Capítulo 1: Por la humanidad

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Trago sin prestarle atención al sabor amargo de mi café caliente. Me queda menos de la mitad de la taza, es media mañana y tengo que hacer que dure.

Hace cinco meses Andy habría tocado mi puerta con delicadeza para preguntarme qué me apetece desayunar o si voy a levantarme de la cama en ese año. Pero las cosas son muy diferentes ahora. No hay más hermana menor cariñosa de quien depender para no quedar en estado de coma por las mañanas. Hoy por hoy tengo que tomar cafeína para no dormir y estar más alerta.

Los últimos tragos que le doy a mi taza azul chillante son los más fuertes y sólo entonces caigo en la cuenta de que debí mover el líquido con la cuchara más veces para deshacer las bolitas de café.

Dejo la taza sobre la mesa y me aproximo a la ventana. Es tan vieja como la casa. El cristal está roto, recalcando que no soy la primera visitante. Me entran ganas de darme un golpe a mí misma mientras apunto mentalmente que debo revisar las instalaciones de la siguiente morada donde dormiré. También me dice que debo ser la última porque me hace vulnerable. Pasar una noche más aquí con esa abertura del tamaño de un niño pequeño sería el equivalente a dormir teniéndole miedo al monstruo que vive bajo tu cama y, aun así, dejar colgando tu brazo por un lado a propósito. Lo invitas a que te coma... o algo por el estilo. Comerme es lo menos que quiero que un monstruo haga conmigo en estos días.

Podría ponerle unas tablas. No, demasiado ruidoso. Quizá unas sábanas. Pero mis ganas e ideas para repararlo se van tan rápido como han llegado, me repito que estar moviéndome es mucho más seguro que quedarme en un lugar que bien podría ser el objetivo de una pandilla callejera.

Dejo por la paz el intentar encontrarle remedio a una ventana rota y vuelvo a la cocina. Hace ya un buen tiempo que no me tomaba algo caliente y descubrir que la estufa prendía fue un alivio anoche. Lo malo es que he usado ni último paquetito de café.

No encuentro más que sobras y restos de lo que fue una despensa muy bien abastecida en las repisas rotas sobre la encimera. Tomo dos atunes fríamente olvidados en una esquina del estante, los únicos que no están mordisqueados por ratones y encuentro también una botella de agua y chicles. Me preocupa no poder encontrar algo mejor antes de que mis reservas se acaben y tenga que recurrir a cazar algo en el bosque, porque tengo habilidad para cazar así como un ciego de distinguir colores.

"Vamos, vamos, vamos. Es sólo una semana a pie", me digo. Y obligo a mi imaginación ponerme a mi hermana frente a mí para repetir la misma frase y animarme.

Entonces me cuelgo la mochila en la espalda y abro la puerta principal. Afuera una ráfaga de aire fresco me da una bofetada directo en el rostro. Por lo menos así se siente. Mi cabello lo recibe, danzante. Mi padre me dijo una vez que si mantienes a tu corazón y extremidades calientes, todo tu cuerpo lo estará también. Por ello tengo una chamarra abrazando mi torso, un gorro color gris sobre mi cabeza y unas botas abrazando mis pantalones de mezclilla hasta la pantorrilla. Los guantes hacen falta, pero no puedes tenerlo todo en esta vida, ¿o sí? Si se tratara de eso entonces no estaría pasando lo que está pasando.

Pero tengo que contarlo desde el principio.

A una base militar se le ocurrió que sería una magnífica idea soltar un polvo radioactivo en el suroeste de Brasil para ver lo que ocurría en el medio ambiente y alrededores. Y a ese polvo radioactivo —que en realidad no estoy segura que lo sea porque los primeros días lo explicaron así en la televisión— se le ocurrió la magnífica idea de ser mortífero. Pero esa no es la peor parte. No te mata al instante, mata como el hambre lo hace. En una situación extrema, el hambre te hace querer comer lo que sea que esté a tu alcance, mientras tu cuerpo está, literalmente, comiéndose a sí mismo.

LA PENURIA DE UN CONTINENTEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora