El otro mundo

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I

Estaba en el infierno, cayendo por una atmósfera oscura atravesada por líneas de fuego. Me perseguían por el aire moscardones gigantes como naves, armados con largos dientes. Mis alas me permitían esquivar las garras de los demonios que saltaban sobre mí, pero no me salvaron de su trampa, una red de pegajosos tentáculos negros que estiraban de mi cuerpo en todas direcciones. Mientras los monstruos aullaban, ansiosos por devorarme, Jilai y Nilome, saltaban por la ciudad, corriendo destinos horribles a manos de los soldados. Entretanto, las trece esferas bailaban una elaborada danza en el cielo, dibujando figuras de bella simetría. Alargando mi mano con gran esfuerzo conseguí atrapar uno de los globos. A pesar de quemarme las manos, lo sacudí para que me devolviera a la ciudad.

Busqué a mi madre y a Mian interminablemente en medio del caos de los pasillos bloqueados por los derrumbes y las llamas, pero me encontré con Jared y Dombrir junto a la fosa del mástil. Esta vez arranqué el colgante de su cuello para que no pudiera escapar y salté el fuego, aterrizando junto a mis amigos. Con el medallón huiríamos todos a una de las ciudades celestiales, pero no conseguía acertar el símbolo correcto. Finalmente, Dombrir me lo arrebató, advirtiéndome que ese conocimiento era demasiado peligroso. Le pregunté por qué nos habían atacado las naves y él me miró con un rostro mucho más joven, el de mi padre:

–Les llamaste al tocar las Formas –sonrió con pesar.

Con la disparatada lucidez de los sueños, me di cuenta de que los demonios habían destruido la ciudad para quitarnos las esferas, nuestra fuente de poder. Como venganza, monté sobre una de las bolas y volé como una flecha entre las tropas invasoras, asestándoles golpes mortales con una barra de metal, rompiendo sus cascos de cristal como si fueran huevos. Birker me avisaba, gritando desde los restos de la biblioteca, de que no olvidara descifrar los textos escritos en los costados de sus máquinas voladoras.

En medio de los delirios, se acercó a mí una mujer, dándome a beber un líquido caliente y aromático. Entonces notaba sonidos y olores desconocidos, voces graves y manos suaves sobre mi cara. Poco a poco las pesadillas fueron desvaneciéndose. Me quedó solamente una sensación de agotamiento y un picor en las manos que no podía aliviar, pues las tenía envueltas en tela. La voz de mujer se enfadaba conmigo, me apartaba los brazos y me obligaba a beber más sopa.

Después de un tiempo supe que lo que me rodeaba era real, aunque sorprendente. Me encontraba en un alojamiento muy amplio, una sola habitación tan grande como nuestro apartamento de Vikatee. La cama donde reposaba era enorme y blanda, como si estuviera hecha de algodones, y estaba cubierta de los tejidos más finos que había tocado jamás. En un rincón podía ver un mueble de madera con un espejo tan perfecto que permitía ver perfectamente todo lo que se reflejaba en él. El suelo, las paredes y el techo estaban formadas por tablas tan precisamente pulidas y ajustadas que toda la sala parecía hecha de una sola pieza.

En un lado de la estancia se abría un ventanal por el que se filtraba la luz a través de unas cortinas casi transparentes, tan ligeras que se movían al más pequeño soplo. Pero lo más chocante lo encontré sobre una mesa al lado de mi cama: una gran jarra de agua y un vaso, ambos de un vidrio tan transparente que parecía como si el líquido se sostuviera solo en el aire. Junto a la jarra había un gran tazón con los restos de la sopa, Su material no era menos maravilloso: suave y durísimo como el metal pero cálido y colorido como la madera. Del techo colgaba también un globo insólito. A la luz del día parecía opaco, de un color tierra, pero estaba seguro de que en algún momento lo había visto brillar con una luz como la del mismo sol.

Estaba preguntándome qué clase de mundo era éste y cómo había llegado hasta aquí, cuando alguien abrió una puerta que había sido invisible hasta entonces. Era un hombre, bajo pero robusto. Su rostro no tenía pelo, como el de un joven, pero mostraba las arrugas de un adulto. Su vestimenta era extraordinariamente ligera, apenas una camisa, un pantalón corto y unos zapatos que dejaban la mitad de sus pies rosados al descubierto. Estaba demasiado sorprendido por la visita para darme cuenta de que yo mismo vestía un liviano pijama en lugar de mis pesadas ropas de piel.

La ciudad de las esferas (Trilogía de las esferas 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora