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La semana siguiente fue estresante.

John me trató de una manera mucho más fría y dura que de costumbre – supongo que en un intento por reafirmar su poder después de la pequeña escaramuza que había sufrido nuestra relación –.

Sin embargo, yo me comporté como si no hubiese cambio alguno. Sonriente y dócil, le entregaba los informes y las diapositivas de manera puntual y manejaba su agenda tan eficazmente como lo había venido haciendo los tres años anteriores – e incluso más –.

A pesar de todo, parecía que cuanto más amable me mostraba yo, más desconcertado se sentía él.

Por fortuna, llegaron mis esperados días libres. Molly se fue con su padre al hospital y yo me quedé en casa con Rachel.

Y lo más importante: perdí de vista a John durante algún tiempo. Cada día me resultaba más agotador tratar con él y fingir que estaba encantada de que sus ojos brillasen con tanta intensidad cada vez que me miraba. Era agotador que mi jefe quisiera asesinarme a cada instante de su existencia por haberle obligado a suplicar unas clases de francés.

Sí, era mejor que me perdiese de vista unos días.

Mientras tanto, yo había concertado cita con el neurólogo para Rachel y ya íbamos justas de tiempo.

–      Nos vamos ya Rachel. Apaga la tele, cariño – le dije mientras rebuscaba el teléfono móvil en el bolso.

Había llamado a un taxi para que nos llevase hasta la clínica, la cual estaba demasiado lejos de casa y además, muy mal comunicada en cuanto a transporte público.

–      ¿Me puedo llevar el cuaderno de pintar Sarah? – preguntó ella.

–      Cógelo y date prisa, que el taxi nos está esperando en la calle – respondí yo, agobiada.

Rachel salió disparada hacia su cuarto y dos minutos después estuvo lista para salir, con su abrigo puesto y un cuaderno de tapa rosa de corazones en una mano más una caja de ceras de colores en la otra.

Bajamos en el ascensor y salimos a la calle.

Ambas nos subimos en el taxi y éste arrancó.

Media hora después, estuvimos ya sentadas en la sala de espera para las consultas de neurología. Aquel lugar siempre me hacía reflexionar.

Rachel estuvo muy tranquila todo el rato: pintando, jugando con las construcciones que había especialmente para los niños y pintando otra vez.

Era una niña que tenía muy buen carácter. Porque a sus catorce años, con el retraso mental que acarreaba, no se le podía pedir más madurez que a un crío de seis años. Pensé que tal vez debería plantearme volver a pagar una escuela especial para ella, pero era tan cara y yo tenía tan pocos recursos…

A fin de cuentas, Molly trabajaba mucho con ella: trataba de enseñarle a leer y a ser independiente – en la medida de lo posible – para vestirse, asearse, lavarse los dientes… E incluso la había enseñado a cocinar. A mi hermana le encantaba mezclar la masa para hacer bizcochos – luego había que lavar su ropa para quitar la harina, el huevo y la mantequilla que se había huntado por los pantalones –.

Después, junto a Rachel, esperaban para la consulta otros niños, también con diversos problemas.

Aquellos que esperaban paralizados sobre una silla de ruedas, con una expresión facial perdida de la mano de Dios, eran los que más me partían el corazón. Ellos y sus madres, quienes se peleaban con ellos para que comieran algo de yogur mientras esperaban su turno. Imaginé la vida de aquellas familias.

Rozando el cielo © Cristina González 2014 //También disponible en Amazon.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora