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Había guardado la pluma estilográfica del señor Miller en un estuche de terciopelo que había pertenecido a una de las pulseras que me habían regalado hacía muchos años por mi graduación. Después, había metido el estuche en mi bolso, justo antes de salir de casa.

Caminé hacia mi mesa de trabajo. Eran las ocho menos cuarto de la mañana y la mayoría de mis compañeros no habían llegado aún.

A excepción de él.

Dejé mi bolso negro sobre la mesa, lo abrí y saqué el estuche negro, forrado por dentro de terciopelo rojizo, envolviendo con cuidado la pluma de John Miller.

En aquél impás me percaté de que había algo sobre mi silla.

Algo muy grande que solo yo había sido capaz de pasar por alto estando tan distraída.

Un elefante de peluche gigante. Rosa.

–      ¿Pero qué demonios…? – murmuré.

Me acerqué y acaricié con la mano la oreja de aquel muñeco tan enorme.

Vi que tenía una tarjeta grapada a la etiqueta.

“ Acepta esta disculpa. Es para Rachel.

 John.”

Estrujé la oreja del elefante entre mis manos, pensando que era la oreja de John Miller. Se la hubiese arrancado de cuajo, con gusto.

Después respiré hondo y me esforcé por reconocerme a mí misma que aquel era un detalle muy tierno por su parte, pero que por motivos profesionales me veía obligada a rechazar.

“A Rachel le encantaría, desde luego”, pensé.

No obstante, me deshice rápidamente de aquella idea y agarré el elefante por la trompa para dirigirme cargando con él al despacho del señor Miller.

Por primera vez en tres años, abrí la puerta sin llamar.

–      Sarah – dijo él sorprendido al verme sosteniendo aquel peluche con cara de pocos amigos.

Estaba concentrado y no se había dado cuenta de que yo había estado observando con desconfianza dicho elefante durante algunos minutos antes de irrumpir en su templo sagrado – despacho.

–      Disculpe, señor Miller. Vengo a devolverle dos cosas: este elefante y su estilográfica, que tan amablemente prestó ayer a Rachel – dije de carrerilla.

Él me observó, aturdido.

–      Sarah, estoy ocupado ahora. Hablaremos más tarde – me cortó él, devolviendo su mirada a la pantalla del ordenador.

Me armé de valor para responder:

–      Eso mismo le dije yo ayer cuando vino a mi casa: que estaba ocupada… Y que yo sepa usted no se marchó al minuto.

John Miller volvió a mirarme, pero aquella vez con el turquesa intenso brillando en sus ojos. Pocas veces un color tan bonito y llamativo ha podido intimidar tanto y a tantas personas.

Sin embargo, decidí ignorarlo. Quería hacerle saber que mi tiempo era valioso.

Tanto como el suyo.

–      Sarah, ayer tú tendrías que fregar los platos. Pero yo hoy tengo que dirigir mi empresa.

“¡Machista!” vino a mi cabeza. Pero no lo dije en alta voz.

–      Mis platos son tan importantes como su maldita empresa – espeté –. Y mi tiempo vale igual que el suyo. Y si quiere que le dé clases a su hija, va a tener que ser más respetuoso con ello.

Rozando el cielo © Cristina González 2014 //También disponible en Amazon.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora