Capítulo 17

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El atardecer en el delta los había cautivado desde el primer día que lo vieron. Sebastián y Melina solían sentarse en el sillón de mimbre que se encontraba en la terraza de la cabaña para observarlo. Él la rodeaba con sus brazos a la vez que ella reclinaba la espalda sobre su pecho mientras veían como todo cambiaba de color a su alrededor dándole un toque mágico al lugar. El cielo se tornaba rosado, el verde de la vegetación oscuro y el sol, a lo lejos, se perdía lentamente detrás de los frondosos árboles reflejando sobre el río los últimos rayos de luz.

Hacía una semana que se habían instalado allí y aunque las circunstancias no eran las mejores, irónicamente jamás se habían sentido tan felices. Melina había descubierto que Sebastián tenía una personalidad fuerte, era dominante y controlador, pero a su vez noble, generoso y tierno. Jamás perdía la paciencia con ella cuando le pedía una y otra vez que la dejase hablar con sus amigas a pesar de saber que no debía. Siempre se mostraba comprensivo y tenía un gran sentido del humor.

Desde la primera noche juntos, no había dejado de sorprenderla. Solía tener pequeños detalles, como regalarle una flor del jardín o bien ir al puerto por la mañana solo para comprar un mate y la yerba que a ella le gustaba y así despertarla con el desayuno en la cama. La contenía y animaba cada día brindándole toda su fuerza cuando la encontraba cabizbaja pensando en su hermano, y la hacía olvidarse de todo cada vez que la tocaba.

Melina no pudo evitar abrirle su corazón y dejándose llevar por los fuertes sentimientos que había empezado a sentir por él, le contó cosas de su vida que nadie sabía. Le habló de sus padres, de sus experiencias amorosas, de sus temores y sus sueños, y a pesar de que él aún no lo había hecho, le confesó que lo quería.

Sebastián no se reconocía a sí mismo. Nunca antes había llegado tan lejos con una mujer y a pesar de que hacía poco tiempo que estaba con ella, el sentimiento que lograba despertarle era poderoso, intenso. Lo hacía desearla como a ninguna otra y desde el día en el que había ido a buscarla, no podía evadir el repentino e incontrolable miedo a perderla que lo embargaba.

Se había vuelto adicto a su presencia, a sus caricias, a sus besos. Le gustaba su risa tan fresca y natural, la cual trataba de provocar cada vez que podía solo para oírla. Se sentía atraído por su fuerte y definida personalidad, le gustaba que no fuese capaz de ocultar sus emociones y aunque su impulsividad podía llegar a ser un problema, la consideraba todo un desafío.

Admiraba su increíble imaginación y su capacidad para volcar en palabras todo lo que su inquieta mente creaba. Prueba de eso era la atrapante historia que había comenzado a escribir y que alcanzó a leer sin que se diera cuenta, una vez que se quedó dormida. Disfrutaba escucharla hablar de su infancia y adolescencia junto a su hermano y abrazarla en la noche cuando despertaba llorando, extrañándolo. La consolaba con tiernas palabras, besos y caricias hasta que ella se volvía demandante desatando su propio deseo.

Ahora que estaba a su lado día y noche, no podía entender cómo alguna vez había podido siquiera vivir sin ella y eso comenzaba a asustarlo. Sentía que poco a poco iba perdiendo el control de sus emociones, a la par que crecía su necesidad por ella.

Adoraba la forma en la que se retorcía de placer debajo suyo y el sonido de su nombre pronunciado entre gemidos cuando todo en ella estallaba. Lo volvía loco su sabor y la sensación de completo éxtasis que le provocaba estar en su interior. Amaba sus besos tiernos después del sexo y la timidez que la embargaba nada más terminar. 

Había comenzado a sentirse posesivo con ella. De hecho, la sola idea de pensarla con otro hombre lo desesperaba provocándole ganas de desfigurar a quien se atreviese siquiera a mirarla. ¡Dios! Tenía que controlarse si no quería enamorarse de ella. Eso, suponiendo que aún no lo estaba.

Tras su promesaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora