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▶ La película ha terminado, se encienden las luces. Jungkook dice decepcionado:

– No encontré muchas novedades. En el Congo la película era muda, ¿entiendes?… Y a ti, ¿te gustó?

Taehyung no dice nada.

Mientras Jungkook trataba de recobrar su infancia africana, Taehyung estaba sumergido en un pasado mucho más cercano, pero enterrado a tanta profundidad, tan distante…

Seoltang... No había pensado en él desde aquel día en que los tres partieron en auto para no regresar jamás. Su caballo se había quedado allá. Por primera vez pensó en qué tal vez lo extrañaría. Su abuela le había propuesto regresar a Camargue, pero no, de ningún modo, Taehyung no quiso. Ni siquiera aceptaba que le hablara del tema: ni de Seoltang, ni de los demás, ni de nada. Pese a todo no huyó cuando mamá grande le leyó la carta de parte de Kyuhyun y Yesung, los amigos de sus padres que cuidaban de Seoltang en su finca: “Taehyung, te extrañamos, danos el gusto de venir a sentir el olor del mar en los equinoccios y a escuchar el sonido japonés que hacen las cañas en los pantanos”. Taehyung se limitó a exclamar: “Me importan un comino sus cañas, japonesas o no”.
Pero hoy, todos los ruidos de la sala se han desvanecido. Sólo queda el ritmo del galope sobre la playa, el recuerdo del agua que brota bajo los cascos y moja la espalda del jinete, la alegría del caballo que juega con la ola que viene y se va… Todas esas sensaciones, esas imágenes, vuelven a él de manera tan aguda que le cortan la respiración. La primera gota fría y salada que recibe en el rostro, el corazón a todo latir dentro del pecho, el aliento, las orejas de Seoltang, trémulas mientras alargaba el cuello y arrancaba a todo correr.  Le parece oír en su relincho como una risa. ¡Y cómo resuena su galope sobre la arena mojada! “Hasta el fin del mundo”, le dijo a su padre. Y él había reído. Y ambos habían jugado a espantar las gaviotas en la playa desierta de la mañana.
Ve de nuevo a su padre, con la espalda siempre tan erguida, al trote sobre el lomo del negro Cachou, tomándole con cierta distancia. No debe pensar en todo eso. No pensar. Ni en su padre parado sobre los estribos, cual indio sobre la cresta de las dunas, ni en su madre que los espera en una cavidad iluminada por el sol, con su cartapacio de dibujos, siempre arropada, en invierno contra el frío y en verano para proteger su piel blanquísima…

No puede decirle nada a Jungkook. Él trata en vano de descifrar su silencio. Taehyung está lejos, lo puede sentir. Con la cara entre las manos, trata de regresar al presente, pero hoy, por culpa de Crin Blanca, los recuerdos se niegan a obedecerle.

“Oh, Seoltang, mi hermoso caballo. Mamá grande dice que tú me esperas, pero cómo podría, ¿cómo?”
Le parece sentir el aliento tibio del animal en el hueco de su mano cuando le daba un terrón de azúcar al hacer un alto. El beso de Seoltang. Contiene la respiración. ¡Cómo se le ocurrió venir a ver esta película! Para sus adentros dice: “No debí haberlo hecho. Debí pensarlo mejor”. Todavía un mes antes sabía protegerse.
¿Y dónde están esas crines blancas que se atoraron en los alambres de púas el día en que Seoltang se hirió y que él había guardado atadas con un listoncito rojo? Seguramente en las cajas que mamá grande trajo del sur y que él, Taehyung, se niega a abrir desde hace dos años. “¿Qué caso tiene? ¿Qué caso tiene?”, repite cada vez que su abuela le dice: “¿No quieres que pongamos un poco de orden?” ¿Qué orden? Su vida es como una ciudad arrasada por un terremoto. Lo único que puede hacerse es derribar con un bulldozer lo que queda. No, él no quiere que abran las maletas. No. Siempre dice que no, pero mamá grande nunca pierde la paciencia. En ese momento le gustaría tocar el manojito de crines, enredarlas en su dedo. Tal vez aún conserven algo del olor de Seoltang… ◀

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