La faz menguante de la luna habíase iniciado con abundantes lluvias.
El cielo, antes de una pureza de cristal, estaba lechoso, turbio, lleno de nubes
extravagantes, como inmensos bloques grises, como cordilleras negruzcas, como alados
monstruos de cabelleras flotantes.Con frecuencia, los grandes choques de meteoros resolvían en lluvia sus conflictos, y
entonces descendía caudal de espesos aguaceros que sonaban al chocar con los bosques y
rugían al despeñarse por los montes, formando torrentes y turbulentos desagües.
Juan del Salto, recluido por el tiempo, estaba en su escritorio entre un mar de papeles.
De uno de los encasillados del mueble había sacado un legajo que ataba una cinta elástica.
Eran las cartas de su hijo.
Una o dos veces al mes cruzábanse aquellas cartas, trasegando entre Juan y Jacobo del
Salto ternezas e intimidades.
Jacobo, ausente de la colonia, estudiaba leyes en la capital de España. Entonces tenía ya
veinticuatro años, hallándose en el último curso de la facultad.
Juan recordaba de su Jacobo al niño vivo, dispuesto, de mirada inteligente, de juicio
robusto. Poco a poco, en el curso de los años, fue siguiendo en sus cartas los progresos que
operaba en su hijo la cultura del gran centro. Jacobo tenía talento: sus cartas denunciaban la
desenvoltura que el cultivo realizaba en sus facultades innatas y los avances conseguidos
por el estudio.
Juan estaba contento, tenía fe en lo porvenir del amado ausente, porvenir sólidamente
fundado en la fortuna que para él amasaba y en la brillantez de su espíritu cultivado y una
inteligencia superior.
Sacó del legajo la última carta recibida para releerla con el alma abierta a la ternura.
En aquella carta, como siempre, lo primero era el culto filial. Jacobo ansiaba el
momento de fundirse con arrebatos de loco placer en los paternos brazos. Era amor de niño
saturado de sentimentalismos de adolescente, era un cariño intenso, vivísimo, como un rayo
de sol reflejado en un espejo.
Después, venía el suelo nativo: en todas sus cartas derramaba la miel de ese otro cariño.
Un fanatismo, un culto, una adoración que le inundaba de dulzura. Él, de colonia, recordaba
algo... Recuerdos indecisos, de limitados puntos que no tenían enlace, impresiones
inciertas, lo más culminante: las palmas, las vastas llanuras de cañaverales, los undosos
ríos, el interior de la casa paterna en día de sol. Aparte de eso tenía a su patria impresa en
sus ensueños: la soñaba más que la conocía. La consideraba a través del prisma de su alma
romántica. Una tierra gentil, espléndida mejor que ninguna... La Naturaleza, entonando
himnos de eterna poesía; el suelo, en la copiosa dehiscencia de inagotable riqueza; los
seres, gozando del privilegio de tanta dicha. Todo desde la distancia lo veía embellecido
por el ensueño.
A impulso del afecto, habíase creado una patria ideal, y a ella iban todas sus
aspiraciones, todos sus deseos.
Juan, cuando contestaba sus cartas, templaba con prudencia aquellos idealismos.
Aunque ausente el hijo, y ya hombre, consideraba que su sensata misión de padre no habíaterminado. Debía prepararle para los derrumbamientos de la realidad, y con sumo tacto, sin
herir sus optimismos, le enviaba perfiles de la colonia, encargándole gran cordura para
formar convicciones. Y al contestar Jacobo dejaba entrever las alternativas de su ánimo.
Primero, la sorpresa; después, la duda; más tarde, el desencanto. La palabra escrita de Juan
era para Jacobo prueba plena, le creía con fe absoluta; pero luchaba antes de resolverse a
abandonar una ilusión.
«No te imagines -decía en su última carta- que he llegado a suponer a mi tierra un
paraíso bíblico. De sobra conozco que en los combates de la vida todo es humanidad. Pero
no quiero ocultarte la pena que me han causado tus palabras.
»Me dices que te regocija mucho mi acendrado cariño por ese suelo; pero que no olvide
que a compás de la gran belleza de su creación hay marejadas que inundan sus playas y
desbordamientos que arrasan sus campos.
»Te comprendo: quieres que yo, cuando menos, tenga un asidero en la realidad. Lo que
entreveo no es tan perfecto ni tan apacible como lo sueño, ¿no es eso? Convenido; no
habría de ser tan iluso que aspirase a tener una tierra sin convulsiones meteorológicas. Pero
a mi vez me figuro que esa llamada que me haces a la vida real es un delicado símbolo de
que te vales para hacer equilibrio a mi optimismo.
»Debo ser franco: para mí ese país es el mejor de la tierra, y son mis compatriotas mis
hermanos. Tú celebras en mí este movimiento de afecto; pero me hablas de las tormentas y
las marejadas. Sí; veo claro. Mis hermanos flotan en las tormentas de un difícil
renacimiento. ¿Qué quisieran? Una patria libre, una patria redimida por la convicción o por
la sangre, una patria que imitara las heroicidades de esas otras que sacudieron el yugo que
las humillaba. Mis hermanos quisieran eso, pero dudan de sí mismos; temen la derrota, les
espanta el desastre. Quisieran apretar sus lazos con la patria de origen, con esta patria que
yo miro aquí de cerca, tan cariñosa, tan amable, tan buena; pero el egoísmo y la codicia de
malos españoles malogra sus buenas intenciones. Ésas, ésas son las convulsiones de que me
hablas. Ellos son Humanidad también; también están sujetos a las leyes generales de la
evolución social, a las leyes eternamente progresivas de los organismos y de los pueblos.
Lo presumo, lo sé...
»De otro lado, oigo con verdadera devoción lo que me dices del patriotismo: el bien que
debe hacerse al propio país no ha de fundarse ni en la mentira, ni en el engaño, ni en la
adulación a las muchedumbres... Claro; entiendo perfectamente. Después de Dios, la más
alta grandeza es la verdad. Estas palabras tuyas, que subrayo, me parecen espartanas y,
naturalmente, me impresionan profundamente; no habré de olvidarlas jamás. La verdad, sí,
la verdad dicha en el propio hogar; la desinteresada propaganda de almas elevadas, no
aquella mentirosa de siervos, de mendigos, vendibles a la lisonja, al miedo, al provento. La
verdad, la verdad, ¡cómo la considero la más cristiana obra de la virtud y del honor!
»Quiero hablarte también de tres párrafos de tu carta que me hicieron la impresión de un
baño frío.»Párrafo primero: ... de ese modo se pasaría lo que al ave que viera un jardín retratado
en un espejo: volaría hasta chocar bruscamente con el cristal. Quiero decir que, en el cristal
de mis ilusiones, veo fantasmagorías inciertas, que si no logro sacudir los optimismos,
corro peligro de golpearme al chocar con el espejo, hiriéndome en el corazón y en la frente.
¡Qué triste es eso! ¿Será posible que no pueda el sentimiento crear la realidad cuando ella
no existe? ¿Es que no todos nuestros compatriotas piensan como tú y como yo?
»Segundo párrafo: ... con arranques líricos no se resuelven problemas arduos, como con
el aire de un abanico no se perforan cordilleras. ¿Sabes cuál fue el resultado inmediato de
esas palabras? Pues romper una «Oda a la patria» que había escrito. Esta vez fuiste
iconoclasta. En esa oda cantaba la grandeza de mi país, fundándola en sus opulencias
naturales y en el romanticismo de una humareda de sentimientos amorosos. La rompí
convencido de que era un aire de abanico que había de perderse en el vacío de la inutilidad.
»Tercer párrafo: ... porque la Humanidad es la dueña del mundo y es necesario que,
engrandeciéndose, logre cuando menos merecer el esplendor de la creación... Muchas
sociedades sucumben apopléticas de teorías sin haber tenido la suerte de realizar en la
práctica una sola de sus especulaciones filosóficas... Los pueblos son como los individuos:
más realiza quien proyecta sembrar un arbusto y lo siembra, que quien se propone levantar
un bosque y se duerme en el surco... ¡Realidad!, he aquí la gran palanca... Debe
preocuparnos lo que es para llegar a lo que debe ser... Con sólo cantar lo que quisiéramos
que fuese no se hace camino... Traduzco de estas frases toda una critica, y como sé hasta
qué extremo amas nuestro suelo, esa crítica tiene para mí una importancia inmensa.
»Sigue, sigue explanando la doctrina que tus observaciones te han permitido formar...
¿Qué gran estómago enfermo es ese de que me hablas?... ¿Qué depresión mórbida es ésa
que por herencia pasa de una a otra generación, produciendo capas sociales contaminadas y
enfermas? En el religioso amor que por mi tierra siento, quiero que seas tú el Moisés:
muéstrame las tablas de esa ley...»
Juan gozaba releyendo todo aquello, mientras una sonrisa benévola le alegraba el
semblante.
Su hijo tenía imaginación, agudeza. Era un catecúmeno que lo amaba todo con candor
de niño; mas, al mismo tiempo, un pensador que iniciaba el gran viaje por las
escabrosidades de la vida. Juan le consideraba con amor infinito, como si Jacobo hubiera
sido de cristal bohemio, frágil y quebradizo.
Así discurrían las horas de aquel día nostálgico. De vez en cuando, por la ventana,
miraba el cielo, invadido por nubes hidrópicas que chocaban a impulso de vientos
encontrados, repleto de sombríos crespones que, adelantando la noche, hacían del día un
largo crepúsculo.
Los árboles, azotados por la lluvia, estaban llorosos, escurriéndose por las hojas y las
ramas el caudal llovedizo y abrillantándose con la humedad el verde de las hojas. Un día
penoso por el hastío del obligado quietismo, por la suspensión de los trabajos y por lapérdida del tiempo que en los cultivos producían la deserción de las brigadas de obreros
que ahuyentaba la lluvia.
A Juan le contrariaba el tiempo. Era fin de junio, y la granería que adornaba los cafetos
podía verse comprometida con las aguas y los vientos. La cosecha se presentaba con preñez
exuberante, mas algo perezosa, prometiendo una tardía maduración. El año había sido muy
lluvioso y ya bastaba.
Con estas reflexiones acercose a la ventana. Las cumbres de la finca de Galante
desaparecían bajo un nimbo de nubes; un cortinaje color de leche que descendía hasta las
selvas, resolviendo en agua la eléctrica tensión de sus volutas,
En la finca de Juan no llovía entonces. Una corriente de aire alejaba los nublados como
un fumador las espiras de humo. A pesar de la flagelación llovediza, los cafetales y las
plantaciones de banano sonreían, irguiéndose felices con el fecundo regadío. Y Juan,
siempre con aire de protesta resignada, abarcaba el paisaje, rebosante de vida y de
nostalgia.
De pronto dejáronse oír rumores de disputa y escuchose la voz de Montesa.
Juan asomose al balcón situado en otra fachada de la casa. Apenas se hubo asomado vio
a Montesa entre varios campesinos que escampaban los chubascos debajo de los aleros de
la casa de máquinas. El mayordomo manoteaba furiosamente, dando empujones a los
campesinos. A uno de ellos que contestó con acritud, Montesa, colérico, le cruzó la espalda
con un látigo. Los campesinos vociferaron con enojo, mientras el mayordomo parecía
dispuesto a proseguir...
-¡Montesa..., basta! Sube al instante.
Montesa, con sumisión de colegial, subió a la casa.
-¿Qué es lo que cien veces te he repetido? -dijo Juan.
-Señor...
-¿Cuántas veces necesito insistir para ser obedecido?
-Es que...
-Es que..., nada. Lo que acabas de hacer es bárbaro, arbitrario...
-El motivo fue que...
-Cualquiera que sea el motivo; cualquiera que haya sido la falta de ese hombre...
-Pero escúcheme usted, don Juan. Con esta lluvia, todo el día perdido. Esta mañana
dejaron ésos el monte; escampó y les hice volver... Después del almuerzo pasó lo mismo, yhace una hora corrieron por tercera vez a escampar ahí debajo. Pasó el aguacero y volví a
mandarlos al monte. Se negaron; pero me hice respetar, y la mayoría de los trabajadores se
dispuso a seguir la tarea. Llueve mucho, la hierba nos pisa los talones, no podemos
descuidarnos. Pues cuando todos volvían al trabajo, Inés Marcante, ese mequetrefe, que le
pide permiso a una pierna para mover la otra, se opuso. Empezó con guaperías y quitó a los
otros la buena intención. Cuando vi que no cumplían mi orden, mandé a ese tipo que
despejara. No quiso y le empujé. Me dijo una mala palabra y le arrimé un cantazo... Eso fue
todo.
-No quiero discutir si era o no justa tu orden. La verdad es que con este tiempo las
plantaciones son torrentes, y los hombres están en peligro de enfermar. ¡Son seres humanos
como tú y como yo!...
-¡Ca!... ¡Buena tropa son ellos!...
-Pero suponiendo que tu orden fuese razonable, levantar la mano para un hombre es cosa
repugnante que no quiero, te lo he dicho cien veces, en mi finca.
-¿Y cómo arreglárselas con ellos?
-Si te desobedece alguno, despídele; si te falta, múltale, y si te injuria, acude al
comisario.
-Bien; sí. Muchas veces usted me ha ordenado lo mismo, pero...
-Pero ¿qué?
-Eso no da resultado; lo sé de viejo. Dándoles hasta que les duela, ceden y se ponen
como barbas de maíz. Los más guapetones se hacen humildes. Para sacar partido de ellos
no queda otro remedio.
-Sí queda... Quedan la convicción y las buenas palabras.
Montesa sonreía con incredulidad.
-La violencia envilece o desespera. Si tratas así a los hombres que están bajo tus
órdenes, les convertirás en idiotas o en iracundos, y en ambos casos... no serás amado.
-¡Ah, si yo mandara!
-Si tú mandaras, serías bonitamente un tirano.
-Es que yo conozco a esa gente, don Juan...
-Por esa misma razón debes atemperarte. ¿Les conoces como incapaces de convicciones,
como desprovistos de nociones del deber? Pues si les injurias, si les oprimes, si no respetasen ellos su ciudadanía libre, no estableces diferencia entre su modo de obrar extraviado y el
tuyo sensato.
-Mientras no se barra toda esa chusma...
-¡Ea, cállate! La represión por sistema es odiosa e inútil. Sólo produce encono, malestar,
idiotismo. El despotismo hace fango, y en ese fango, por ley fatal, se anega el déspota. ¡He
dicho que basta! Por última vez: en mi finca no estoy dispuesto a tolerar tamaña mengua.
Montesa bajó cariacontecido... ¡Ya! ¡Buen avance con tantas delicadezas! Don Juan era
un caballero y juzgaba por sí a los demás. Su sistema era mejor: a los borricos, palo. ¡Si a lo
menos tuvieran conciencia de lo que es la obligación! De ellos no había nada que esperar.
Se comprometían a una faena, la abandonaban; prometían llegar a una hora fija, faltaban a
la cita; no se identificaban con el dueño. Y luego sin hogar, sin casas abrigadas, sin método
de vida y descalzos. Bestias pidiendo a gritos el rebenque. Y, malhumorado, no pensó más
en reanudar aquel día los trabajos.
En el grupo de campesinos estaba Marcelo. Con aspecto exangüe, la mirada vaga, la
boca entreabierta y el pecho hundido, ocupaba, como de costumbre, un sitio alejado del
bullicio.
En aquellos días había sufrido mucho; una debilidad general, acompañada de
palpitaciones, le hacía caminar vacilante, dejándole poco menos que inútil para el trabajo.
Después de aquel domingo en que le hicieron beber, estaba aún más melancólico.
Cuando Ciro le condujo a la choza durmió doce horas de sueño profundo, estertoroso. Al
siguiente día, al despertar, todos los recuerdos cayeron sobre él como azotándole con las
inquietudes del remordimiento. Sentía dolor de la falta cometida. ¡Qué había hecho! Repetir
la terrible prueba que le llenaba de espanto sin haber resistido bastante las pretensiones de
los ociosos de la tienda. Había hecho mal, muy, mal, debió reñir antes que ceder. Al salir
Ciro para su trabajo había dejado la puerta abierta. Marcelo miró hacia afuera, y el sol le
deslumbró. ¡Qué pesadez, qué cansancio! Le parecía tener la cabeza hueca y una peonza
bailándole adentro. Le pareció el día abrumador, bochornoso; la polvareda de átomos de
oro que bajaba del sol le hizo ingrato efecto, obligándole a cerrar los ojos.
Sentose con abatimiento en el umbral, y de nuevo desfilaron los recuerdos. Toda la
escena del domingo renació en él con sus alternativas, con sus detalles, con sus emociones
encontradas, apretándole el corazón. ¡Ah, nunca, nunca más! Aunque le burlaran, aunque le
hicieran pedazos, no bebería...
De pronto sintió una viva inquietud, un recuerdo en forma de flecha se le clavó en la
carne. Andújar... Gaspar... Deblás... El diálogo del ranchón... ¡Dios santo! ¡Qué terrible era
aquello! Recordó que acostado detrás del ranchón había dudado; ¿callaría?, ¿avisaría a
Andújar el peligro que le amenazaba? Recordó que se había prometido callar: ¿quién le
metía a él en asuntos ajenos? Pero ¿y si mataban al otro? ¿No era infame poder evitar y
callar? Recordó que después de vacilar mucho había pensado en Juan del Salto, en sus
palabras, en la complicidad del silencio de que le habló una noche. Y recordó que,finalmente, habíase resuelto a evitar el tremendo atentado. Luego, sin haber dado forma al
proyecto ni saber de qué manera hablaría sin comprometerse, vino su lucha con los
campesinos y su borrachera.
Ahora estaba allí, solo, sin estorbo; había que resolver. Quedose pensativo,
reflejándosele en el semblante las ideas penosas. Lo natural era correr a la llanura, al
poblado, presentarse a la justicia, contárselo todo. «Señor juez, en mi barrio quieren matar a
un hombre...» Sí, derecho al tronco. Pero, ¿y luego? Vengan las pruebas: «Señor juez, yo oí
cuando dos hombres se apalabraban para ese crimen...» Y ¿cómo se prueba sin testigos que
es cierto lo que se oye? De todos modos, la policía, el alboroto; presos Gaspar y Deblás. Y
¡quién sabe si él preso también! Gaspar y Deblás, claro, negarían. «Señor juez, ésa es una
mala voluntad que nos tiene Marcelo; lo que dice es una calumnia.» ¿Cómo probar que era
cierto? Y si no se prueba, todo el mundo a la calle, y entonces, en el monte, los dos asesinos
le caerían encima. ¡No, no haría eso! Las consecuencias que de una denuncia a la justicia
pudiera tener le amedrentaron, su torpeza pusilánime no le permitía concebir la acción
reparadora de la ley cumpliéndose sin peligro para los buenos. Temió caer en manos de
polizontes, ser castigado por delitos que no había cometido, y al pensar que se vería traído y
llevado en declaraciones y careos y encerrado en una cárcel, sintió la contrición del pavor.
No; aquél era el peor camino.
A la idea de la justicia sustituyó otra: Juan del Salto. Recordó sus palabras de aquella
noche, sus benévolos consejos. Iría a su finca, le relataría la trama. Sí; Juan del Salto era el
hombre. ¿Qué resolución tomaría? ¡Dios lo sabe! Después de la sorpresa, la indignación,
como cuando le refirió lo de la pedrada de Galante. Después, indudablemente un parte al
juez. ¡Siempre el juez con su batallón de escribanos, de policías, de carceleros! Señor juez,
me ha referido Marcelo esto, lo otro y lo de más allá... Y hete a Marcelo cogido, obligado a
denunciar a los otros, a declarar toda la historia, corriendo los peligros de la venganza de
los asesinos. De ese modo también iría a la cárcel, al antro de que tenía tan espantosa idea;
en donde la enfermedad mata pronto a los más fuertes; en donde la piel se pone tiñosa y el
cuerpo se hincha y se agrieta para manar agua infecta; en donde los presos se destrozan,
revolcándose entre vicios repugnantes e hiriéndose con pedazos de vidrio o con armas
furtivamente introducidas en el patio grande.
Marcelo entonces experimentaba desaliento, amargura, que le agobiaban, llenándole los
ojos de lágrimas. ¡Caer en la cárcel! ¡Verse envuelto en un proceso! No le ocurría que en
los hechos la responsabilidad no era suya; pensaba que con haber escuchado el pacto del
crimen había delinquido. No confiaba en la energía de la honradez levantando la frente,
declarando la verdad, serena en su inocencia. No raciocinaba con la lucidez de quien tiene
conciencia exacta de las cosas: ¿era inocente?..., sí; ¿había cometido algún crimen?... no;
pues el hombre honrado nada teme... ¡Adelante!... A perseguir a los malvados; la inocencia
se levanta siempre diáfana en los combates del mal.
Después quedose abismado, como quien busca el resorte de un difícil mecanismo.
Al fin pensó en Andújar y sintiose aliviado. Sí, aquél era el camino. El interesado, la
presunta víctima, la persona a quien convenía eludir el peligro. Andújar tomaría
precauciones, pondría en práctica medios de defensa que le libraran de la asechanza; y él,Marcelo, cumpliría con un deber de conciencia evitando un crimen sin necesidad de dar la
cara. Andújar era primo de Deblás, le había ocultado, sostenido con dinero y ropas; era, en
suma, su encubridor. No era posible que le delatase; buscaría otros medios de defensa
menos ruidosos. En último caso esperaría la noche elegida a los asesinos, les haría frente,
les mataría en defensa propia, y para nada de eso necesitaba del joven. Podía, pues, hablar
con Andújar, referirle el complot, exigiéndole, por supuesto, que no le sacara a relucir, que
le dejara en la sombra, sin exponerle a la venganza de los otros.
En esas cavilaciones pasó gran parte de la mañana. Luego sintió el gran vacío de su
estómago, recóndita necesidad de reponer fuerzas perdidas, y abandonó la choza,
perdiéndose en el bosque.
A partir de aquel lunes, todos los días vacilaba. Confiaba en que hasta el primer día de
luna nueva no había temor.
Cada vez que pensaba en el asunto recorría mentalmente la gama. Primero un dilema:
¿callaría, dejando hacer?, ¿hablaría, evitando un crimen? Después, siguiendo el partido de
hablar, tres caminos: el juez, Juan del Salto, Andújar. Y le sorprendía la noche sin resolver.
Se inclinaba a Andújar, que estaba más a su alcance, que era hombre familiarizado con los
campesinos, que inspiraba menos respeto y cumplimiento. A despecho de esa inclinación,
vacilaba. Todavía paciencia, ya llegaría el momento en que encontrara solo a Andújar, en
que pudiera hablarle sin inspirar sospechas.
Así pues, el día de la gran lluvia, cuando escampaba bajo los aleros de la finca de Juan,
nada había hecho todavía. Varias veces en la tienda sintió impulsos de terminar, pero se
dominaba. No, todavía no...
Cuando Montesa abofeteó a Marcante, Marcelo alejose con timidez. Él nada tenía que
ver en el asunto, estaba dispuesto a obedecer; que se las arreglaran ellos. Cuando todo pasó
quedose con aire abobado contemplando un lugar incierto del cielo.
Sin embargo de la gran lluvia, la atmósfera estaba cargada y el montón de nubes
negruzcas discurría como legión de corceles desbocados. Del río se elevaba un gran rumor,
un estrépito de cien batanes azotando las aguas.
De pronto cundió la alarma... Juan del Salto, Montesa, todos los campesinos corrieron
cerro abajo hasta alcanzar la barranca de la ribera. ¡El río!... ¡El río!... Era la hinchada
descarga de la creciente que descendía furiosa de la sierra.
Un cúmulo colosal de agua había roto su dique, y por la peñascosa cuenca rodaba con
fuerza inaudita. El torrente precipitábase en una carrera sin freno, aullando como can
enfurecido, retorciéndose como gigantesca serpiente, resuelto a romper la estrechez del
canal que lo encauzaba. El aire se estremecía, invadido por el estrépito, y sus sacudimientos
bufaban como si en aquel momento descargara un odio secular. Las aguas eran fangosas,
rojas; chocaban impetuosamente con las laderas, produciendo enormes derrubios que
ensanchaban el cauce; desplomábanse espumosas por los declives o giraban
arremolinándose en un laberinto de círculos concéntricos; socavaban la base de las peñas,reflejándose como surtidores hasta desplazar el obstáculo; rugían, en fin, con ira de chacal
encadenado.
El torrente parecía sangriento, como si habiendo recibido una estocada la cordillera se
desangrara por aquel cauce, por aquel canjillón iracundo por donde corría la muerte,
poblando de rugidos la montaña y sacudiendo el caudal contra los obstáculos; una muerte
de rojo semblante que descendía de la cordillera barriéndolo todo.
Multitud de campesinos en las dos orillas lanzaban gritos prolongados que difundían la
alarma. De vez en cuando el sonido lúgubre de una bocina avisaba el peligro: era un caracol
en cuyo cóncavo la voz humana se reforzaba, tomando proporciones de eco grandioso, de
terrible sentencia de los dioses.
Agitábanse los campesinos con susto y curiosidad. ¡Sube..., sube..., sube! Seguían los
progresos de la creciente, cada vez más impetuosa; huían de los desprendimientos de las
orillas, derribadas por los arrastres; manoteaban aspaventosos ante la conflagración que les
amedrentaba. Era la muerte que desde las cumbres bajaba desolando la tierra.
Arrancaba el ímpetu troncos de árboles, grandes ramas todavía verdeando bajo el
hojambre, pedruscos que volteaban sobre sí mismos como si hubieran sido lanzados por el
puntapié de un coloso, restos de viviendas ribereñas sorprendidas por la creciente,
arrebatadas por su pujanza. El color rojo de las aguas era interrumpido por el color gris de
los objetos. Una isla de malezas que entre sus raíces retenía piedras y terrones desembocaba
a veces en lo alto del canjillón, era un tránsito breve, momentáneo. A poco desaparecía a lo
lejos obedeciendo al ímpetu de traslación y dando volteretas a favor de los remolinos.
¡Sube..., sube...! Y los campesinos temblaban por la suerte de sus compatriotas avecindados
más arriba, en los bohíos de la montaña, o más abajo, en las casitas del valle.
Oyose entonces un grito de espanto. En una depresión del terreno que a orillas del río
formaba una pequeña vega estaba una cabra atada a un árbol. No se temió al principio que
las aguas alcanzaran aquel nivel; pero bien pronto un nuevo golpe de la creciente invadió la
vega. El dueño de la cabra, un chicuelo de catorce años, vio que la corriente iba a
arrebatarle su tesoro..., ¡acaso su único caudal! Sin medir el riesgo penetró en el agua,
alcanzó la cabra, y en el momento en que, cortada la atadura, aquélla salía ilesa del peligro,
el muchacho dio un traspié, cayó de bruces, se incorporó vacilante, volvió a caer, y fue, por
fin, arrebatado por el torrente.
