Großvater

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—¡Joven Rommel, otra vez con lo mismo, concéntrese!

Mi maestro, el señor Mackenly, está a punto de perder el juicio por mis constantes errores. Esta práctica se me ha hecho eterna. Es sencillo, no tengo ánimos para continuar. Reconozco que le debo mucho; he sido su alumno desde que era pequeño. Mis padres fueron muy meticulosos en su búsqueda, fue todo un reto encontrar un maestro de música dispuesto a enseñarle a un niño ciego a tocar el violín. Él sobresalió sobre los demás, su currículo era impecable y continúa siéndolo. Ha colaborado con personajes de renombre y se ha presentado en teatros nacionales e internacionales. Cuando mis papás lo abordaron, aceptó sin poner trabas; lo primero que hizo fue enseñarme a escuchar, comprender e interpretar, además de memorizar la música y las partituras.

Sumándole a esto, el gasto extra por parte de mis padres de transcribir partituras al braille. Sin embargo, su paciencia y compresión, aparte de su estricta disciplina, dio frutos con el tiempo. A la edad de diez años, pude formar parte de la orquesta musical de mi escuela. Mi maestro es un fiel amante de los retos, pero hoy mi falta de concentración lo ha llevado al límite. He fallado al practicar el pizzicato, la regla es sencilla: se pellizca la cuerda con el cuarto dedo si estoy tocando con el tercero, con el tercero si toco con el segundo y con el segundo si toqueteo con el primero.

—Me veo en la lamentable situación de descontinuar esta clase —se queja, molesto—. ¿En dónde tiene la cabeza?

Aprieto la mandíbula y trato de controlar mi genio, una cosa es que vez tras vez me equivoco en las prácticas, y otra muy diferente es verme la cara de idiota aparte de sermonearme como si yo fuera un crío. ¿Qué en dónde tengo la cabeza? Justo al frente. Lo que pasa es que ahora mismo mis pensamientos viajan hacia Vaduz, específicamente a la casa de la chica más excepcional que he podido conocer. Mi querida y testadura Peach, no ha parado de amenazarme hasta del mal del que voy a morir por no haberla llamado desde que llegué a Alemania, y eso que le he explicado más de mil veces el porqué de mi ausencia. Ella no ha dejado de repetirme que, si se vuelve a pasar, me freirá tusas.

—¡Joven Rommel! —me llama mi maestro en voz alta—. ¿Me está prestando atención?

«¿Qué estará haciendo en estos momentos?».

—¡Joven Rommel!

—¿Eh?

—Esto es una falta de respeto que no pienso tolerar —balbucea, bastante hastiado.

Escucho cómo abre su maletín, luego oigo el sonido de hojas siendo agrupadas con frenetismo. Debería de excusarme, aunque siendo un poco egoísta, la verdad es que deseo que se vaya.

—Hablaré con su madre antes de irme, que pase un feliz resto del día, jovencito.

«Que pase un feliz resto del día», que traducido a lo que deseaba decirme, era: «váyase al infierno, jovencito». Mi maestro cuenta con mucha clase para utilizar ese léxico conmigo. Además, sé que no se arriesgará a perder la buena cantidad de dinero que mis padres le pagan. No me preocupa lo que quiso decirme, lo que en verdad me preocupa es el inminente enfrentamiento con Alexandra Lama de Rommel, cuando él le vaya con la queja. Mi madre tiene el temperamento de cien rinocerontes enfurecidos. Y cuando mi tutor le explique con lujos de detalles mi falta de concentración y quién sabe lo que le añada, su enojo será monumental.

Estiro mi cuello hacia ambos lados, trato de liberar un poco la tensión que se me acumula de solo pensar que volveré a enfrentarme una vez más a mi madre. Coloco mi violín al lado de la silla y estiro mis brazos sobre mi cabeza, aguanto unos diez segundos para cambiar de posición, luego dejo caer mis hombros hacia atrás y hacia los codos.

Soldat Donde viven las historias. Descúbrelo ahora