Siete, ocho

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Siete

Alrededor de la mesa se hace silencio. Leon, con cigarro entre los belfos, observa sus cartas y lleva a cabo la jugada. En su oreja derecha yace Duncan, quien lo alienta, y celebra con pueril estupidez cualquier pequeña victoria. El bajo de una pieza de jazz reverbera. Al otro extremo, con collar de estoperoles y hocico alargado, yace el jefe de los perros. La gatita se le refriega, seduciéndolo con su pelaje y brillantes ojos verdes, ambarinos. Bromean al respecto. El rottweiler parece muy confiado con su sombrero blanco y jauría acompañándolo.

No obstante, lo que Magnus ignora es que la minina traicionera observa las cartas y con esos gemiditos que tanto le excitan, en realidad avisa a Leon las jugadas que debe ejecutar a continuación. Amantes. Estafadores. Bonnie bonita es un primor. La actuación y gesticulación disimuladas parecen ser su fuerte. El rubio, en momentos como este, pareciera adorarla de verdad.

Duncan, por su parte, mezcla diferentes tragos. No los cuenta. Pronto, todo parece muy gracioso. La velada transcurre en una alta tensión disfrazada de compañerismo entre dos grupos disímiles cual gatos y perros. Una mala broma del de pelaje bruno genera sospecha. Leon y Bonnie se miran con horror. El juego continúa. Las estupideces indiscretas de Duncan también. Y ella es atrapada in fraganti.

El escándalo estalla.

Los perros toman a la gatita como rehén. Leon brinca sobre la mesa y saca sus garras en defensa. Cartas, fichas, billetes, vasos, sillas y navajas vuelan por el espacio. No queda otro remedio más que huir. Escurridizos, los tres mininos corren para salvar su pellejo. Bonnie admira la luna mientras se esfuerza por mover la patita herida. Resiste. Resiste. El rubio la carga. Entre callejones oscuros, basureros, escaleras y finalmente tejados, logran perder a la jauría furiosa que amenazaba con destazarlos.

Suspiran. Leon acaricia los cabellos naranjas para, acto seguido, incrustar sus garras en la carne blanda de Duncan. Una manopla con púas rompe el tejido del pómulo izquierdo. El otro chilla. Es su culpa. Sus recursos provenientes del juego están arruinados. Un zarpazo. Dos. Tres. Y la fémina ruega que se detenga.

La noche termina, como de costumbre, con un amanecer rojizo.


Ocho

Entonces, mientras Leon yace de turno en el rastro, Duncan aparece en el umbral con un ojo morado que se revela cuando arranca el pasamontañas. Los colmillos relucen en una fulgente sonrisa. Bromea con amargura cuando menciona que, de ellos, probablemente él sea quien más cicatrices posea. Hartos de la violencia, víctimas, llevan a cabo su plan.

El de ojos con tintes asiáticos entrega el saco lleno de joyas. Todo lo debe a sus amigas las ratas. Ella se encarga de cambiarlo por monedas y fajos. Discreción. No deben levantar sospechas. En un suelo lleno de sangre, chop. Leon da un tajo con fuerza. Rueda la cabeza de animal. Duncan toma a una chica solitaria en el callejón de penumbras, coloca la navaja en su cuello. Con su cartera y cadena de oro en mano, huye. Pide disculpas. Chop. Otro tajo. Vísceras. Bonnie intenta colaborar también. Se reclina en un automóvil y mueve la cola de un lado a otro, mostrando su lengua rosa. Las medias de red lucen muy bien en sus piernas largas y níveas.

Las madrugadas transcurren entre tajos, largos cabellos filosos que se enredan en la boca y jeringas compartidas. A veces, los tres se aman. A veces, recuerdan que un lazo inquebrantable les une. El invierno comienza a acechar. Y los alcanza después. Los tres gatos echados en la alfombra, mirando al techo, mantienen los ojos ambarinos perdidos. Es una escena azul. Es la oportunidad. De alguna forma, Bonnie maúlla de melancólica alegría cuando observa la nieve descender. Caza los copos como mariposas. El paisaje blanco inmaculado brinda paz, polariza las memorias del último verano teñido de carmín. No. Aquí, en la nieve, solo existe una tranquilidad punzocortante.

A veces somos gatosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora