Capítulo 5.
—No, no es lo que estás pensando. No somos unos animales —dice el hombre enseguida, luego de que mi cara se haya desfigurado en un ceño fruncido, dudoso, incierto—. Y ciertamente tampoco somos algún tipo de cárcel en la que debas estar sólo por haber caído en nuestra zona.
El alivio en mi rostro debe ser tan notorio que el hombre sonríe. Ha ganado y su orgullo ha salido victorioso esta vez.
Un destello de alivio me invade, ese alivio que sientes cuando tienes la sensación por primera vez en mucho tiempo de no estar en peligro tanto física como mentalmente.
—Qué conveniente de tu parte —apunto.
—¿Verdad que sí? —concuerda él—. Imagina lo costoso que sería mantenerte capturada. Éste sería el peor hotel que haya existido jamás y yo, ciertamente, el peor encargado.
—Pero esto no es un hotel... ¿cierto?
—Efectivamente, Inna.
Repite mi nombre y esta vez encuentro empatía en su voz. Caigo en cuenta, también, que no sé su nombre.
—¿Cómo te llaman? —inquiero—. ¿El jefe?
—Todos aquí me llaman Trey —dice—. Ven por aquí.
A Trey le basta con tocar la puerta dos veces seguidas para que ésta se abra en un santiamén. El guardia, que no es más que un chico de mi edad enfundado en un mono negro y portando una escopeta lo saluda con un asentimiento de cabeza y Trey responde con uno igual. Recibe de él una chaqueta verde militar y se la pone encima. Al parecer sí, estaba en un descanso cuando llegué.
—Este solía ser un edificio abandonado de departamentos y oficinas mucho antes que comenzara la pandemia —comienza a contarme y me pregunto por qué de pronto me tiene tanta confianza. ¿Es que me veo tan poco amenazante para él que no le preocupa revelarme la historia de su resistencia? —. Yo era el cuidador. Cuando comenzó todo a hacerse más grande, he conseguido y colocado todas las tablas que ves en cada ventana. Al principio mi despensa era lo suficientemente extensa para vivir un año, solo y sin necesidad de salir.
—Qué inteligente... —se me sale decir. En realidad, lo estaba pensando, pero me da igual que me haya escuchado.
—A una semana del encierro yo estaba lejos de volverme loco. Me mantenía ocupado y entretenido todo el tiempo, incluso cuando la televisión dejó de funcionar —continúa—. Un par de chicos entraron sin vandalizar, escondiéndose. Ahora mis dos manos derechas. Con ellos aprendí que la unión hace la fuerza. Con un poco de esperanza y experiencia construimos lo que ahora es Berstec.
—¿Berstec?
—Fue sugerencia de uno de los chicos, sólo por ponerle un nombre al lugar—dijo, aminorando la importancia del tema—. El punto es, Inna, que todo lo que ves ahora mismo —susurra para mí, mostrándome frente a nosotros el comedor donde se aglomeran de quince a veinte mesas llenas de personas teniendo una comida. Niños, adolescentes, jóvenes adultos, personas de la tercera edad—. Todo esto, Inna, no podría lograrse sin nosotros mismos.
De alguna forma me encuentro con la situación tocándome el corazón de una forma tan inesperada que me estremece. Hay ruido. Risas. Gente. Es como si el continente volviera a la normalidad. Mis ojos no pueden evitar barrer el lugar en busca de dos personas.
—¿En qué piso estamos? —tengo que preguntar ya que tantas voces hablando al mismo tiempo sin miedo a ser escuchadas, me intrigan demasiado.
—Piso ocho —responde.
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LA PENURIA DE UN CONTINENTE
Science FictionDurante la catástrofe, a Inna Hagens sólo le interesa una cosa: Mantener a su familia con vida. Pero primero deberá reencontrarse con ella, atravesando obstáculos, secretos, sentimientos y creaturas que un día fueron seres humanos. Una pandemia mort...