– Le he dicho que no quiere sentarse al lado del ministro de industria francés. No, no y no. ¿Acaso quiere provocar una guerra? Por el amor de Dios… – le gritaba yo al asesor de eventos noruego (y estúpido) –. Sí… Sí… Ajá… Me parece bien. Sí, esa mesa es estupenda. Gracias.
Y colgué.
A pesar de que mi noruego no era el mejor (no era el idioma que más dominaba), había sido capaz de evitar que mi jefe, el señor Miller, no tuviese que atravesar una situación de lo más incómoda.
Desde que Terrarius comenzó con las obras de la nueva línea de ferrocarriles de alta velocidad, los franceses se habían retrasado en todos los pagos, obligando a detener el proyecto y sobrecargando demasiado la economía de la empresa.
Y John Miller, el presidente de Terrarius, no estaba dispuesto a almorzar en la misma mesa que el peor de sus clientes.
Y yo sabía que, si el ministro francés conocía lo suficiente al señor Miller, tampoco querría enfrentarse cara a cara con él.
– Necesito ver un resumen de la situación de los tres últimos meses Praxton – me bufó mi jefe mientras pasaba por delante de mi mesa.
Después se encerró en su despacho de un portazo y pude adivinar a través del cristal cómo se sentaba, pasaba su mano por su cabello en un ademán de desesperación y luego fijaba sus gélidos ojos turquesas en la fría pantalla de su portátil, repleta de números.
Imprimí el informe que había preparado detalladamente durante las últimas dos semanas. Me incorporé y caminé con paso firme hacia su santuario.
Toqué suavemente con los nudillos sobre la puerta y después entré, y deposité los papeles sobre su mesa, al lado de su brazo medio descubierto al encontrarse su pálida camisa remangada hasta el codo.
Sin musitar una sola palabra, salí de allí, cerrando la puerta con delicadeza para no hacer ruido.
Después me senté de nuevo frente a mi mesa de madera de roble y continué trabajando. Más y más llamadas, más y más reuniones que organizar. Informes, diapositivas, folletos y papeleos varios que mantuvieron mi mente ocupada durante las seis horas siguientes.
Sin embargo, mi trabajo me divertía, me apasionaba. Para llevar a cabo mi actividad diaria necesitaba no menos que dominar como mínimo cuatro idiomas: el francés, alemán, español y ruso.
El resto: como el noruego, rumano, portugués, y otros tantos, los repasaba cuando me era necesario utilizarlos.
Adoraba los idiomas.
Cuando vivía, mi madre solía decirme que poseía un don para comunicarme, y que por supuesto, había sabido aprovecharlo bien.
Y lo bueno que tenía ser la secretaria personal del dueño de Terrarius era que necesitaba utilizar todos aquellos idiomas constantemente, de manera que jamás se oxidaban en mi cerebro.
Alguna vez había pillado al señor Miller observándome y escuchando una de mis conversaciones acaloradas en un francés más bien insolente con algún administrativo parisino.
Me había llenado de orgullo ver a mi jefe sonreír de medio lado al comprobar como les plantaba cara a las largatijas del funcionariado en un idioma que ni siquiera era el mío.
En el fondo John me caía bien.
Mucha gente lo temía y lo evitaba por los pasillos. Tenía un halo de autoridad innegable y muy necesario para hacer que las cosas funcionasen en una empresa tan gigantesca. Él era exigente con todo el mundo y sobre todo, con él mismo.
ESTÁS LEYENDO
Rozando el cielo © Cristina González 2014 //También disponible en Amazon.
RomansaSarah Praxton es trabajadora, responsable y honesta. Trabaja para John Miller, presidente de Terrarius. Sarah habla a la perfección siete idiomas diferentes al suyo. Es muy eficaz en su trabajo y lleva varios años dejando entrever su talento en su e...