Mi primo André

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Llegué a mi casa sin aliento. Había corrido todo la rápido que pude con un único pensamiento en mi cabeza.
Si alguien veía a Christine, ella estaría muerta.
Atravesé el patio a toda velocidad y subí corriendo las escaleras hasta el cuarto donde había dejado dormida a la niña.
Cuando entré en la habitación, el corazón me dio un vuelco en mi pecho.
¡Christine no estaba!
Bajé los peldaños de tres en tres y corrí a la cocina para preguntar a mi madre.
—¿Qué ocurre, Pedro?
Era su voz, la voz de Christine, estaba en la cocina ayudando a mi madre a lavar los platos del desayuno.
Apenas podía hablar, en realidad casi no podía respirar, tuve que sentarme un momento para normalizar mi respiración.
—¿Ha sucedido algo? —Quiso saber mi madre —¿Por qué no estás en el colegio?
Lo único que pude hacer fue levantarme y abrazar a mi amiga. Ella notó enseguida que algo había ocurrido.
—¿Que ha pasado, Pedro?
No sabía cómo decírselo. Cómo explicarle que toda su familia había muerto. Cómo decirle que estaba en peligro, que toda la ciudad sabía que ella era judía y que cualquiera podía ser un potencial enemigo.
No estaría a salvo en ninguna parte, tarde o temprano acabarían encontrándola.
—Respira hondo, cariño —me aconsejó mi madre.
—¡Tus...tus padres! —Jadeé.
—¿Qué? —Christine me miró y pareció entender —. ¡Han muerto...! ¿Verdad?
—Dije que sí con un gesto y volví a abrazarla. Esperé que en cualquier momento rompiera a llorar, pero no lo hizo.
Mi madre, histérica me separó de Christine y me llevó a un rincón. Luego me pidió que se lo explicara todo. Cuando terminé de hacerlo se llevó las manos a la cara, horrorizada.
—¡Hay que hacer algo inmediatamente! —Fue lo único que dijo.
Se acercó a donde Christine se había sentado — creo que estaba en shock, una palabra que en aquellos momentos no conocía, pero que luego llegué a conocer muy bien — y agarrándola de la mano la hizo subir a la planta de arriba de nuestra vivienda.
Se fueron sin decirme ni una sola palabra.
Un rato más tarde, cuando subí a mi habitación vi que la puerta del cuarto de baño estaba cerrada por dentro y pude escuchar sus voces en el interior. No tenía ni idea de lo que se suponía estaban haciendo las dos ahí dentro.
Me acosté en la cama y cogí uno de los libros de cuentos que había escrito, Christine. Todavía no había tenido oportunidad de leerlos.
Una vez comencé a leerlo, me quede sorprendido. Mi amiga escribía muy bien.
Lo que yo había supuesto que serían cuentos de princesas y magos, lo normal que escribiría cualquier niña de siete u ocho años, resultó ser una historia muy entretenida y muy...adulta.

La niña triste y la gaviota de Christine Valois

Hacía mucho tiempo que Cosette no había vuelto a reír. Nunca sonreía, nadie conocía su sonrisa. Todo el mundo pensaba que era una niña triste.
—¡Mirad!—decía la gente —¡Por ahí va esa niña, Cosette, la niña que nunca se ríe!
Ella siempre caminaba sola. Nadie se acercaba a hablar con ella, ni jugaban con ella, ni tampoco la invitaban a ninguna fiesta.
—Si la invitásemos —decían todas las personas —, acabaríamos tan tristes como ella.
Cosette no sabía porqué nadie quería ser su amigo, ni los niños, ni las niñas, ni siquiera las personas mayores se acercaban nunca a preguntarle nada.
Ella se sentía distinta.
Seguro, se decía muchas veces, que es por mi culpa.
Pero como no sabía lo que le ocurría, no podía cambiar y eso la entristecía aún más.
Un día, paseando por la playa, se encontró con una gaviota.
El ave, sin sentir miedo alguno, se acercó hasta ella. Estaba acostumbrada a que los pescadores le dieran de comer cabezas de pescado y por eso no tenía miedo a las personas.
Cosette se sentó en la arena de la playa, contemplando a la gaviota. Esta iba y venía, acercándose cada vez más a la niña.

Es una lastima, pensó Cosette, no haber traído nada de comer para poder dárselo a la gaviota.
Luego, recordó, que si tenía algo. En uno de los bolsillos de su sucio y harapiento vestido, llevaba unas moras que aquella misma mañana había recogido cerca de su casa, en el bosque.
La niña sacó las moras del bolsillo que estaba bastante pegajoso y le ofreció una a la gaviota.
El animal se acercó curioso. No sabía que era aquello que le ofrecían, pero parecía comestible.
La gaviota se fue acercando más y más hasta que estuvo muy cerca de la niña. Ella permanecía muy quieta, con la mano extendida y sin hacer movimientos bruscos.
La gaviota se subió a su brazo con naturalidad y picoteó la mano de Cosette.
La niña no sabía que le ocurría, sentía algo muy raro, algo que nunca había sentido en toda su vida.
Al final, las cosquillas terminaron por hacerla reír.
Reía a carcajadas sin poderlo evitar,  hasta que se dio cuenta de lo que estaba pasando:
¡Estaba riendo! Lo cual significaba que podía reír, no era diferente a los demás.
Salió corriendo, espantando de paso a la gaviota, en dirección al pueblo. Tenía ganas de contarles a todos que sí sabía reír, que no era una niña triste, sino que había olvidado cómo hacerlo.
Cuando llegó al pueblo, trató de acercarse a las personas que iba viendo cerca, pero todos la rehusaban, algunos se metían en sus casas, pensando qué querría esa niña de ellos. Otros salían corriendo nada más verla acercarse, intentando evitar que les pegase su tristeza. Algunos se quedaron mirándola como si se hubiera vuelto loca y le dieron la espalda.
Cosette se dejo caer de rodillas en el suelo, sobre un charco.
Ahora sabía la verdad, la terrible verdad era que la gente tampoco sabía reír. Estaban tan atareados en sus asuntos, con sus trabajos miserables y sus miserables vidas que, como ella, habían olvidado cómo se reía.

Cosette se echó a reír a grandes carcajadas, rió y rió hasta que se hizo de noche.
Si me escuchan reír, pensó, alguno recordará cómo hacerlo.
Una persona se asomó a la ventana de sus casa, desde la que podía ver a esa niña riendo, con su vestido sucio, sobre un charco de agua.
¡Pobrecita! —dijo —. La soledad la ha vuelto loca.

FIN

—¡Guau! —No tuve más remedio que exclamar.

—¡Guau! —No tuve más remedio que exclamar

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Tal vez el último verano (Terminada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora