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Al día siguiente, llamé a Molly a su teléfono móvil para comprobar que la operación de su padre había salido bien.

–      ¡Molly! Cuéntame cómo estás, cielo… ¿Y tu padre? – la saludé yo efusivamente en cuanto ella cogió el teléfono.

Escuché que se entrecortaba el sonido levemente y luego Molly respondió.

–      Todo ha ido genial, Sarah. Está estupendo. ¡Los médicos están contentísimos! Puedes estar tranquila – añadió ella con su voz suave y conciliadora.

–      Espero que se recupere bien – dije yo –. Avísame si necesitas cualquier cosa.

–      Muchas gracias, Sarah. Te tengo que dejar, pero el lunes nos vemos, ¿de acuerdo?

–      Muy bien – respondí, aliviada.

Y ambas colgamos.

No le comenté que John Miller había vuelto a aparecer por mi casa. En realidad yo no tenía ganas de tocar aquel tema.

Desde que mi jefe me había contado lo que le había sucedido a su mujer – la madre de Carla –, yo había estado muy preocupada acerca de cómo sería mi primer encuentro con mi alumna.

Recordé que cuando yo estaba aún en el colegio, tenía una compañera cuya madre también había fallecido muy joven, a causa de un cáncer de mama.

Se llama Lena y era una chica muy introvertida. Pero era buena persona, y sobre todo, relativamente normal.

A excepción de una expresión facial más triste de lo habitual en una adolescente de trece años y de su afición excesiva a leer – hasta en los recreos tenía un libro en la mano –, a simple vista no se podía adivinar nada extraño en ella.

No era rebelde, ni anárquica, ni llevaba el pelo verde para dejar muy claro que estaba insatisfecha con la vida.

Era una niña normal.

Triste y callada, pero de buen corazón.

Recé porque la hija de John también tuviese aquel buen carácter.  De serlo, no me sería difícil entablar una buena relación con ella.

                                   ***

Llegó el domingo por la noche.

Estaba en la cama, reflexionando acerca de todas las cosas que me había dado tiempo a hacer con los tres días libres que el señor Miller me había concedido.

Había llevado a Rachel al médico, había comprado las medicinas, los pañales y había repuesto todo lo que faltaba en la nevera.

Había puesto tres lavadoras y las había planchado enteras.

Además, como el miércoles-jueves-viernes se había solapado con el fin de semana, también había podido descansar un poco.

Mientras Rachel pintaba en casa, yo me leía las últimas noticias en la prensa digital para ponerme un poco al día de lo que ocurría en el país.

Y así se sucedió el domingo, en pijama, mi hermana y yo. No pudimos salir a la calle en todo el día porque diluviaba. Así que nos entretuvimos viendo dibujos animados, ella pintando, yo leyendo y comimos macarrones. Estuve muy relajabada durante todo el día.

Sin embargo, cuando ya me encontraba en la cama, camino del lunes por la mañana, los nervios comenzaron a crecer en mi estómago.

Rozando el cielo © Cristina González 2014 //También disponible en Amazon.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora