Capítulo cuatro, en el que Konny y su padre tienen una conversación seria.

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Al parecer, mi madre había condenado a mi padre a que me pidiera cuentas. Pero

ése no fue el problema. Como cada noche, volvió muy cansado del despacho. En esos

casos ni siquiera escuchaba, sólo quería estar en paz.

Me llamó a la sala de estar, se sentó en el sofá y se quedó mirándome sin

pronunciar palabra. Primero pensé que estaba de mala uva, pero luego me di cuenta

de que simplemente estaba pensando con intensidad.

—¿Qué es lo que quería de ti? —murmuró.

Mi padre me cae bien y por eso le ayudé. Además, quería acabar con la

conversación lo antes posible. De hecho, sólo la mantuvimos por amor a su mujer.

—Se trata del perro.

—Ah, claro —dijo, radiante—. Bueno, ¿y de dónde sacaste este perro?

—No fue nada fácil. Tuve que convencer a Kai —le expliqué—. Pero no le pagué

ni un céntimo —añadí consciente de que eso le iba a gustar.

Estaba impresionado de verdad.

—Y ten en cuenta su tamaño. Para ser gratis, es mucho perro —proseguí—. Un

perro pequeñísimo a veces ya vale quinientos euros o incluso más.

—Sí, pero cuanto más grande es el perro, más come —señaló mi padre.

Vaya, parecía estar más despierto de lo que había creído.

—Pero éste no —le tranquilicé—. Apenas come.

—¿Quién lo dice?

—Kai.

—Kai, ¡ese Einstein de pacotilla! ¡Ja, ja! —exclamó mi padre en tono amable

moviendo la cabeza.

De acuerdo, fue un punto para mi padre. Ese argumento no era convincente.

—Pero se consigue su comida solito. Al fin y al cabo, es un perro, y en el bosque

también deben de sobrevivir de alguna manera. Tú siempre te quejas de los conejos y

de los topos que se meten en el jardín, pues a partir de ahora los atrapará Karl.

—¿Karl? —repitió mi padre.

¡Bingo!

—Por supuesto: ¡Karl! ¿O acaso crees que aceptaría como regalo un perro cuyo

nombre no comenzase por «K»?

Mi padre estaba radiante ante tanto sentido de familia.

El perro se quedaba.

Mientras tanto, mi madre ya había acostado a Konny y, tras entrar en la sala, se

sentó cómodamente en el gran sillón.

—¿Y bien? ¿Le has dejado claro que el perro tiene que marcharse? —le preguntó a

mi padre.

—¿Karl?

—Deja de llamarle Karl como si ya perteneciera a la familia —le regañó.

—¡Ah! ¿Y por qué no podemos tener un perro?

—¡Por la simple razón de que será demasiado trabajo para mí!

—Pero escucha, un perro tampoco es tanto trabajo. De todas formas estás todo el

1000 Razones para no amarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora