Capítulo 3: Alimañas

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Comienzo a caminar mucho antes de ver perderse las luces traseras de la camioneta en la desolada autopista 280.

Mis músculos se acoplan otra vez a la carga llevadera que está montada a mis espaldas, hace un silencio tan denso que casi puedo escuchar mi corazón latiendo en la oscuridad del bosque. Bum, bum, bum. Se trata únicamente de mi corazón acelerado y no de pasos corriendo hacia mí, ¿verdad?

Fuera de la relativa seguridad de un auto en movimiento, justo aquí y justo ahora, me siento más vulnerable que antes. Yo misma he visto con mis propios ojos a los desesperados volverse completamente locos por el sonido, incluso si éste es tan pequeño como el de unas llantas recorriendo el concreto de una carretera.

Sé, de ante mano, que no tienen los sentidos súper desarrollados como cualquier ser fantasioso de algún cómic o serie de televisión. También sé que soy más valiente de lo que mi metro sesenta y cinco aparenta. Y sé que, con un poco de habilidad y tiempo para pensar, podría lograr escapar de algún suceso que atente a mi vida.

Pierdo la cuenta de cuántos autos abandonados he dejado atrás durante mi caminata sigilosa a la ciudad. He perdido la cuenta de cuántas veces me he escondido a un costado de uno de ellos cuando escucho un movimiento ajeno al de la flora o fauna animal.

Me reprendo por tercera vez desde que Alex se marchó, el por qué, en el infierno, no llené mi mochila de provisiones estando en la casa. También me pregunto por qué no me ofreció unas cuantas estando en el auto si llevaba su mochila llena.

Deshago del pensamiento. Un olor a muerte me distrae, obligándome detenerme un segundo antes de emprender camino otra vez. Había escuchado rumores acerca de que las grandes ciudades huelen a putrefacción a kilómetros de distancia, pero no quería creerlo. Necesito taparme la mitad de la cara con una tela mojada pero dispersar el olor.

La luna, que ha sido la única compañía que se siente certera desde que el caos comenzaba, me ilumina el camino hacia los edificios lejanos de San Francisco.

Nunca hubiera imaginado que la vida era bastante fácil entonces, cuando me quedaba hasta tarde hablando por teléfono con Kiara Hale desde mi habitación con vista al magnífico puente característico de la ciudad, mirando las noticias al mismo tiempo que me quejaba por odiar el instituto al que acudía. Gracias a una beca de parte del oficio de mi padre, asistía a un colegio privado. Hoy, bromeando muy a solas conmigo misma acerca de ello, podría apostar que casi todos están muertos ahora mismo. Ellos no sabían lo que era trabajar para ganarse la vida. No sabían, tampoco, mucho acerca de lo dura que se puede poner la vida a veces. ¿Podrían ellos ser parte de los sobrevivientes, si algunos apenas se preparaban el desayuno en las mañanas? ¿Si algunos ni siquiera lavaban su propia ropa?, ¿Si algunos no eran conscientes de la gravedad del asunto?

Cuando mi padre se fue con el batallón 401, semanas después anunciaron en las noticias la posible contención del virus en américa del sur. Ni siquiera había llegado a México todavía. Podría controlarse. En ese momento nadie podía salir del país, pero eso no impedía la movilidad dentro de éste.

Tuve que rogarle a mi madre para dejarme viajar a un pequeño pueblo de California a visitar a mi mejor amiga Kiara. Le dije que sería algo rápido, que la extrañaba demasiado. Usé la sucia jugada diciéndole que no me sentía a gusto en el colegio donde me metieron.

Ella accedió y sé, por sobre todas las cosas, que esa fue la decisión más errónea que pude haber tomado jamás. No me imagino el horror de mi madre al enterarse que las autopistas estaban cerradas por el tráfico, que los vuelos estaban a tope y lo único seguro era quedarse en casa hasta que el peligro pasara.

LA PENURIA DE UN CONTINENTEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora