Cinco, seis

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Cinco

En una mañana cualquiera, Leon duerme. Bonnie juega con los hilos de su vieja chalina de estambre, tirada patas arriba en la alfombra. La luz putrefacta de un sol sarnoso se cuela por las persianas. Huele a humedad, alcohol y perfume barato. Duncan yace echado encima del líder, aún en masoquista, morbosa y sexual fascinación. Pronto las miradas de los dos felinos despiertos coinciden. El gato negro avanza sigiloso hacia la hembra, cuidando el sueño ajeno. Se tira con ella e inquiere:

¿Qué haces?

Imaginaba, Duncan, que estos eran hilos con perlas.

¿Perlas? Ya veo... Creo que lucirías hermosa cubierta de ellas.

Pero yo no las quiero para adornarme.

¿Entonces?

Quisiera venderlas e irme muy lejos.

¿A dónde?

A la montaña. O al mar. Da igual, fuera de este maldito pueblo.

Si consiguiera tus perlas, ¿qué harías, Bonnie?

Te amaría toda la eternidad.

El corazón de Duncan se agita. Aquellas palabras fungen como una esperanza extraña, como un pequeño rayo de luz en medio de una oscuridad cómoda. Observa al rubio. No es como que importe realmente. Sonríe, peina los cabellos naranjas, sigue el camino pecoso y ambos comparten dulces besos de leche mientras el violento Leon sueña con la sangre del rastro.


Seis

Después de un par de tragos y una dosis modesta en la lengua, comienza la fiesta para los gatos que buscan la primavera en una madrugada no-tan-fría de otoño. Ellos, hospedados en el piso más alto de un edificio rancio, entre chillidos y rasguños llevan a cabo su orgía que resuena en la habitación de abajo y no deja dormir al pobre inquilino.

Todo comienza cuando Bonnie se revuelca por la alfombra alzando la cola en lujuriosa melancolía que asciende hacia las nubes. Entonces Duncan y Leon la buscan en las sombras. Uno la toma de la pierna derecha y el otro tira del brazo. Leon lame a Duncan por la piel sedosa que le hace un hijo de la luna; Bonnie busca sedienta la hombría de Leon y Duncan incluso muerde a Bonnie. Chupa algunos mechones de cabello también. Traga. Las colas largas y sedosas se enredan. Se montan, violentos, riendo y danzando. A veces, el más fuerte asfixia al de ojos rasgados que le mira desde abajo con un horror impregnado de anhelo. Las pieles se mezclan obscenas. Las tres lenguas se encuentran y sorben. En algún momento, Bonnie no sabe qué extremidad yace en su boca... tampoco a quién pertenece.

La penetración en seco es dolorosa. Son como púas rasgando la carne blanda.

En la habitación iluminada ocasionalmente de verde por otra fiesta en el edificio de enfrente, las sombras gatunas se muestran en distintas posiciones. Lomos erizados, estremecer carmesí. A Leon le gusta la oscuridad porque así no notan sus manchas de vitíligo en la espalda. Y las borlas de ámbar que se guían en penumbras brillan adormecidas por morboso regocijo.

Bonnie, tumbada bocarriba, sudada, manchada por todo tipo de fluido corporal propio y ajeno ve en el techo plumas y aves que quisiera cazar. Se arremolinan. Lento. Despacio. Sombras celestiales. Si consiguiera atrapar entre sus garras un auténtico ángel dorado, todo el sufrimiento en su vida sería redimido. Lo devoraría para purificar su alma que irremediablemente yace manchada de carmín. Iría al cielo y no al sitio caliente y monstruoso que en realidad le espera, con los belfos ensangrentados y una que otra pluma en ellos.

Y mientras Duncan parece querer alimentarse de su seno erguido y sonrosado, la gatita es consciente de su miseria alucinógena de violencia y sangre que subyace en el vientre como feto putrefacto desde julio. Las lágrimas escurren en maullidos por poco silenciosos. 

A veces somos gatosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora