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Jean Paul tenía mi misma edad, acababa de cumplir los doce años hacía dos meses, moreno, un poco más bajo que yo, pero indudablemente más fuerte. No estaba gordo, pero tampoco era tan delgado como lo estaba yo.
Me cayó bien en cuanto comenzamos a hablar siempre en susurros para que el profesor no se diera cuenta.
Noté que Christine escuchaba atentamente sin decir nada. La chica aún no había cumplido los doce años, los hacía a finales de año, supe más tarde. Su pelo al igual que sus ojos eran de color miel y mi primera impresión fue...que estaba realmente impresionado. 
—Tienes suerte —me dijo, Jean Paul —. Comienzas las clases cuando están a punto de terminar.
Era verdad, estábamos a finales del mes de mayo y las clases terminarían a mediados del siguiente mes. Lo que ellos no sabían era que yo había asistido a clase en París casi todo el curso, hasta que mi padre decidió que debíamos irnos.
—París tiene que ser muy bonito —escuché que me decía Christine en voz baja.
—Ahora da mucho miedo vivir allí —contesté mirándola a los ojos y sintiendo un estremecimiento. Nunca había visto unos ojos tan bonitos en toda mi vida.
El profesor se volvió hacía nosotros al escuchar los murmullos, pero no dijo nada.
Decidimos esperar a que acabaran las clases para continuar hablando.
Cuando el timbre anunció nuestra liberación y todos corrían ya en estampida, noté como mis dos compañeros me esperaban junto a la salida.
—¿Vives cerca de aquí? —Me preguntó, Jean Paul.
Yo le dije donde vivía y el soltó un silbido.
—¡Menudo caserón! ¡Tu padre debe ser rico!
Era la segunda vez en el mismo día que me identificaban con aquella palabra. Yo no sabía si era rico o no. En realidad siempre había disfrutado de todos los caprichos que se me antojaban, excepto una bicicleta, pero de ahí a ser rico...
—La llaman la maison des fleurs. La casa de las flores —comentó Christine.
—Tiene muchas flores —reconocí —y también árboles y un huerto.
—A mi me han dicho que hay fantasmas —dijo, Jean Paul.
—No he visto ninguno. Lo siento —contesté y me eché a reír.
Mis dos nuevos amigos también lo hicieron.
—¿Te dejan salir? —Me preguntó el chico.
—¡Claro! —Contesté haciéndome el importante.
—¿Te gustaría venir con nosotros por ahí?
Asentí. En estos momentos de mi vida, lo más importante para mí era tener amigos.
—Vamos a ir al huerto de monsieur Belmont —me informó Christine.
—Es un campo de patatas enorme —explicó JeanPaul —, solemos ir allí todas las tardes.
—¿A robar? —Pregunté.
—¡No, claro que no! —dijo la chica —.  Es donde tenemos nuestro escondite.
Les dije que les acompañaría, pero que primero debía avisar a mi madre.
—De acuerdo —dijo Jean Paul —Te esperamos.
Fue en ese momento cuando sucedió algo totalmente inesperado. Estábamos junto a la puerta del colegio cuando escuchamos el chirrido de los neumáticos de un automóvil. El conductor había perdido el control del auto y se dirigía hacia nosotros a toda velocidad.
La gente se apartaba del medio lo más rápidamente que podía y al volverme, vi que ya casi estaba encima nuestro. Echamos a correr para apartarnos de la trayectoria del automóvil y pude ver como Christine tropezaba y caía al suelo.
Me detuve en el acto. El coche estaba a unos escasos diez metros de mi nueva amiga y no parecía poder evitar impactar contra ella.
Christine había conseguido ponerse en pie, tambaleándose y mirando hacia el automóvil que se le venía encima con una expresión de espanto en su rostro.
Justo cuando estaba a punto de alcanzarla, me arrojé sobre ella y la empujé con todas mis fuerzas. El coche me golpeó a mí y me lanzó  volando por los aires a varios metros de distancia.
No sabía lo que había pasado. Sentía un dolor muy fuerte en mi brazo, pero por lo demás creía estar bien.
La gente comenzó a rodearme tratando de ayudarme y yo como pude traté de incorporarme.
—¡Le ha salvado la vida! —Escuché que murmuraban a mi alrededor.
—¡Este chico es un héroe! —Comentó alguien.
Yo me volví buscando con la mirada a Christine y la vi sentada en el bordillo de la acera, estaba a salvo, sólo había sufrido un rasguño en una de sus rodillas que sangraba ligeramente. Ella no miraba en mi dirección.
Mi madre llegó en ese momento hecha un manojo de nervios y arrastrando tras de ella a mis hermanas. En cuanto llegó hasta donde yo estaba, soltó a mis hermanas y me abrazó.
—¿Estás bien, Pedro? ¡Hay que llevarlo al hospital! —Gritaba.
Traté de explicarle que me encontraba bien, que tan sólo me dolía el brazo a causa de la caída.
Mi madre no paraba de gritar, bastante histérica.
—Mamá —le dije —. Tengo que ver como está Christine...
Me desembaracé como pude de su poderoso abrazo y caminé hasta donde se encontraba mi amiga. Jean Paul estaba sentado en el suelo junto a ella.
Christine me vio llegar y consiguió levantarse, después se echó en mis brazos y me abrazó tan fuerte que noté un dolor fortísimo en mi brazo y mi espalda, pero no le di importancia. Aquel abrazo tenía el don de curarme de todos mis males.
—¡Me has salvado la vida! —Susurró en mi oído.
Intente decir algo, pero no se me ocurrió nada en ese momento. Me sentía en una nube y era tan feliz que no podía parar de sonreír.
—¿Estás bien? —le pregunté al cabo de medio minuto.
—Yo sí, ¿y tú?
—También.

—Yo sí, ¿y tú?—También

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Tal vez el último verano (Terminada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora