Él
Corrí por el pasillo, moviendo mi cabello de mi cara por enésima vez.
Me encogí cuando la campana sonó estridente en mis oídos, me recordaba que ya era tarde para otra lección.
Suspiré, maldiciendo al universo por hacer que me levante antes de las 10 a.m.
Sea cual sea el imbécil al que se le ocurrió la idea de la escuela debe ser atado en una silla y empujado por la ventana. Preferentemente una ventana en el octavo piso.
Llegando a mi destino, metí las manos en los bolsillos, tratando de encontrar la llave de mi taquilla. La envolví entre mis dedos y me preparé para otra lucha con la cerradura oxidada.
Después de una larga cadena de maldiciones, golpes que llevaron a mis puños a un dolor terrible, y aún más maldiciones, la puerta finalmente se abrió.
Exhalando un suspiro de alivio, me puse a lanzar mis libros sin cuidado a la parte posterior del casillero. Las únicas cosas que quedaron en la mochila eran comestibles.
Pero a la derecha de mi mochila, había un cuaderno verde maltratado. Para la mayoría de la gente, parecía un cuaderno normal, tal vez llenos de notas de clases o páginas (más probable) en blanco que se suponía iban a estar lleno de notas, pero habían dejado de existir después de que el autor de dichas notas se había dormido en una lección debido a la falta de sueño la noche anterior. O, en mi caso la falta de sueño debido a estar atrapado en un estado permanente de cafeína inducida. Sí, soy un adicto al café. Traté de dejarlo pero no duré ni una semana antes de volver a mis viejos hábitos.
Así que, para la mayoría de la gente, eso era todo lo que había en aquel cuaderno. Páginas y páginas de notas vacías, escritas con la esperanza de que me ayudara a pasar los malditos exámenes.
Y, al principio, así era.
Pero, con el tiempo se convirtió en mucho más que eso.
Al comienzo había notas, pronto las notas se convirtieron en letras de canciones y poesía, que a su vez se transformaron en mi propio diario trenzado, supongo. Sin duda, las letras y los poemas seguían inundando las páginas, y de vez en cuando alguna “nota” que me pareciera importante.
Pero si tenía un mal día, o la situación simplemente me superaba, sabía que podía desahogarme en aquel cuaderno.
Algunos pasos resonaron en el pasillo, sacándome de mis divagaciones, acompañado de gritos, insultos, y un ruido que me dejó seco.
Los imbéciles de la escuela. Puse los ojos en blanco, cerré mi taquilla de un portazo, asegurándome de que no se abriera y me apresuré a ponerle la llave. La deslicé en mi bolsillo y eché a correr con la esperanza de desaparecer antes de que los idiotas me vieran. Pero como era habitual, ya era tarde. De hecho, para ser considerado elegantemente tarde. Maldita sea, tarde para escapar.
-¡Oye, maricón! –oí que gritaban a mis espaldas. Tarde o temprano empezarían a rodearme.
Seguí entre caminado y trotando, esperando que por el amor a dios me dejaran en paz. Les escuché murmurar, como si trataran de recordar cuál era mi nombre. Una carcajada me sobresaltó, al parecer recordaron el apodo que ellos mismos me habían inventado.
-¡Hey, gay más despacio!
Sí, estos idiotas son unos genios totales con los apodos.
Seguí caminado con la cabeza agachada, acelerando la marcha con cada paso, hasta que sentí que alguien me sujetaba de mi camiseta negra. Me di la vuelta para encontrarme con cuatro o cinco estúpidos mirándome y sonriendo sínicamente.