Un grito de espanto salió de todos los pechos, y el muchacho, volteando en el agua,
logró asirse a las ramas de un árbol que, inclinándose sobre el cauce, mojaba el ramaje en la
corriente.
La situación era crítica: el árbol podía ser derrumbado, y el chicuelo, sin fuerzas,
hundido para siempre.
Entonces pasó algo hermoso, radiante... Juan del Salto sintió asombro, no sorpresa;
muchas veces había él presenciado cosas parecidas. Inés Marcante, el que acababa de
recibir los latigazos de Montesa, saltó desde la orilla izquierda al agua. Casisimultáneamente saltaron seis campesinos más. El monstruo líquido tuvo que romperse
para dejar penetrar en su seno a algunos jirones de Humanidad ennoblecidos por la
grandeza de los héroes.
Un pasmo sin palabras dejó suspensos a los circunstantes. En las ramas del árbol
oblicuo, el chicuelo; en la superficie de las aguas, luchando con resuelta audacia, los
campesinos; en torno, el rugiente caudal barriéndolos. El árbol, por un capricho de la
vegetación, nacía en el flanco de la barranca; desde el borde del árbol era imposible
descender sin el auxilio de cuerdas o largas perchas; el peligro que el chicuelo corría era
inmenso.
De los siete nadadores, dos a punto de ahogarse viéronse obligados a ganar la orilla;
cuatro, a diferentes distancias, pugnaron por atravesar el cauce; sólo uno, Inés Marcante,
más diestro, más ágil, más afortunado, llegó al árbol, sujetó al muchacho por un brazo y le
montó en la más gruesa rama. Después montose él, arrastró al náufrago por el tronco y
esperó el auxilio de los campesinos situados en la orilla derecha. Luego, ya en tierra, le
acostó a la larga y comenzó a darle friegas. Los otros salvadores salieron al fin, y a la
consternación de las gentes siguió un clamor de victoria.
Sintió Juan que el pecho se le dilataba, inundado de gozo. Aquello había sido un rayo de
luz en la noche de su pesimismo, una flor nacida entre ortigas, un ágata en el pantano.
El río, en tanto, en su carrera loca, continuaba despeñándose, envolviendo en espumas
las márgenes y destruyendo las plantaciones ribereñas. Juan, seguido por Montesa, recorrió
aquellos lugares y pudo darse cuenta de la importancia de los daños. Algunos cafetos
derribados y algunos malecones contentivos de los terrenos, destruidos por las aguas.
Después, anocheciendo, dispersáronse los campesinos; unos que viven en la orilla
derecha, obligados a pernoctar en la izquierda; otros avecindados en la izquierda, en el caso
de hacer noche al otro lado.
Para nadie faltó café: alarde hospitalario dominó el concurso, y bien pronto el suelo de
palmas de las chozas sostenía a los durmientes extraños y a los caritativos anfitriones.
Juan regresó pensativo. Sus meditaciones iban a tener ancho campo; su espíritu de sutil
observador, recientes impresiones.
Al llegar a la casa dijo a Montesa:
-Y bien: ¿qué te han parecido Inés Marcante y sus compañeros?
Montesa quitose el sombrero, rascose el occipucio, dudó un momento y dijo:
-Pues me han parecido... que... Vamos, que esos diablos casi me han hecho llorar.
Una hora después era noche cerrada. El río, aunque cediendo en su furor, rugía siempre,
mientras las sombras lo encapuchaban todo. Ni una estrella, ni un celaje: sólo algún truenolejano difundiendo su detonación elástica. Era una noche tétrica: el cielo negro; la tierra,
negra; el vacío, negro también, como si todo se enlutase por la ausencia del sol. De la tierra
levantábanse húmedas condensaciones; la gran esponja terrena, henchida por la lluvia,
devolvía con hartura en invisibles nubes de riego fecundo.
La Naturaleza reposaba de los desastres del día, elaborando en sus senos recónditos los
primores de su materna gestación.