Nueve, diez (final)

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Nueve

Cuando Leon acaricia atrás de sus orejas de aquella forma y la mira con ternura; cuando besa sus labios con suavidad y la protege como a su tesoro más preciado, Bonnie duda respecto a su decisión. Tomar la mano de Duncan bajo la mesa se siente como un acto sucio, traicionero. Y es que Leon, de virilidad agresiva y descascarada, es el único que satisface morbosamente sus instintos animales. El felino negro piensa lo mismo. Ellos, aunque lo intenten de mil maneras en su ausencia; aunque roten, brinquen o creen siluetas extravagantes en el arte amatorio, solo pueden yacer incompletos. En el sexo, siempre se es más creativo cuando participan tres; y aquello, tumbados mirando la humedad del techo, lo confirman en la noche mortecina.

Por otra parte, si se piensa más a fondo, el rubio es quien proporciona de su cartera las jeringas, pastillas o cartones. ¿Cómo podrían abandonarlo? A él, el sol rabioso del estío, con su sangre, mordidas y drogas tan amables. Oh. Lo recuerdan. Aquel medio día rojo, el acto aberrante... Y solo entonces, cuando evocan su calidad de verdugo dentro y fuera del matadero, es que deciden huir y dejarlo atrás. Bonnie alguna vez dijo: ¿Y si lo llevamos con nosotros? La ingenua gatita olvidó por instantes que el propósito era huir de sus dulces y destructivas caricias. Lo sienten. Lo aman. Pero, yacer a su lado sin sangrar resulta inverosímil.

En enero, durante una noche de luna hinchada, los dos mininos conspiradores celebran la victoria: Han conseguido dos boletos que abrirán la puerta a un camino de reivindicación. Ambos planean, riendo en el tejado como dos niños felices. Enamorados. Poseen lo suficiente para alquilar una nueva madriguera más segura y vivir en paz durante algunos días. Sueñan con aves, estrellas y con todo lo que un minino desamparado desea. Aquella sensación cálida y pura almacenándose en sus corazones, de pronto, parece más placentera que las tres colas enredadas. Entonces no cabe duda. Se toman de las manos. Juntos. Es una promesa.

Y se besan bajo una luna de estambre.


Diez

Los seguros de las maletas truenan. Duncan y Bonnie aprovechan el primer instante en que Leon sale para empacar y, acto seguido, correr. Miran el reloj. Si se dan prisa, podrán abordar el tren apenas a tiempo. Maldicen a su obstáculo, quien permaneció toda la mañana allí, intentando bromear. Mimándolos, como si fueran una familia funcional. Y ahora, enredándose las bufandas y discutiendo la estrategia, escuchan las patas veloces que irrumpen en el cuarto. Leon, molesto y alarmado, reclama al moreno:

¡Eres un imbécil! ¿Qué hiciste? ¿Cómo nos encontraron? ¡Los perros están afuera!

Duncan, sin poder creer su mala suerte, víctima de un ataque nervioso, discute su inocencia. Maúllan. Maúllan. Comienzan chocando las garras. Bonnie, temerosa de lo que viene a continuación, suplica:

Duncan, vámonos... ¡Déjalo! ¡Se nos hace tarde!

Y solo entonces el rubio se percata de las maletas y abrigos predispuestos a partir. Aquello es peor. Reclama, acusa, calumnia... y cierra la puerta con llave antes de que puedan evitarlo. Bloquea la entrada con sus rayas de tigre también. Lacrimoso, los mira con la expresión más dolida e iracunda que alguna vez ambos pudieron divisar en un rostro gatuno. Gritos. Ella llora de desesperación. Y el gato negro, harto de la situación, decide defenderse por primera vez. Lo prometieron. Esa misma tarde deben huir, aunque sea de forma ilegal o violenta.

Inevitablemente, los chillidos agresivos resuenan en la habitación. Ambas garras se encuentran; con palabras, uñas y navajas el choque sanguinolento se lleva a cabo. Y, aunque Duncan se esfuerza y opone vehemente resistencia, Leon posee ventaja en fuerza y experiencia. Bonnie intenta intervenir, suplicando piedad. El rubio, por vez primera, toma de los cabellos a la gatita y la arroja a un lado con suficiente fuerza para que se lastime y no estorbe. Mientras ella revisa su pie de por sí herido y ya negro, Duncan cae también, escuchando todos esos insultos y acusaciones. Él tiene la culpa. Patada. Él es una maldita puta resbalosa y traicionera. Escupe sangre. Él debe ser el sonsacador, el desleal, el de intenciones escondidas. La cabeza yace bajo la suela. Y Duncan, con la poca dignidad que resta en su magullado cuerpo, lo acepta. Lo es, lo es, pensaba largarse sin dejar ni una nota; tomar sus drogas, su dinero y denunciarlo. Sí. Pensaba entregarlo a las autoridades, aunque eso implicara arrastrarse él también. Se burla de su impotencia y, de paso, de su vitíligo.

Aquello es suficiente. Leon desata sus intenciones asesinas.

Bonnie mira con horror cómo Duncan, a base de golpes, patadas y cortadas comienza a sangrar demasiado. Observa las gotas carmín caer a la duela y vuelve a suplicar. Primero lo hace por lo bajo, apenas conteniendo el llanto. Después, alza la voz. Duncan ha dejado de quejarse. El ojo casi se desborda. Mientras la violencia incrementa, más grita ella. Grita. Exclama: ¡Ya déjalo! ¡Déjalo o le harás lo mismo que a Jamie!

Y Leon para en seco. Jamie. La palabra tabú. Jamie. El crimen.

El estío. El cadáver. Las partes dispersas. La pesadilla que los tres pretenden olvidar.

Cuando los tres gatos eran cuatro.

Leon, regresando a sus cinco sentidos, observa la escena. Duncan apenas respira, las manchas de sangre se dispersan en la madera, los quejidos de profundo ardor se imprimen en el aire y Bonnie los mira con horror desde una esquina. Entonces las lágrimas escurren. Afuera, patadas. Luces. No sabe si son los perros o la policía o quien sea que aseche.

No hay nada más que hacer. Es el fin. El abismo.

Se sienta.

Y, como a veces son gatos, ambos se acercan despacio y lamen las heridas de Duncan mientras aguardan a que la puerta se abra.

A veces somos gatosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora