Suburbio

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        Llovía. Contra el asfalto, las gruesas suelas de goma levantaban pequeñas gotitas del suelo, brillantes bajo la tenue luz de las farolas. Crucé a toda prisa la calle, esperando que no hubiese ningún vehículo pasando cerca. Lo último que me faltaría: empapada, aterida de frío y tirada en medio de un gran charco de sangre.
Me ceñí bien la capucha de tela sobre la cabeza y se me escapó una risita. Pensándolo bien, no sería una mala idea.

        Eché una rápida ojeada a mi alrededor. La acera permanecía oscura y vacía, débilmente iluminada por los tonos amarillos de la luz artificial. Por entre las fachadas grises de los edificios caía agua, estrellándose contra los adoquines de una calle sombría. El efecto podía resultar estremecedor, de no ser por la cierta belleza que emanaba de la escena. Agua, frío, humedad, vapor elevándose sobre mi nariz, calor humano contra la gélida tarde. En contraste, un pub a mi espalda rebosaba ruido y calor: Suburbio. La luz de neón que irradiaba era rosa y azul a intervalos. Uno iluminó mi reflejo en uno de los escaparates de una tienda cerrada. Abrigo oscuro, botines negros, pelo del color del amanecer caído , mojado, cortado a la altura de los antebrazos. El grueso y afilado eyeliner destacaba sobre mi piel, pálida. Demasiado pálida, añadiría mi madre.

       Quitándome un auricular del oído, inspiré hondo y empujé la pesada puerta de latón, penetrando hacia el interior.

       Había mucho ruido. Conversaciones, tintineo de vasos y olor a café entremezclado con los Camel Light cuyo humo formaba espirales sobre nuestras cabezas. Caminé sin entretenerme, sorteando las mesas redondas, hasta llegar a la del fondo, que estaba ocupada.

       -Llegas tarde -protestó Alec, cómodamente repantigado. Su cigarro, a medio consumir, descansaba entre dos largos dedos. Se pasó los dedos por el pelo color azabache.

       -Lo sé, lo sé -farfullé, sentándome enfrente de donde él estaba-. Me quedé dormida.

       -¿Dormida? ¿Tú? ¿Desde cuándo? - se incorporó con una sonrisa burlona.

       -Desde hoy -dije, quitándome el abrigo. Tenía un jersey ancho y corto, gris, bajo los colgantes que siempre llevaba encima: una piedrita de color verde y un símbolo plateado. Me volví hacia él, sus ojazos color avellana me miraban.

       -Te he pedido café.

Hice un mohín.

       -Sabes que no me gusta el café.

       -Es tu castigo por llegar tarde. ¡Sufre!

       Alguien, una joven camarera con dos trenzas de pelo rosa, depositó dos tazas en nuestra mesa. No olía a café. Di un sorbo. Té verde. Le enseñé el dedo medio, sonriendo.

       Alec es mi mejor amigo. No desde hace mucho tiempo, pero sí el suficiente como para coger ese tipo de confianza que da asco. Hoy habíamos decidido quedar en Suburbio para estudiar para los exámenes finales antes de las vacaciones de Navidad. Era algo que nos convenía a ambos. El por qué íbamos a Suburbio en lugar de a la biblioteca: era uno de esos descansos en los que fingíamos creer por un momento que íbamos a aprovechar la tarde estudiando cuando realmente íbamos a descansar nuestras agotadas mentes. Removí el azúcar del té con la diminuta cucharilla y eché una ojeada a los apuntes de literatura universal que había traído conmigo. No me llamaban mucho.

       -No tengo ninguna intención de estudiar ahora contigo -dijo mi amigo, cruzando una pierna sobre otra y echando ambas manos sobre la cabeza de ojos cerrados.- Te juro que como vea un solo apunte más voy a gritar.

       Reí. Me eché el pelo pelirrojo hacia atrás: la humedad lo había encrespado y ahora tenía una especie de rizos deshechos de un naranja lúgumbre.

LuftmenschDonde viven las historias. Descúbrelo ahora