Entonces los músculos de mi cuerpo se congelan y detengo mi respiración. Levanto la vista, deteniéndome en el mango del cuchillo que está a escasos centímetros de mi mano cobre la barra de mármol blanca. El resalte me resulta tentador, como si me ofreciera el arma en bandeja de plata.
Escucho la negación brotando desde su garganta. "No tomes ese cuchillo".
—¿Quién eres? —pregunta con determinación. El glock de un arma de mano me desequilibra el pensamiento durante un segundo.
Me está apuntando con una pistola.
Suelto el lápiz y lo dejo sobre la repisa, moviéndome más lento de lo que es seguro. Trato de controlar mis piernas que comenzaban a temblar en un intento por no parecer oprimida. No demuestras que eres débil siendo la víctima. Ya bastante malo es que alguien te apunte a la cabeza.
El chico está recostado en el sofá y me apunta con la mano que no está sosteniendo su estómago. Me mira con los ojos abiertos de par en par, alarmado. Nervioso. No es una buena combinación para alguien que puede presionar el gatillo a señal de cualquier movimiento brusco.
—Tranquilo —susurro. Deslizo la mirada por el cañón de la pistola hasta su rostro pálido y enfermo—. No voy a hacerte daño.
De repente su semblante cambia, pasa a reprimir una sonrisa burlona. "¿Cómo podrías hacerme daño?"
Frunzo el ceño. Su gesto me ofendió más de lo que soy capaz de aceptar.
—Tu madre me envió —suelto de tajo. Su brazo pierde fuerza durante un nanosegundo. Se recupera antes de que siquiera pueda pensar en cómo quitarle el arma.
—Estás mintiendo.
Empiezo a perder la calma, hay demasiadas razones por las que podría matarme sin remordimiento. Una de ellas es, por supuesto, el equipaje que llevo cargando en la espalda. Yo misma mataría por los tesoros que una mochila de acampar tendría adentro. Comida, agua embotellada, quizá un arsenal. Las posibilidades de vivir aumentan cada segundo que pasa sin apretar el gatillo. Una razón en contra: he mencionado a su madre.
Hago un ademán con la cabeza apuntando a la bolsa de plástico.
—Te traje medicinas. Las necesitas para...
—Ya sé que las necesito —se apresura a decir, irritado. Ha empezado a sudar. Se agita cuando habla demasiado, entonces.
—Muy bien —canturreo, intentando persuadirlo—. Déjame ir. No voy a cruzarme jamás por aquí. Tengo un rumbo.
—¿Dónde está ella?
—Ella se... —me distraigo observando la culata que sobresale de su agarre, y sonrío levemente. No sabe que me di cuenta que el arma que tiene en la mano no lleva cartucho—. Ella está muerta —digo. Deshago la sonrisa rápidamente. Vaya. Eso no tuvo nada de tacto —. Lo siento.
Tomo el cuchillo y lo meto en la funda improvisada que sostiene una de las correas de mis botas.
Confundido, tuerce el gesto. No entiende por qué de pronto he ignorado que atenta contra mi vida de forma completamente directa.
Está en shock. Y no sólo el shock que implemento cuando veo una muerte horrible, sino un shock de verdad. Como si un completo extraño te hubiera dicho que tu madre ha muerto en un apocalipsis del que es imposible escapar.
Suspiro. Es mayor que yo, pero no puedo evitar mirarlo como a un niño que llora porque se ha perdido en el centro comercial.
Le quito el arma con tremenda calma, mientras se lleva la mano libre a su estómago para juntarla con la otra. Hasta este momento, que toma asiento otra vez en el sofá, miro la herida abierta que cruza en diagonal desde la pelvis hasta el principio de una costilla, a la altura el ombligo. Sus manos se manchan de sangre, me obligo a apartar la mirada ante la escena.
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LA PENURIA DE UN CONTINENTE
Science FictionDurante la catástrofe, a Inna Hagens sólo le interesa una cosa: Mantener a su familia con vida. Pero primero deberá reencontrarse con ella, atravesando obstáculos, secretos, sentimientos y creaturas que un día fueron seres humanos. Una pandemia mort...