiciones en las que me encontraba, pude relajarme un poco. Esta vez me puse de pie con cuidado, ignorando el dolor proveniente del costado izquierdo de mi cuerpo y,
mientras iba tanteando las paredes, me dispuse a buscar una salida de ese horrendo espacio.

A medida que iba caminando, pude ver una luz muy poco visible, pero una claridad, en definitiva, por lo que traté de acercarme a ella lo más posible con la esperanza de que me proporcionara la salida. Cuando estuve lo suficientemente cerca pude darme cuenta de que era la luz tenue de un farol y de que, evidentemente, alumbraba la acera. Una vez fuera, me encaminé hacia la esquina más cercana, con el frío y la incertidumbre a flor de piel.

Miré el cielo y no logré vislumbrar una sola estrella; solamente estaba la luna, opaca, cubierta de una espesa neblina, que solo lograba generar un ambiente más solitario y tenebroso de lo que ya era.

Sentí otra punzada de dolor en mi costado y a la luz de una farola me examiné
cuidadosamente; llevaba puesta una remera manga larga, manchada con suciedad, y una gran aureola de sangre junto con un gran corte en la ropa, se
pronunciaban alrededor del lugar que me dolía. Levanté como pude la remera para poder observar cómo era la herida y qué gravedad tenía. Pude apreciar un corte bastante profundo de unos diez centímetros de largo, todavía fresco, pero me tranquilizó que la hemorragia hubiese cesado. Bajé mi remera nuevamente y esta vez examiné mis manos; estaban raspadas por aquella pared y tenían alguna marca de sangre, pero no era preocupante, lo que sí lo era, eran esas marcas moradas en mis muñecas, al igual que moretones, como si hubiesen estado atadas por un largo período de tiempo. Me froté las manos para tratar
de entrar en calor y seguí rumbo por aquella estrecha calle.

Cuando por fin divisé una casa, entre tanta construcción abandonada, me apresuré a tocar la puerta, ignorando por completo el hecho de que eran altas horas de la noche.
Cuando se abrió la puerta, una anciana con una bata blanca salió desde adentro, y pude sentir el calor que emanaba aquella casa.

—Señorita, ¿Qué se le ofrece?—. Me dijo entreabriendo la puerta con notoria inseguridad, mirándome fijamente a la cara.

—Señora, ayúdeme por favor. Estoy herida y congelada, necesito que me diga dónde queda el hospital más cercano—. Dije mostrándole mi corte en el costado izquierdo.

—¡Santo Dios!—. Pareció conmoverse y titubear un poco antes de apartarse de la
puerta y ofrecerme pasar a su hogar.

Su casa era acogedora; olía muy bien y era increíblemente cálida. Me dirigió hasta un sillón negro que se encontraba pegado a una pared llena de cuadros en los que se encontraban, aparentemente, sus nietos y demás familiares.
Cerca del sillón estaba encendida la chimenea, en la que se lucían adornos de todo tipo. Prendió la luz de la habitación y me dijo que la aguardase un
segundo. En unos pocos minutos llegó con una taza de leche caliente y un plato de galletas que me extendió amablemente. Comí. No tenía idea de
cuándo había sido la última vez que lo había hecho, pero a notar por mi desesperación y alivio al hacerlo, supuse que había pasado mucho tiempo. La anciana también me trajo una manta de lana muy abrigada, que más tarde me contó la había tejido ella y que estaba en total desuso.

Se sentó a mi lado y revisó mi herida, a la cual vendó con cuidado. Comenzó a hablarme con total compasión: Me dijo que se llamaba Daisy y que vivía sola desde hace 23 años, por lo que se ponía muy contenta cuando recibía visitas. Me preguntó mi nombre, mi edad y cómo fue que había llegado hasta allí del modo en el que me encontraba.
No pude responder nada. Estaba en blanco, no sabía ni quién era y comencé a desesperarme.
La anciana intentó relajarme,
diciendo que probablemente era algo momentáneo y que pronto comenzaría a recordar. Me dijo también que intentara dormir, que en un par de horas me llevaría al hospital, que entrara en calor y que me tranquilizara, que podía quedarme ahí con ella
sin problemas.
Yo le agradecí y le pregunté por qué estaba siendo tan amable conmigo, que se estaba tomando demasiadas molestias por una simple extraña.

—Me recordaste a mi hija—. Respondió con una sonrisa triste en su rostro y con una expresión melancólica. —Cuando hablaste supe que eras muy parecida a ella, y sentí que no podías
hacerme daño alguno. Lamentablemente, ella dejó este mundo hace ya dos años, pero la sigo recordando como si siguiese entre nosotros—. Se apenó la
anciana. —Siento si te he incomodado, cariño. Te dejo para que puedas dormir, aunque sea un par de horas, hasta que te acompañe al médico.

La despedí diciendo que no me había incomodado en lo absoluto, que solo me había extrañado esa actitud que no se ve frecuentemente en las personas: La hospitalidad.
Le agradecí nuevamente y me recosté en el sillón, al calor del
fuego y de la manta.

Antes de cerrar mis ojos pensé claramente en todo lo que había pasado. Claro, solamente lo que recordaba; un callejón, una herida que podría haber sido letal y mi mente en blanco que no podía recordar absolutamente nada, pero que tenía la intuición de que guardaba algo realmente importante.
Eché un vistazo a la casa y pensé en Daisy. Realmente había tenido suerte a pesar de todo. Cuando el cansancio se apoderó de mí, cerré mis ojos.

Inmerso en las tinieblas Donde viven las historias. Descúbrelo ahora