Al día siguiente, con los primeros albores, renació en la finca de Juan la actividad de los
trabajos.
La mañana humedecía la tierra con gotas trémulas y preparaba en el cielo, con variedad
de colores, la imperial recepción del sol. La temperatura era fresca, y las humedades del
alba, fecundando bosques, les daban alientos para la nueva jornada, encendiendo el color de
las flores, vigorizando el verdor de las hojas, irguiendo la esbeltez de los tallos, invitando a
la magnífica cloralia de los campos a lucir al sol las opulentas galas, a entregarse al
fraternal comensalismo de las plantas. La navidad serena, siempre serena del día, sonriendo
sobre las colinas y los valles. El eterno impulso volteando la rueda de la vida con la
constancia aviterna del infinito.
Los trabajos de la granja se reanudaban. Las brigadas de obreros movíanse con cierta
prisa que estimulaba el mayordomo, como si la interrupción de la noche hubiera
perjudicado los cultivos, como si la intercepción de las horas dedicadas al sueño hubiera
atrasado la fructificación de los cafetos. Montesa, el mayordomo, les empujaba: a los de la
sierra les hablaba fuerte, porque era preciso que las tablas desgajadas de los gruesos troncos
fueran homogéneas, sin remates deformes y de la longitud exigida; y ellos, protestando y
prometiendo, se perdían por los repechos en busca de los despeñaderos en donde se
levantaban los árboles condenados al hacha; a los de la recua que conducía semillas de
bananos y espiguillas de café les recomendaba premura para que llegaran en breve al
terreno ahoyado en donde debían sembrarse, pero esa prisa sin apurar las pacientes mulas
con latigazos inútiles y sin abusar del hercúleo burdégano, capaz él solo de sustentar la
carga de tres bestias; a los camineros les increpaba la torpeza con que hicieron el trabajo
anterior, y soltando cuatro ternos les lanzaba al rostro la brutalidad cometida al arrojar
pedruscos arrancados para hacer caminos sobre los cafetos de la margen, tronchando tallos
preciosos que por esa causa tenían que ser resembrados; luego tocaba a los carpinteros, a
quienes reñía por la pobre tarea de la anterior semana. Sí, allí todos eran para Montesa unos
zánganos, unos perezosos, que no tenían ni ojos ni trino y, muchas veces, ni buena
intención.
Aquel Montesa era criollo, compatriota de la turba de pálidos que preocupaba a Juan del
Salto; pero tenía historia de hombre que anduvo el mundo. Cuando chico, bajaba con
frecuencia al llano, en donde estaba situada la población cabeza de partido. Desde las
cumbres había visto muchas veces, allá, hacia el sur, un lampo marino, una franja de plata
en donde el sol producía los incendios del mediodía. Pudo con frecuencia contemplar
aquella superficie extensa, distinta de la tierra, que se perdía a lo lejos, en el país de los
misterios, en los horizontes de lo desconocido. Mas el día en que, bajando al llano,
contempló el mar desde la orilla, quedó suspenso, mudo de asombro, embargado por la
emoción inesperada, como aquel que formándose determinada idea de algo palpa en la
realidad cosa distinta. Contempló por primera vez el océano echando la cabeza hacia atrás,
irguiéndose para alcanzar más lejos, respirando con ansia la marina brisa. Montesa quedó
aquel día esclavo del infinito. El espectáculo del mar fue desde entonces el deseo de sus
horas de asueto, el pretexto para sus fugas de muchacho, el tema de sus ponderaciones y de
sus cuentos, relatados en cuclillas a los demás flacuchos del monte. El mar le parecía
grande, hermoso... A su imaginación sin cultura le faltaban puntos de comparación en la tierra, y los buscaba en el cielo, pensando que la enorme superficie de agua era tan grande
como la techumbre celeste. El mar fue para Montesa algo que se desea, algo que
sugestiona, algo que se sueña. Un día bajó al llano conduciendo, con otros campesinos, una
recua cargada de frutos, y no volvió al monte. Su familia supo que había resuelto dedicarse
a las labores de otra especie, y con indiferencia musulmana le olvidó pronto.
El chico, en tanto, recorrió una gama: sirvió de palafrén, de mozo de caballería, de
criado de tienda, y en mil oficios más.
Al fin, ya más mozo, logró que le dieran trabajo como cargador de muelle, y desde aquel
día, en la carga y descarga de los barcos, en la estiba de los almacenes y de las bodegas o en
el remo de los botes y la percha de las lanchas, ya no pensó en tierra adentro, ya no se
acordó de la selva nativa; el mar, su amo, estaba allí, cautivándole con sus murmullos y
embriagándole con sus espumas.
Otro día, el capitán de un barco anclado en el puerto fue conducido a tierra gravemente
enfermo. Se necesitó un enfermero, un criado a prueba de sueño, y Montesa fue elegido.
Algunas semanas después, el capitán, ya curado, experimentó esa generosidad expansiva
que se apodera de todos los que escapan de un gran peligro. ¡Ah..., bueno era aquel
muchacho! El marino propuso a Montesa pidiese el premio de sus servicios, y el enfermero
planteó el problema que le ocupaba el pensamiento: partir, ser marinero, navegar, arrojar la
punta del cigarro en alta mar.
Y a poco, el reconocido capitán llevose al criollo a tierras lejanas. El primer viaje fue
penoso: pusiéronle a prueba la horrible enfermedad del mar en el Canadá: un frío espantoso
estuvo a punto de helarle la sangre en las venas.
Este noviciado fue breve; al poco tiempo, sobre su juventud, que empezaba,
reaccionaron las fuerzas, y fue curioso verle crecer y redondearse, adaptándose al nuevo
medio, amoldándose a la nueva vida y transformando la pobreza fisiológica de sus primeros
años en gallarda robustez, caldeada por lozana ebullición de glóbulos rojos, que, como si
hallasen estrechas las arterias, parecían quererle saltar por el semblante.
El criollo, a fácil precio, cambió de temperamento. El privilegio climatérico grabó en él
su signo sonrosado y el ser condenado a la enfermedad quedó convertido en tipo apto para
el cruce selectivo de su especie. Luego, en su nueva vida, vinieron otros vaivenes. Viajes a
la zona tórrida, largas navegaciones a Australia, travesía al África: una vida marinera que le
saturó del oxígeno de las cinco partes del mundo. Del primitivo barco pasó a un vapor
mercante; de éste, a otro; luego, cambiando con frecuencia, navegó sobre cien quillas.
En tanto, pasaron años y Montesa cumplió cuarenta. Entonces una idea fija, que desde
hacía tiempo le preocupaba, tomó cuerpo en su imaginación: el suelo nativo. Era como un
ansia secreta: ni hambre, ni sed, ni dolor; una sensación especial, muy honda, con sabor de
pena íntima, con vaguedad de melancolía. Era que el recuerdo encendía lucecillas para que
pudiera contemplar los días de la infancia; y Montesa, dominado por la intensidad de aquel anhelo, no pensó en otra cosa que en retornar a la colonia. Contó sus ahorros, que le
cupieron en la petaca; combinó el regreso, y, al fin, volvió a su montaña.
Cuando sus antiguos camaradas le vieron, le consideraron un ser extraño. Un hombretón
fornido, tostado, rollizo, con la cara llena de pelos, y de tan recia musculatura que podía
derribar de una puñada a cualquiera. Los campesinos se extasiaban contemplándole y, sobre
todo, oyendo sus relatos. Al fin llegaron a respetarle como a un ser superior, y se
regocijaban cada vez que le oían decir palabrejas de extraños idiomas, rogándole que
repitiese aquel yes, aquel sapristi y aquel contundente god damn, que les hacía desternillar
de risa.
Después de su regreso, Montesa construyó una casita... Una casa con techumbre de cinc,
con pavimento de madera, con paredes herméticas, con aldabas, con picaportes y con
llaves. Todo en pequeño y humilde, pero todo lo racionalmente necesario para hospedar
seres humanos.
Con la modestia que le permitió la escasez de su erario, puso casa, halagándole con una
cama, la ropa necesaria, media docena de sillas, otra media de platos, y la vajilla
imprescindible para salcochar con decencia los alimentos.
Terminado el nido se casó: una moza del valle le abrió los brazos, y santamente les unió
el cura en la vecina parroquia. Desde aquel día, a trabajar: ella, al hormiguero doméstico; él
al monte. A sus buenas condiciones debió el puesto que ocupaba; Juan del Salto le atrajo, le
encaminó en el aprendizaje del nuevo oficio, y muy pronto llegó a ser en la finca el hombre
de confianza. En tanto, allá, en la casita, cada año nacía otro Montesa...
Más de una vez, Juan había reñido a Montesa por su dureza al tratar a los campesinos.
No; era preciso ser condescendiente, ser amable. Mas él no entendía de pamplinas. Buena
hubiera ido la cosa si a bordo de los barcos hubiera el capitán guardado el rebenque en la
gaveta. No, señor; palo, mucho palo. Así se impulsa a la gentuza.
Juan le advertía que aquel rigor era inhumano, que nadie tenía derecho a atropellar al
prójimo atacando los derechos del ciudadano libre, intentando convencerle, además, de que
una cosa era la cubierta de un barco y otra las vertientes de los montes. Pero Montesa no
entraba en vías de convicción: era rudo, agrio, dado a blasfemar y a considerar a los obreros
como bestias sólo obedientes y sumisos bajo el estímulo del castigo.
A los obreros, más de una vez, ocurrió la idea de darle un manteo. Pero ¿cómo? Aquel
diablo tenía en cada bíceps un yunque, en cada puño un martillo y en cada pierna un batán
muy capaz de dar a probar, en momentos dados, el rey de los puntapiés. Se resignaban,
pues, ante la fuerza física, ante el despotismo de una voluntad más fuerte. Si alguien pensó
enconado en la traición, tembló ante la posibilidad de un descalabro en que, descubierta
aquélla, le apretasen con estranguladora rabia aquellas manazas...
En su hogar, Montesa era otro hombre. Su mujer le parecía la mejor de la comarca; sus
hijos recibían mimos de nodriza. Allí todo el mundo andaba vestido, calzado. ¿Qué es
eso?... ¿Andar desnudos los chiquillos? ¡Valiente cochinada! En ninguna parte del mundo había visto él tales miserias. Era menester que los chiquillos tuvieran zapatos o alpargatas,
y acudieran a la escuela rural, y aprendieran a leer, para que no les pasara lo que a él, que
aprendió el abecedario ya viejo y cuando le era más difícil que anudar un cable o recoger
una driza. En casa de Montesa había orden, método, horas fijas, ropas en los lechos, lumbre
en la cocina. Una casa, en fin, pobre, humilde, pero que tenía cabeza y pies, y donde podía
el anfitrión asegurar sin mentir: «ésta es mi casa».
Tales circunstancias afirmaban la superioridad de Montesa sobre las gentes de la
montaña, y éstas gustaban de congraciarse con él, mientras en las alternativas y dificultades
surgidas en los trabajos le oían decir con frecuencia:
-¡Arre allá!... ¡Gaznápiros!... Sois unos hueleflores...
Aquella mañana, con su acritud habitual, repartió los trabajos, y cuando todos los
campesinos desfilaron, montó en un caballejo escuálido y fuese tras ellos.
Algunas mujeres de las que vivían en las casitas cercanas a la granja comenzaron a
discurrir por la explanada en donde estaban situados los establecimientos. Algunas bajaban
al río llevando en la cadera una hoja de palma seca y acanalada, y en ella montones de ropa
sucia que debían enjabonar en la corriente. Otras buscaban astillas de leña para avivar los
hogares: tres piedras ahumadas bajo un cobertizo de paja abierto a todos los vientos, y
sobre las piedras un caldero orinoso y quemado.
Otras mujeres regresaban de la tienda de Andújar con las vituallas para la colación del
día: cuatro piltrafas compradas por algunos centavos o nada, a cuenta de los trabajos que
los maridos y los hijos debían hacer en la semana. Otras, sentadas en los umbrales, lactaban
niños pálidos, o desgranaban maíz, o apilaban judías, o, en grandes morteros, trituraban
café hasta convertirse en polvo grosero; y todo aquel conjunto de seres tenía impreso en el
semblante un extraño tinte de pesadumbre que hacía más ostensible el contraste de las
sonrisas.
De pronto, una viejecita muy menuda, de facciones afiladas y extraordinaria flaquencia,
apareció en la explanada.
-Vieja Marta -gritó una mujer que mondaba patatas sentada sobre un trozo de madera-,
vieja Marta, venga usted a contarnos la historia del domingo...
¡Aquí lo hemos sabido todo!
-Cállate tú, indina -repuso la viejecita-; buscan reírse a mi costa..., ¿verdad? Lo que
deben hacer es prestarme un machete y dejarme cortar unas rajitas de leña.
-Aquí hay un machete -dijo otra-, pero venga el cuento. ¿Quién le pegó a usted el
pescozón?
-Algún... siniquitate...
¿Es verdad que le arrancaron el pañuelo del moño?
-Los ojos le hubiera yo arrancado... Pero mira, hija, aquel muchacho, mi nieto, no tiene
botones en la camisa. Mira, por vida tuya, si me encuentras uno, aunque sea viejo. Anda, lo
necesito.
-Bien, vieja Marta, aquí está el botón; pero vamos al cuento. ¿Es verdad que Montesa
barrió a puntapiés la jugada?
-Ésos son abusos... Yo pasaba casualmente por la orilla de la quebrada, y si no ando lista
me atropellan... ¡Ah!, también necesito un manojo de tamarindos. Son para una purga,
¿sabes?
-Pero parece imposible que entre tantos hombres no pudieran darle a Montesa una
pescozada.
¿Montesa? ¡Pobre del que le busca bulla a Montesa! ¡Y miren que ese Deblás es
atrevido!... Pero ¡ca!, se achicó y no hizo frente al otro. ¡Y qué patada me le dieron a
Gaspar! Me alegro, para que no sea tan canalla...
-¿Y a usted qué le hicieron, vieja Marta?
-Vamos, no me embromen más: ustedes no respetan a los viejos... Hombre, ahora que
me acuerdo; allá dejé en la quebrada una ropilla sucia, si me dieran ustedes un cachito de
jabón se lo agradecería...
Las mujeres reían celebrando los visajes de la vieja. Todos los días la misma visita,
todos los días la excursión matinal de Marta, recogiendo piltrafas y amontonando
menudencias que otros tiraban, para pasar el día lo más económicamente posible. Era la
avaricia husmeando el ahorro, removiendo lo inútil para obtener el beneficio barato o
gratuito. Pedir, eternamente pedir, presentando como pretexto aquella vejez decrépita y
aquellos cabellos blancos, que no inspiraban veneración. En tanto, algunos quintales de
café que ella misma, en su pedazo de tierra, cosechaba, y ella misma descortezaba, y ella
misma tendía al sol, y ella misma secretamente vendía, desaparecían convertidos en dinero,
sin que nadie supiera su paradero y sin que, ni en el vestido ni en la casa, ni en el
hambriento aspecto de su nieto, dejaran huellas. Su avaricia era sórdida, anhelosa, capaz de
llegar al crimen. El huevo abandonado por una gallina en una umbría del monte, ¡qué
fortuna!; el arroz o el azúcar escapado de un saco roto al transitar por el camino las recuas,
¡qué hallazgo!, los bananos regalados en el vecindario, ¡qué ventaja! Era la enfermedad
ansiosa del acúmulo, la locura febril del botín.
Vivía cerca del río, en un predio de su propiedad, de algunos metros cuadrados, en una
choza miserable y bajo la poética sombra de un cerezal que ella no merecía. En su soledad,
sólo un nieto la acompañaba: un niño de catorce años, de atrasado desarrollo, que parecía
no rebasar de los seis. La buena abuela le mataba de hambre; cuando se es pobre, es
menester acostumbrarse a la necesidad, porque dondequiera está Dios. Con algunas
verdurillas y un poco de salazón los domingos, cualquiera vive y engorda. Lo importante era aprender a trabajar y ser económico. Cuando hay sol se quita uno la camisa y los
zapatos, que son cosas inútiles que no sirven más que para tropezar. Luego, a los animalitos
se les debe cuidar, aunque sea quitándose uno el alimento de la boca y dejándole algunas
migajas al pobre cerdito y a las pobrecitas gallinas. De ese modo se aprendía a ser caritativo
y no se acostumbraba el estómago a malas mañas.
El escuálido nieto vivía del aire, sujeto a la mísera ración que aquella ancianidad inicua
le escatimaba. Las gentes aseguraban que Marta enterraba su dinero: el producto de sus
cosechas, de los huevos y gallinas que vendía, de los cerdos que beneficiaba, de los líos de
ropa que lavaba... Cien caminos distintos le servían para llegar a la ganancia, y esa
ganancia desaparecía como por encanto por algún agujero del bosque. Y así, merodeando
siempre, barría los miserables despojos abandonados por la turba campesina.
Un día pasó Marta un gran susto. Había ya anochecido, y todo en la choza se disponía al
sueño. Habíanse colocado las gallinas en la más alta rama del árbol más cercano; habíase
atado al cerdo a uno de los débiles estantes de la cabaña; habíase apagado el rescoldo del
hogar; y, por último, como escudo contra las asechanzas de afuera, habíase colocado la
gran hoja seca de palma, que hacía, con impenetrabilidad de criba, el papel de puerta. Todo
estaba en silencio, el nieto dormía en un rincón el hambre del día, mientras la abuela,
acurrucada en una hamaca, sentíase ya presa de la modorra del sueño.
De pronto oyéronse pasos, y la hoja de palma crujió. Marta levantó asustada la cabeza y
husmeó con recelo.
-Buenas noches -dijo una voz desconocida.
-¿Quién está ahí? -contestó ella.
-Soy yo.
-¿Yo?
-Abra usted y déjeme entrar para dormir ahí dentro.
-¿Y quién es usted?
-Un hombre que usted no conoce; un hombre que no le hará daño si usted es caritativa
con él.
La vieja estaba desolada. ¡Dios mío! ¡Dar hospitalidad, hospitalidad a un desconocido!
¿Cómo hacerlo cómo hacerlo? Ella tenía en su conciencia la necesidad de rescatarse. Su
tesoro estaba en el monte; pero ¿quién podía responder de que, asida por la garganta, no la
obligaran a descubrir el escondite? ¿Cómo eludir el peligro? En tanto, la voz continuó:
-Abra usted y no tema. Un rincón me basta para acurrucarme, y con el alba me
marcharé.
Es que yo no le conozco a usted.
-Mejor es que abra y no me obligue a derribar de un puñetazo el tabique -añadió el de
afuera, ya impaciente.
-Bien..., bien; ya va.
Y Marta abrió.
Al fulgor de un cielo estrellado vio a un hombre joven aún, pero de mala catadura y
haraposo traje. El desconocido penetró de un salto en la casa, que se tambaleó como barca
movida por las olas. Después, palpando en la sombra, se acostó junto al nieto, que se
revolvía en el pavimento sobre un revuelto montón de trapos viejos. Marta, llena de miedo,
procuró congraciarse con su huésped:
-No; yo no niego posada a los infelices; pero como nadie lleva escrita en la frente la
hombría de bien...
-De mí no tema usted nada.
-Pero ¿quién es usted? Yo no me acuerdo haberle visto nunca en el barrio, y aquí yo
conozco a todo el mundo.
-Hace tres meses vivo en estos lugares. No en los caseríos, ¿oye?, sino en el monte.
-¡En el monte!...
-Sí. Ando con cien ojos, sacándole el cuerpo a la justicia. Yo supongo que es usted una
buena mujer y no venderá...
-¡Ah!... Eso no...
-...Yo soy desertor de presidio.
Marta sintió que la mano del miedo la acariciaba el vientre. ¡Un desertor! ¡Un criminal
que merodeaba por los cerros, sabe Dios con qué intenciones!
-Pero yo no hago mal a nadie. Sólo en el caso de que quisieran perseguirme y
entregarme sería capaz de ofender a otro.
-¿Y por qué le llevaron a presidio?
-Ésa es historia vieja. Un día se me subió la bebida a la cabeza, reñí con otro hombre y
lo maté. Fui preso y condenado a doce años de presidio. Primero estuve a punto de morir de
rabia; después, me propuse aprovechar una ocasión... Llegó al fin. Nos llevaban a trabajar a
las obras de una carretera, y en un momento bien aprovechado le metí la cabeza al monte.
He recorrido, huyendo, toda la cordillera hasta que llegué a estos lugares en donde tengo un pariente. Comí frutas del monte y pedazos de bacalao que me daba la caridad de los vecinos
que iba encontrando en el camino. No sé adónde voy, ni lo que será de mí. No tengo casa ni
me atrevo a bajar al llano: sé que me persiguen. Ya sabe usted mi historia. Hoy me sentí
enfermo, mi cuerpo temblaba con las lloviznas y sentí que me desmayaba. Bajé por esa
vereda y encontré este bohío. Después, gracias a su caridad, aquí estoy, y ya me siento
caliente y repuesto. ¡Dios le pague, buena vieja, el bien que me hace!
Marta escuchó el relato con los ojos muy abiertos. Si aquel hombre abrigaba traidoras
intenciones, no la sorprendería dormida.
Conocedora de los rincones de la casa, alcanzó en la sombra el mango de una azada
vieja y le atrajo hasta colocarlo previsoramente a su lado. Si el desertor hacía el más ligero
movimiento sospechoso, ella se sentía con fuerzas para hundirle el cráneo al primer golpe.
Así, sin dormir, pasó la noche, mientras el prófugo roncaba tranquilamente.
Muy temprano cambiáronse algunos cumplidos. Marta agradecida de su huésped,
porque había dormido sin malas intenciones, se dignó magnánimamente partir con él el
borroso café. Aquella mañana el nieto alcanzó poca dosis del desayuno. El desconocido se
despidió dando las gracias.
-Yo no olvidaré su caridad -dijo-. Si alguna vez me necesita usted, puede contar
conmigo. ¿Cómo se llama usted?
-Me llamo Marta. ¿Y usted?
-Yo... -contestó el otro receloso y mirando a todos lados-, yo me llamo Deblás.
Y desapareció en el bosque, llevándose el gran peso que su presencia había acumulado
sobre el ánimo cobarde de Marta.
En aquella otra mañana, las mujeres de la granja de Juan del Salto rieron mucho tiempo
a expensas de la avara, suministrándole, en lo posible, los cachivaches que con voz
estudiadamente amable les pedía. Acostumbradas a sus diarias visitas, se la consideraba un
ser digno de lástima, aunque a veces le echaban en cara su avaricia y su crueldad con el
nietezuelo.
Todavía hubiera continuado por más tiempo la juerga bromista si por la vereda que
conducía a la explanada no hubieran aparecido dos jinetes.
Caminaba delante el padre Esteban, cura de la parroquia, que recogidos los hábitos hasta
el arzón, mitad cura, mitad seglar, dejaba ver las piernas, forradas por las botas de montar.
Seguíale Ciro, montado en una mula aparejada con inmensas albardas que casi ocupaban el
ancho de la vereda.
El padre Esteban, en funciones de su ministerio, recorría con frecuencia las montañas.
Era un hombre de cincuenta años, de genio muy vivo y complexión enérgica. Cosa corriente era verle aparecer por los cerros inesperadamente, cuando algún campesino,
queriendo reconciliarse con la fe, le llamaba a su lado.
En aquella ocasión andaba por el barrio desde la tarde anterior. Hizo noche en una
cabaña, y viniéndole de paso, quiso, de regreso, entrar en la granja de Juan.
Juan y él se entendían perfectamente. Ambos amaban la investigación, y con gran
facilidad se enmarañaban en arduas y apasionadas discusiones.
El padre Esteban era un carácter abierto, franco. Su condición de sacerdote no había
logrado imponerle esa solemnidad amanerada en que a algunos de su ministerio les gusta
mostrarse, como si fueran hombres distintos, naturalezas más perfectas, seres óptimos. No;
el padre Esteban se pirraba por un buen vinillo; fumaba, si podía, buenos vegueros y
comprendía con instinto esencialmente humano que unos ojos negros de mujer hermosa
pudieran empujar a ciertos pecadillos. Era, en suma, un carácter alegre, expansivo, al
alcance de todo el mundo, sin que esto excluyese alguna que otra exageración genial, con la
que probaba en determinadas ocasiones que no era tan oveja como pudiera aparecer, y el
natural apegamiento y convicción en asunto de culto. Su amistad con Juan, íntima e igual,
venía de viejo, amistad que conoce los rincones de la casa amiga, los secretos de todos los
parientes. El padre Esteban llegaba siempre allí con la familiaridad de quien conoce bien el
camino.
Ciro, el hermano menor de Marcelo, había sido enviado el día anterior al poblado. Todas
las semanas solíase enviar un emisario listo para llenar competencias necesarias al servicio
de la granja. De regreso, Ciro, muy de mañana, encontró en el camino al padre Esteban, y
siguiendo sus huellas llegaron juntos a la finca.
-Buenos días -decía pocos momentos después Juan al padre cura-, ¡buenos días!
Dichosos mis ojos que le pueden ver tan fuerte como siempre y tan diestro en este afanoso
repechar de las montañas.
-Hombre, no va mal. Ayer tarde, por ahí, por esas abras, agonizaba un infeliz. Me quiso
a su lado (cosa que va siendo rara entre estas ovejas sin ato), y yo cumplí a su cabecera mi
divino oficio. Pero anoche no pude regresar: era muy tarde. Dormí allá arriba, ¡qué sé yo
dónde! En casa de un saltamontes, a juzgar por lo escabroso de su vivienda. Siempre fue
misericordia el darme donde dormir, ¿eh?, pero ¡qué noche, amigo! ¡qué noche! Me
chupaba los dedos de frío.
Y el padre Esteban refirió los detalles de la noche en la selva. Tuvo que dormir vestido y
con botas para defenderse de los helados hilos de aire que por los intersticios del tabique se
filtraban como soplos misteriosos. Juan reía y protestaba. El padre Esteban debió hacer
noche allí, en su finca, en donde hay hogar hermético y frazadas capaces de hacer sudar a
un carámbano. Mas el sacerdote no era hombre exigente; llegó la noche, le sorprendió entre
dos barrancos, y por allá pernoctó tan santamente. Ahora la cosa variaba, hacía buen día y
no eran grano de anís las millas que había que correr hasta llegar a la feligresía. Por lo
tanto, se le impuso la necesidad de un buen aperitivo como avanzada de un mejor almuerzo.
Juan se dispuso a complacer sus deseos. Bebieron un moscatel que, aunque muy
alcoholizado, pasaba por bueno en la comarca. Y así, en cordiales expansiones, esperaron la
hora del almuerzo.
Como siempre sucedía, la conversación recayó en el tema predilecto. Las cosas de la
vida, el estado social de la colonia, la miseria pública, la nerviosidad de las costumbres, la
necesidad de una gran espumadera que depurase el corrompido monstruo de las
cordilleras...
-Y la única depuración posible -decía el sacerdote con tono convencido-, lo único que
puede sanear este osario de vivos es la fe. Sí, la fe, que llena de salud el gran pulmón del
mundo; la sublime fe, que redime a los esclavos del espíritu. Es preciso que este montón de
ilotas levante la cabeza y vea detrás de esa bóveda azul la felicidad suprema de otra vida.
¡Que crea en Dios, hombre, que crea en Dios! Porque aquí no se cree en nada, aquí no se
espera nada. Esta gente vive muriendo, acabándose poco a poco a cambio de placer, como
la piel de zapa de Balzac...
Juan sonreía, haciendo movimientos negativos con la cabeza. Como de costumbre, la
gran cuestión estaba planteada. El padre Esteban, empeñado en salvar la sociedad
arrastrándola en el carro de las creencias. No; aquello era volver sobre lo mismo: encerrarse
en el secular círculo vicioso de todos los escolásticos. Para creer es menester reflejar sobre
la materia organizada el haz luminoso de ideas que inspiran las creencias, es menester
digerir esas ideas en el admirable estómago perceptivo del cerebro, transformándolas
después en juicios justos, serenos, sensatos, razonables. Y el cerebro de aquellas gentes
precedía doliente a las enfermizas reacciones de un cuerpo herido de muerte. ¿Cómo,
entonces, pedirles aquella soberbia digestión del pensamiento para forrarles el cuerpo de
convicciones inconmovibles capaces de resistir las luchas contra el genio del mal?
El padre Esteban escuchaba con impaciencia.
-No -decía-; ¡error! ¡error! y ¡error! La fe no necesita ese flujo de ideas que la filosofía
profana exige como condimento irreemplazable de sus manjares. Para creer basta con creer.
Que suene la campana de la iglesia, que el ruido se desdoble con vibración mística y
abarque los horizontes; que llegue del llano a la cumbre; que suba como onda suave y
penetre en todos los hogares y llegue a todos los corazones, y todos los corazones
experimenten la emoción del humilde ante el grande: eso es fe. Que se ilumine el altar; que
irradien fulgor cariñoso los cirios; que se desprenda el aroma del incienso; que los fieles
sientan el poderoso atractivo de la dicha entrevista y lleguen y se prosternen y oren: eso es
fe. Que la palabra de Dios acaricie como mano maternal, desde el púlpito, las cabezas
dobladas de los devotos; que explique en olas de elocuencia los sagrados misterios de la
iglesia; que se desgranen sobre el concurso, como bendita simiente, las leyes religiosas, y
ese concurso escuche, y se conmueva, y rece contrito, y aspire al perdón de sus culpas: eso
es fe. Y no lo dude usted: eso salva las clases y regulariza el mundo, y en estos montes
llenos de parias haría levantar una clase regulada, ennoblecida por el trabajo y la redención.
Pero no... Suena la campana, y como quien oye llover; se ilumina el altar y abren con
estupidez la boca para seguir las espiras humosas de los cirios; habla el sacerdote desde el
púlpito, y por un oído le entran y por otro le salen las palabras. ¡Hay que insistir, hay que luchar! Fe, y sólo fe, puede salvar esta generación de fantasmas, sacándola de la alberca en
que se revuelve.
Juan negaba, interrumpía al padre Esteban, trataba de probarle que no era posible tan
honda influencia en las prácticas religiosas. Las religiones positivas eran efluvios efusivos
del sentimiento, que, cuando no perfección más absoluta, necesitaban, para nacer en el
hombre, que éste tuviera organización nerviosa para determinarlas. Además, pueblos
enteros exagerando los sentimientos religiosos habían caído en la superstición,
estacionándose en la ignorancia. Él consideraba anacrónicas tales filosofías. Decía que los
tiempos son hoy de análisis, de amplio examen, de libre crítica; que era menester investigar
en los horizontes, porque lo mismo los fenómenos físicos que los morales se encadenan y
gravitan entre sí como los astros.
El padre Esteban alzaba la voz, discutiendo con calor. Aquello era la disipación, la
crápula del buen sentido. La fe era una potencia como la honda agitada en torno de la mano
del hondero. Una vez abierta esa mano, iba la piedra, arrojadiza y veloz, a determinar la
amplia trayectoria. La creencia era como la honda: iniciado el sentimiento a través del
tiempo y venciendo todos los obstáculos, volaba trazando inmensa trayectoria para ganar
las lontananzas de lo porvenir. Y Juan, sintiéndose poseído de entusiasmos analíticos, se
enardecía también, se acaloraba, penetrando en ideas de otro orden y en profundidades en
que había pensado muchas veces.
-No, Pater -decía-; su natural devoción por el dogma religioso le hace considerar como
causa lo que es sencillamente efecto. El descreimiento, la indiferencia que observa usted en
estas gentes, no obedece a otra causa que a la ineptitud para pensar. Concedo que en el
corazón de otros pueblos obre como causa la propaganda impía que aleja a las multitudes
del culto, relajando los vínculos de la fe. Pero aquí, no. Es imposible que haya creencias
donde no hay creyentes...
-¿Y por qué no los hay?... Porque no se les ha formado el alma...
-No; porque no se les ha formado el cuerpo... Y para probar a usted la firmeza de este
parecer, le diré que aquí las supersticiones dominan tanto como los vicios. Y, al cabo, ¿qué
son las supersticiones más que productos morbosos? Desengáñese, mi querido Pater, las
causas de este gran infortunio se remontan a lejanos orígenes. Imagine usted un elemento
étnico venido a la colonia en días de conquista para sufrir una difícil adaptación a la zona
cálida. Aquel elemento inicial no pudo prosperar físicamente: las luchas, los recelos, las
campadas a la descubierta, las influencias del nuevo suelo, la dureza del nuevo clima, la
diversidad alimenticia...; todo, en fin, desecó aquellas corrientes de vida, empobreciendo la
generación trashumante y deprimiendo la estirpe. Después vinieron los cruces. ¡Cuánta
mezcla! ¡Qué variedad de círculos tangentes! Un cruce caucásico y aborigen determinó la
población de estas selvas. También la hembra del conquistador engendró en la nueva zona a
los hijos del recién llegado; pero éstos fueron los menos, porque la hembra europea tardó en
venir al paraíso encontrado en los mares. La hembra aborigen fue el pasto; su gentileza
bravía, el único manjar genésico, el único fecundo claustro en donde se formó la nueva
generación. Esa mezcla fue prolífera, ¡pero a qué precio! El tipo brioso de la selva cedió
energía física; el tipo gallardo y lozano que pisó el lampo de occidente cedió robustez y pujanza. De esta suerte, el compuesto nacido, el tipo derivado, resultó físicamente inferior;
organización deprimida, que había de ser abandonada al discurrir de los siglos. La raza
aborigen fue débil ante el choque y sucumbió, borrándose para siempre del haz de la tierra.
Su prole, el tipo hijo de la mezcla, fue engendrado en la desgracia, en el recelo, bajo la
sugestión del miedo, en el amplio tálamo de los bosques, bajo la imposición del más fuerte.
La hembra fue máquina. El amor, hijo del ensueño, humareda del sentimiento, armonía del
espíritu, no tomó parte en la impregnación. Fue un ser caído bajo el ardor epiléptico de
otro, en medio de la grandeza de un suelo lleno de esplendores, en la umbría lujuriosa de
las selvas, bajo el galvanismo de un sol ardiente. Y allí, de esa caída, se levantó la nueva
estirpe; la congénere de la que debía poblar el Canaam del siglo XV, la región más hermosa
de la tierra. Después, el tiempo hizo lo demás. Nuevas tangencias de vida continuaron la
labor. La marmita generadora continuó produciendo nuevas capas, cada vez menos fuertes,
cada vez más deprimidas, cada vez más semejantes a la originaria. ¡Horrible corriente, que
va fatalmente a la muerte! ¡Caudal de vida condenado a extinguirse bajo la depresión
constante que fermenta en los organismos!
Y así diciendo, Juan se erguía, enardecido, elocuente, formulando los conceptos con
profunda convicción, como quien abriga la seguridad de convencer a los demás.
El padre cura, en tanto, movíase impaciente en su asiento o paseábase por la habitación;
a veces, poniéndose muy serio; a veces, sonriendo desdeñosamente. ¡Qué tanta fanfarria!
¿Adónde se iría a parar si para saber lo que padece el enfermo hubiera que preguntárselo a
los abuelos comidos ya por los gusanos? Aquel modo de discurrir estaba fuera de la
realidad. Ni más ni menos que el problema del cuento: ¿quién fue primero, el huevo o la
gallina? Vamos, la cosa no era tan ardua. Enseñanza, cultura, prédicas, buen ejemplo: he
ahí el modo de domar la fiera.
-Porque tampoco es cosa de abandonarles -decía-. Es forzoso hacerles entrar en cauce,
es menester encaminarles de algún modo...
-Sí; pero ese modo debe ser eminentemente humano y eminentemente físico.
-Mucho habrá que rebuscar para descubrir la droga que opere el milagro.
-No tanto..., aunque la redención tiene que ser lenta.
-Pero habrá que iniciarla algún día, supongo.
-Sí, para que se consuma a la larga.
-¡Es terrible tener que aguardar a los siglos futuros para resolver problemas!
-En la vida de los pueblos, un siglo es un minuto. La constancia y el tiempo conquistan
el mundo. Si ese problema ha de ser resuelto, vendrán olas de nueva vida, torrentes de
extraño vigor, prodigalidad de previsores cruces étnicos, los alientos, la vitalidad que aquí
faltan, el medio ambiente de libertad sincera y honrada que no se tiene. Vendrá la savia de
una alimentación positiva que en el equilibrio funcional no produzca déficit; vendrá, por todos los medios, la escuela obligada, la vacuna impuesta, la higiene forzosa, la defensa
imperiosa contra los agentes atmosféricos y telúricos; el servicio militar, que convierte al
débil recluta en robusto veterano; el fomento de la caza, que hace sacudir la molicie y
premia la agilidad; la necesidad de indumentaria que despierta rubor por la desnudez; el
fomento de cultivos alternantes que permitan sana variedad alimenticia; el estímulo que
inicie una urbanización reglamentada, lógica, sana, barata, y, sobre todo, vendrá la mano
piadosa que arrebate a estas gentes el veneno lento, el miserable enemigo de la salud, de su
paz, de su redención... ¡el alcohol!
-Pero ¿y la Iglesia, hombre? ¿Dónde me deja usted la Iglesia?
-La Iglesia llegará, con la cultura, a los corazones aptos para sentirla. Primero, la salud,
luego, la creencia en quien quiera creer.
-¡En lugar secundario! ¡No, y cien veces no! Primero, la creencia; luego, la salud del
alma; después, la salvación del cuerpo, la redención de la materia...
-En los grandes fenómenos de la Naturaleza no hay preferencias ni pretericiones.
-Bien; pero...
-Todo es primario, todo es importante, todo es trascendental.
-Mas hay que partir de anchas bases, y la religión es un punto de partida que...
-Nada es primero, nada es último. Tome usted en su mano una esfera absoluta: todo es
redondo, ¿verdad? ¿Podría fijarse el punto en que esa esfera empieza y el punto en que
acaba? ¡Imposible! Pues bien; nuestra tesis es como aquella esfera: dondequiera que se
ponga el dedo puede ser el punto de partida. ¡Todo es primero, nada es último!...
En aquel momento avisaron que el almuerzo estaba servido. Platicando siempre, los dos
amigos se dirigieron al comedor, en donde, servida la colación, humeaban los manjares con
apetitoso atractivo. Habíanse ya sentado, y todavía el padre Esteban filosofaba:
-Todas esas ideas son bonitamente inmorales. Lo primero es lo primero. La fe, ¡qué gran
remedio! ¡Qué medicina tan...!
-Mire usted, Pater -interrumpió Juan, destapando una fuente y descubriendo un gran
pedazo de carne-, mire usted: he aquí una de las medicinas que necesita ese pobre
enfermo...
Y entregándose al almuerzo, comieron y rieron con la jovialidad de dos amigos de
colegio.