Con los años, la obra social de Terrarius se expandió y logró brillar con fuerza. Se abrieron cuatro colegios para niños con cualquier tipo de discapacidad intelectual y también talleres para que, cuando estos niños crecieran, pudieran integrarse en el mundo laboral con mayor facilidad.
Terrarius también se encargó de financiar algunos contratos para personas discapacitadas y ayudar así, en su integración. En otros casos, ayudó a pagar ayudas para personas dependientes que, por desgracia, jamás llegarían a valerse por sí mismas.
Rachel aprendió en el colegio y después estuvo en un taller de pintura, haciendo lienzos que luego se vendían por un precio muy económico en subastas.
Mi hermana vivió siempre con nosotros, siempre feliz… Jamás perdió esa alegría infantil… Esa que se suele extinguir en las personas normales al inicio de la adolescencia.
Más tarde, los proyectos de Terrarius abarcaron también la financiación de estudios universitarios a alumnos con verdaderas dificultades económicas y muchas ganas de salir adelante – no sólo premiando a los más brillantes, si no a los más constantes y fuertes, sin ser necesariamente los que mejores notas hubiesen sacado en el instituto –.
Yo me empeñé, paralelamente a dichos éxitos, en transformar Terrarius en una empresa más ecológica, obligando a John a reformar todos los edificios para que fueran más eficientes y gastaran menos energía.
Pero el hecho más destacable de todos aquellos años fue, sin duda, el nacimiento de mi hija: Mary Miller.
Un bebé rubio, de ojos poderosamente azules desde el mismo nacimiento y con un carácter sosegado.
Lo mejor, y por lo que mi vida ha valido más la pena, ha sido verla crecer y transformarse en lo que hoy en día es: una mujer.
Sin embargo, mientras Mary crecía… John envejecía. Eran veinte años de diferencia los que había entre ambos y yo ya comenzaba a notar, a partir de sus sesenta y cinco, que su agilidad no era la misma, que se cansaba al caminar y que tosía mucho por las noches.
Aquello no significaba que yo hubiese dejado de querer a John. Por el contrario, yo sentía que cada día necesitaba y amaba más a mi marido, por ello, mi miedo a perderle se iba acrecentando con el paso del tiempo.
Procuraba decirme a mí misma que era normal que envejeciese, pero que se cuidaba mucho haciendo ejercicio y llevaba una dieta muy sana, además de que jamás había probado ni un solo cigarrillo.
A menudo, recordaba mi promesa interior de aprovechar cada instante a su lado y entonces sus caricias y sus besos adquirían una intensidad casi sobrecogedora y yo temía separarme de él cuando me abrazaba por las noches.
Por otro lado, John se convirtió en un apoyo muy fuerte a la hora de llevar a Rachel a todas sus visitas médicas. Con el tiempo, mi hermana desarrolló deficiencias cardíacas y hubo que empezar a medicarla.
John siempre estuvo conmigo, apoyándome.
Carla estudió derecho en Harvard y más tarde, una vez acabada la carrera, decidió ampliar su formación y estudió ciencias económicas al mismo tiempo que cursaba un máster especializado en ecología empresarial. Poco a poco la vi transformarse en una mujer curiosa e investigativa, interesada cada vez por más cosas.
Cuando cumplió los veintiocho años, me confesó que deseaba formar parte de la empresa de su padre, en concreto, colaborar con sus proyectos sociales y administrar los fondos dedicados a ellos.
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Rozando el cielo © Cristina González 2014 //También disponible en Amazon.
RomanceSarah Praxton es trabajadora, responsable y honesta. Trabaja para John Miller, presidente de Terrarius. Sarah habla a la perfección siete idiomas diferentes al suyo. Es muy eficaz en su trabajo y lleva varios años dejando entrever su talento en su e...