II. Un jersey carmesí

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Erika hurgaba entre mi vestuario, enfrascada en su infructuosa búsqueda. No habían pasado ni dos minutos (conté hasta once diez veces; 110 segundos), pero ya había arrancado una montaña de prendas de sus correspondientes perchas. Me veía venir una bronca monumental cuando volviésemos el año próximo.

—¡Yo sé que te he visto con un suéter carmesí! ¿Dónde se ha metido ese bendito jersey? —así que era eso... ¿Otra obsesa de los colores? Debí haberlo sospechado, visto el tocado. Si es que jamás entenderé esas ganas de obtener una suerte inexistente. En fin. Con una desgana muy palpable, señalé al armario lateral—. ¿Doblado, en serio? ¡Qué poco prolija eres, ma chérie (1)! Venga, ponte esto —y me lanzó el jersey.

Ni que decir que se me hizo absurdo (está clara mi posición frente a esta tradición sin sentido). Sin embargo, no me quejé; conocía a Erika, y sabía que montar berrinches no servía de nada. Además, habría sido infantil por mi parte; más, si había gente esperándonos. Me saqué el suéter azul y me puse el rojo lo más rápido que pude.

—"Asegurarse que que Celia lleva algo rojo en la Réveillon du Nouvel an (2)", hecho —marcó en su bullet journal. ¿En serio tenía eso en su lista de propósitos antes de finalizar el año? Lo de esa chica es increíble—; ahora, el toque final —antes de que sacara su estuche de maquillaje portátil (porque os lo he dicho, me la conocía; esa expresión significaba "pintarle la cara al sujeto en cuestión"), me había puesto el abrigo, envuelto la bufanda y me encontraba en el umbral, llamando al ascensor. Se le oyó gritar, entre molesta y divertida—. ¿No se supone que tienes que cerrar cuando salgas?

—¡Te dejé las llaves sobre la cama! —respondí antes de que la puerta de metal ahogara mis palabras. A nadie le sorprenderá saber que tenía esas técnicas de escape preparadas, ¿verdad? Vivo con gente muy insistente.

Di 144 toquecitos antes de que bajara. 12×12, doce al cuadrado. Interesante número para el día en el que la medianoche es tan relevante. Mi madre y Nerea ya se habían marchado (estoy segura de que la impaciencia de mi hermana tuvo mucho que ver, a pesar de lo poco que habíamos tardado en realidad).

—Voy a fingir que no me ofende que a la torre Eiffel de tu llavero le falten dos patas —comentó nada más avistarme, con una sonrisa algo siniestra en la cara; se le borró enseguida, muestra de que se lo tomaba a broma. Me devolvió el manojo de llaves y comenzamos a andar.

—Nerea lo rompió —respondí, como excusa, acompañada por un encogimiento de hombros—. Si lo sigo usando, será que aprecio lo que representa.

—Y que no quieres gastarte pasta en un nuevo llavero —añadió, poco convencida por mi explicación.

—Cómo me conoces —contesté con media sonrisa.

—Tan madura para unas cosas y tan niña para otras; así es Celia Etxeberria —definió; no estaba para nada enfadada.

—¿Cuándo he sido yo infantil? —pregunté, medio en broma. Ojo, solo medio; se supone que era la más madura de las dos y quería conservar el título.

—¿Aparte de ahora mismo? —Alzó una ceja, como si fuera una obviedad—. Con el tema del alcohol. Eres consciente de que un calimocho no va a arruinar tus posibilidades de entrar en la facultad de Química, ¿verdad? Tampoco es que vayan a darte ese vaso sin algo de chapa y pintura para enmascarar tu carita de bebé, pero no deberías tenerle tanta repugnancia a un líquido que tarde o temprano vas a consumir.

—Pues lo consumiré cuando sea legal —resoplé—. ¿Es que soy la única adolescente que sigue las leyes del país? Nada de alcohol hasta los 18. Todavía me faltan dos años, dos meses y dieciocho días para eso.

Tras pensármelo un rato, le saqué la lengua. ¿Qué? Si tan infantil era según ella, pues haría un gesto acorde. Erika se rió de aquella idiotez hasta que giramos en el puente hacia Alcíbar, el barrio de mis tíos.

Como era normal en un pueblo como Azkoitia, no nos cruzamos con más nieve que la decorativa; aún así, las temperaturas rozaban el cero de la escala Celsius. A Erika, más friolera que yo, le castañeaban los dientes. Sopesé la situación y decidí tomar cartas en el asunto.

—¿Quieres la bufanda? —le ofrecí. Ella me lanzó una mirada de incomprensión, como si eso no fuera conmigo. ¿Es que acaso, por ser yo, no puedo comportarme con amabilidad ni cinco minutos? Tan borde no soy, Jainkoarren (3). Aun así, tuve que aclararlo, para que viera que no bromeaba—. Venga, con abrocharme mejor el abrigo me vale. No quiero que te mueras de hipotermia a unas casas de nuestro destino —dado que todavía seguía sin estar convencida, dicté sentencia—. O te la pones o te la pongo yo.

Erika rió.

—Si ya sabía que no podía durar mucho tiempo. Culpa mía por probarte. Anda, trae, que me congelo —pidió. Yo la desenrollé y se la entregué. Esbozó una sonrisa y olisqueó el aire—. Huele a tostadas —comentó.

—Se habrá impregnado en la bufanda, de nuestro desayuno —aclaré a toda prisa—; pasa por no guardar la ropa. Mi ama me lo advierte a diario. Lo extraño es que no esté llena de migas —bromeé. Ya, no tengo ni pizca de gracia, ¿verdad?

Ella negó y murmuró algo en francés. No supe hasta mucho después, cuando se me ocurrió googlearlo (4), cuando supe qué es lo que en realidad dijo.

"Ésta no reconoce su propia fragancia". Hoy día, el verdadero significado de esa frase sigue siendo un misterio.

Aclaraciones:

(1) "Querida", en francés.

(2) "Nochevieja", en francés.

(3) Expresión equivalente a "por Dios", en euskera.

(4) Palabra en Spanglish, proveniente de "to google" (buscar en internet) o del buscador con nombre homónimo.

Recuerdos rojizosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora