Capítulo 5

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Era una noche de luna. En Vegaplana, lugar situado a un kilómetro de distancia, iba a
celebrarse el anunciado baile.
En muchos hogares en donde generalmente dormíase desde las primeras horas de la
noche brillaban luces: lamparillas humosas de paja o velitas de sebo que chisporroteaban
pegadas en ángulo agudo a los tabiques.
La gran plebe pálida sacudía el sueño disponiéndose al placer: un placer doliente, de
enfermo que ríe; una sonrisa con apariencias de mueca dibujada en la faz de un yacente.
Las muchachas engalanábanse con vestidos de regencia o de lino amarillo o rojo, y
cintas de colores vivos; muchas prendíanse flores en el peinado, a lo largo de las trenzas de
cabellos lacios y negros: otras retorcíanse el pelo formando un rodete que sostenían con
horquillas en el vértice de la cabeza.
En ellos, la indumentaria era más sencilla: camisa blanca, pantalón de dril ordinario y
chaqueta blanca también, que se mantenía rígida por la dureza del almidón desecado. Esto y
un sombrero de paja de alas anchas sin horma ni forro formaban el atavío.
Luego, en la mano, el machete: el arma clásica de mango ennegrecido por el uso y punta
curva; el objeto nunca olvidado, a un tiempo instrumento de trabajo, punto de apoyo,
vengador agresivo y defensor de los peligros.
Como gala extraordinaria, se calzaban; los mozos apenas si podían encontrar calzado
bastante ancho para sus pies, encallecidos por las asperezas del suelo y agrandados por el
constante ejercicio; las jóvenes, casi todas de pie diminuto, sentíanse, sin embargo,
molestar por la presión desusada de aquellos tiranos de cuero amarillo. Muchos llevaban
debajo del brazo los zapatos para ponérselos a la entrada del baile, porque así la caminata
sería más cómoda y el deterioro del calzado menos sensible.
En todos los confines de la montaña, allí donde hubiera un hogar, sentíase aquel ondeo
viviente preparado por la alegría y el ansia de ser feliz.
En la casucha de Leandra todos estaban ya dispuestos. Gaspar canturreaba en el batey,
Leandra, con la ropa limpia, estaba ancha, ruidosa con el roce de los pliegues y el ruedo del
vestido.
Por encima de la cintura, más oprimida que de costumbre, amontonábanse sus senos
enormes, dando al busto apariencia deforme, de engañosa turgencia, de falsa morbidez.
Silvina está sencilla, muy sencilla. De su atavío, ceñido con gracia, desprendíase aura
atrayente de juventud. Estaba bella, con sus ojazos negros y sus pestañas largas y suaves.
Su cuerpo delgado, esbelto, lucía galas encantadoras, mostrando el atractivo de finas líneas
curvas en el dorso, en los brazos y en el cuello, en donde la redondez despertaba la
tentación de los besos. Movíase con elegancia, con innato donaire, como mujer que sabe
que es hermosa y se complace en mostrarlo.
Pequeñín era también de la comitiva: no podía quedar solo en la cabaña, y para que no
estorbara a los mayores se le acostaría, cuando durmiera, en cualquier rincón de la casa del
baile o en otra vecina.
Leandra quiso ser previsora. Por si Galante visitaba aquella noche la choza, era preciso
que hallara la puerta franca. Antepúsose, pues, la hoja de palma y se dejó suelta, sin atarla
con el mimbre, con el bejuco con que solían asegurarla.
Salieron, y al llegar a la margen del río Gaspar se detuvo.
-Ahora -dijo- sigan ustedes. Yo tengo que hacer todavía una diligencia.
-¿Pero vamos a ir solas?
-No, mujer..., ¡si por el camino va un bando de gente! ¿A qué le tienen miedo?
-Pa mi gusto sigo sola -dijo Silvina.
-¡Como hay tantos abusadores! -afirmó Leandra.
-¡Ea..., echen palante! Por ahí va mucha gente, vayan pasito a poco... Yo las alcanzo
ahorita.
Salieron las mujeres al camino vecinal y emprendieron la marcha hacia Vegaplana,
caserío situado en la parte más baja del barrio.
Gaspar internose en el arbolado, caminando lentamente.
En tanto, la noche discurría serena. ¡Qué cielo, qué esplendor, qué fluidez argentina en
golfos infinitos!
Parecía que el ángel de la noche se bañaba en luces tibias.
Ni una nube náufraga en aquel océano de fulgores, ni un celaje interceptando los rizos
del plenilunio; ni un astro disputando la soberanía espléndida de la luna. Ella, sólo ella
reinaba en la pompa suprema de los cielos; sólo ella se mecía en el cóncavo trazando
amplia trayectoria poética, Desde la colosal lejanía mostraba el semblante estático: un
semblante de muerto que irradia la vida; un semblante apacible, inspirador de emociones;
un semblante de estatua henchido todavía de la fortaleza de los hércules. Recibía el cielo las
claridades con tersura, con placidez de gigante acariciado. Al indeciso color azul uníanse
otros tímidamente grises: fulgor cinéreo que la tierra devolvía a la gentil trasnochadora.
Aquella mezcla de luces atomizaba tonos intermedios, transiciones suaves pareciendo el
espacio un alcázar levantado en el infinito para guardar el sueño de un Dios.
Reposaba la tierra envuelta en el copioso deshilo del astro. Las selvas, en las alturas,
quebraban los rayos luminosos tiñéndose con colores más oscuros; los árboles corpulentos
bebían luz proyectando sombras medrosas; la maraña de los bosques, en donde la vegetación se apretaba vigorizada por incomparable feracidad, forjaba lienzos de adusto
verdor tendidos sobre las vertientes, y las cimas, a trechos ondeadas, a trechos puntiagudas,
simulaban hoces o puntas de flecha en donde se quebrara la luna si cayera.
Luego, en su cauce escarpado, el río. Un caudal de linfa discurriendo entre peñascos,
tomando ímpetu en los desniveles, formando cascadas en los apinamientos de las piedras,
recorriendo el curvilíneo impuesto por los siglos, proyectando los espejismos de sus
cristales con mirada de reflejos para cada fulgor y sonando, sonando siempre con roce
armonioso en los remansos, con crepitaciones de hervor en los deltas de las peñas, con
choques ruidosos en las curvas, con escándalo de derrumbamiento en las cascadas.
Así la noche de luna desplegaba la veste, dejando revolar por todas partes los geniecillos
del sueño, diseminando fantasmagorías de romántico amor. Así la naturaleza daba
grandioso marco al cuadro de la batalla humana, así ofrecía soberbia escena a la inquietud
del hombre que rastreaba debajo...
Gaspar, con paso furtivo, desanduvo algunos metros y en línea oblicua subió por el
monte.
De la sombra de un árbol pasaba a la sombra de otro, esquivando que la luna le
iluminase de lleno.
Variando con frecuencia de dirección, obligado por los accidentes del terreno, repechó
por la arboleda buena distancia. Al fin, a través de los troncos inmóviles, que parecían
rígidos fantasmas, descubrió una choza sombreada por árboles muy copudos. Era el cerezal
de la vieja Marta. Detúvose, y sentándose sobre una piedra miró fijamente la casita, en la
que tenuemente lucía una luz que alguien movía de un lado a otro.
Preparábase Marta al sueño. Aquel domingo había sido para ella un gran día. Cuatro
docenas de piezas de ropa lavada, cuatro gallinas y dos docenas de huevos vendidos; y ¡el
gran negocio!, una vaca escuálida, de empobrecidas ubres, que había hallado comprador,
fueron los veneros que le permitieron embolsar cuatro duros. Buena jornada. Marta estaba
contenta, jubilosa; parecíale el aire más sutil, la luz más clara.
En todo el día sintiose poseída de un vértigo de alegría. Alegría silenciosa, disimulada,
reprimida, que escapara a la observación de las gentes para gozarla ella sola.
Algo, sin embargo, la inquietaba: el comprador de la vaca había sido muy imprudente.
¡Qué modo de vociferar un regateo que debió ser reservado! Varios campesinos se
enteraron del negocio, y conocido éste, llegó a oídos de Gaspar, a quien impresionó la
noticia.
Anduvo éste pensativo todo el día... Desde hacía tiempo le cosquilleaba la idea de
vigilar a la vieja. ¡Cuánto dinero enterrado! Le impacientaba la curiosidad y más de una vez
pensó en saber con certeza si en efecto existía el depósito y a cuánto ascendía. ¿Qué
arriesgaba en ello? Fácil era averiguarlo, y luego... Gaspar no podía reprimir el violento
deseo de despojar a la anciana. Animábase en sus dudas él mismo. ¿Quién era ella? Pues una miserable que mataba de hambre a su nieto. Aquello era atroz y merecía su castigo: el
castigo más terrible que puede imponerse a un avaro: arrebatarle su tesoro. De ese modo
Gaspar dábase aires de vengador presentándose a sí mismo, si realizaba su plan, como
justiciero que daba a cada cual lo suyo.
Ocurriósele un día una pregunta:
¿Cómo Deblás no había pensado en aquella maniobra? ¡Quién sabe si el muy tuno la
estaba sangrando poco a poco sin que ella lo notase! Gaspar maduró mucho su plan. El
negocio era para hacerlo él solo, para aprovecharlo en su exclusivo beneficio sin partir con
nadie el botín.
La dificultad estaba en descubrir el lugar del escondite. Marta era astuta y no era fácil
que olvidase las precauciones necesarias a su secreto.
Sin embargo, seguida de noche con sigilo, acaso se pudiera atisbar el escondrijo. Así,
cuando oyó referir aquel día que la anciana acababa de percibir una crecida suma, pensó
que aquella noche probablemente andaría en cuatro pies por el monte.
Lo natural era que el dinero fuera enterrado después que durmiera el nieto. Nada se
perdía con probar, y arreglando las cosas de modo que la fiesta de Vegaplana no lo
estorbara, arriesgose en la empresa.
Después de dar cien vueltas en el interior de la choza, Marta atrancó la puerta y apagó la
luz.
Todo listo: la puerta y la ventana, atadas; la candela, extinguida; el nieto dormido, y
encogida en la hamaca quedose la vieja pensativa.
Con los ojos abiertos, meditaba. A ella no había quien la engañase. La vaca no daba
leche, pero estaba gorda y bien valía la baratura del precio en que la vendió.
De todos modos, lo importante era guardar bien su montoncito. ¡Pero vaya una luna
chillona! En noches como aquellas las gentes acomodadas estaban vendidas. Y pensando
así, miraba con enojo los rayos de la luna que por los intersticios del tabique se filtraban en
la choza. ¿Para qué tanta claridad? La luna debía dormir como la gente. Dios sabe hacer sus
cosas, mas ella no comprendía que, después de jornadas de tanto resol, quedase todavía el
cielo como una hoguera. Pero no había más que resignarse... En rigor, lo prudente era
esperar noches oscuras para guardar su dinero; pero ¿no sería más peligroso tenerlo en la
casa tantos días?
Además, ella necesitaba bajar al río, ir a la tienda, recorrer el vecindario, y no era cosa
de andar arriba y abajo con el talego encima... Lo mejor, lo más prudente, era afrontar la
situación, y, tomando todo género de precauciones, guardar aquella misma noche sus
ahorros. Como todo el mundo andaba de fiesta, no era probable que la viera nadie.
Esperó mucho tiempo, y luego, encorvándose para pasar por debajo del alero del
colgadizo, salió de la choza.
La luna la envolvió en claridad. Dio la anciana dos o tres vueltas en torno de la casita,
mirando con recelo a todos lados. No temía ella a los pillos de fama, sino a los hipocritones
que las echaban de santos siendo capaces de todo. Sí, los temibles eran los disimulados, a
quienes más de una vez había sorprendido dirigiéndola miradas sospechosas. Mejor que
fiarse de aquellos falsos se fiaría de un mozo como Deblás; podía ser todo lo malo que
quisieran, pero desde la noche del susto siempre se portó con ella como huésped
agradecido, repitiéndole cien veces que por nada del mundo le daría que sentir. Pensando
casi a gatas; Marta debajo en contornos..., nada. Sólo la noche henchida de frescura.
Entonces, caminando cautelosamente, metiose en el monte.
Gaspar, que no había perdido uno solo de sus movimientos, respiró con alegría. ¡Al fin!
No se había equivocado. El matusalén del cerezal iba aquella noche a meter las manos en el
tesoro.
Irguiose poco a poco y siguió a Marta. La sombra del bosque envolvía a ambos. Gaspar,
arriba, avanzando casi a gatas: Marta, debajo, en la parte más inferior del declive,
deslizándose lentamente, mirando a todos lados y haciendo zigzags en su camino, como
para desorientar a quien pudiera observarla.
A poco se detuvo en un claro que la vegetación dejaba en el monte. En el centro de una
pequeña planicie pedregosa se alzaba el tronco gigantesco de una ceiba. Llegó al tronco y
se sentó junto a él, mientras Gaspar, desde los matorrales próximos, la vigilaba.
Después de algunos minutos, la vieja dio una vuelta en torno del árbol, escudriñando los
grupos arborescentes, como si temiese que se animasen para despojarla. Pero nada: estaba
sola con Dios. Sólo un testigo impertinente.
Alzó la cabeza y fijó una adusta mirada en el árbol. La claridad cayó con serenidad
sobre aquel rostro senil, y al ver cómo los rayos de luz se quebraban en él, plateando la
barba y la nariz puntiagudas, los labios fruncidos, los ojillos acurrucados en el fondo de sus
cuencas, la piel rugosa y péndula en el cuello y las guedejas de revueltas canas
enmarañadas en el occipucio y la frente, hubiérase creído que el satanismo del mal daba
relieve a un contraste irónico: la vejez rebosante de vigor, de poesía, de encantos,
enredándose jubilosa en cada rayo de luna, difundiendo calor de existencia y descendiendo
para reclinarse sobre las florestas y sobre los pantanos.
Cuando Marta creyó estar segura de su soledad, escarbó al pie del árbol. Estaba
encorvada, de bruces sobre la hierba, las manos enarcadas como azadas cavadoras. Un
instante después un hoyo quedó hecho. Adivinaba Gaspar más que veía los detalles de la
escena, desvanecidos en la semiluz que proyectaba el árbol.
Marta sacó del bolsillo un paquete, abriole y dejó caer a granel un montón de dinero.
Sonido metálico muy débil denunció la caída de las monedas.
Después, otra vez miró la avara en torno. Sola, siempre sola. Y apresurada aterró el
hoyo, pasó por encima la mano, igualando la removida superficie, y amontonó en el lugar
algunas piedras para que disimularan la reciente zapa.
Respiró la anciana como quien se alivia de un gran peso. Ahora, que vinieran a
desvalijarla. Trabajo daba ella a quien quisiera husmear su cueva. Y siempre recelosa
regresó con lentitud a la choza.
Dudó Gaspar un instante. Calma, mucha calma. Lo primero, acostar a la vieja. Siguiola
con gran precaución y pudo ver cuando, por debajo del colgadizo, entró en la casa. Esperó.
Al fin el quietismo de la choza le animó. Marta debía estar dormida. La ocasión había
llegado.
Conteniendo el gran placer de su triunfo, volvió a la ceiba. El tronco presentaba sus
asperezas como arrugado semblante contraído por el mal genio; mientras, las ramas,
nadando en el vacío, flotaban allá arriba, y las hojas se agrupaban como muchedumbre de
mariposas verdes atadas por un ala.
Imitó Gaspar a Marta. Escarbó, separó la tierra y puso al descubierto la boca de una
tinaja. ¡Jesucristo, qué talego! Gaspar sintió vértigos, y si en aquel instante hubieran
querido disputarle su tesoro, hubieran tenido primero que hacerle pedazos. Todo, todo
aquello era suyo. Mas lo que hacía era peligroso, convenía terminar pronto.
Tumulto de proyectos se resolvió en su cabeza. ¿Lo cogería todo? ¿Tomaría sólo una
parte para insistir otra noche? Sí, esto último era lo mejor. Todo despojo absoluto
alborotaría. Lamentaríase Marta horriblemente, y el escándalo sería inevitable. No; poco a
poco se va lejos. Ante todo, ¿cuánto podría haber allí?
Hundió una mano en la tinaja y aspadeó con los dedos en el montón. ¡Bah, no era tanto!
La tinaja era muy pequeña. Pero se decía que la avara tenía mucho dinero: tal vez tendría
varios escondrijos y guardaba su dinero repartido en porciones. Quien había encontrado
una, encontraría las demás.
Extrajo Gaspar un puñado de dinero: eran monedas de plata y cobre. Buscó, revolviendo
el depósito. No había oro. Era indudable que Marta debía tenerlo, pero allí no estaba.
Gaspar hizo un cálculo: entre pesetas, vellones y ochavos podría haber allí unos doscientos
pesos. La primera impresión se disipó: no era tan grande el talego. Con paciencia buscaría,
y jurose no parar hasta descubrir los otros depósitos. Guardó un puñado de monedas. Con
aquello bastaba: unos diez o doce pesos. Podría con ellos holgar en Vegaplana, dormir a
pierna suelta el lunes y darse durante una semana buena vida. Ya volvería por otra dosis...
Y así pensando, Gaspar rellenó el hoyo, dejando las cosas como si mano profana no
hubiera tocado el caudal de Marta. Después volvió al río, pasó la calzada y con una sonrisa
en el semblante emprendió la marcha a Vegaplana.
Allá la gran turba danzaba alegremente. Bullía la sala como líquido turbio puesto sobre
brasas.
Dábase el baile en una casa campesina de dimensiones mayores que las corrientes, pero
con el mismo descuidado carácter de construcción: cuatro paredes cribosas y un techo débil
para resistir el ímpetu de las ráfagas. Tres o cuatro lámparas ardían en la sala diseminando,
más bien que claridad, penumbras que envolvían los objetos. Por dentro, el techo, sin cielo
raso, mostraba el interior de la cobija de hojas de palma, ostentando toscas vigas que
atravesaban de un lado a otro de la sala. Esa techumbre sorbía el pobre chispeo de las
lámparas, que hacían esfuerzos por aclarar los contornos. Estaban formadas las lámparas
por frascos pequeños con un tubo de lata adaptado a la boca, y, por dentro del tubo, la
mecha chupadora que quemaba el combustible contenido en el pote. De aquellos focos de
luz desprendíanse espiras de humo negro y oleoso, conquistando la sala con la intensidad
de un olor casi irrespirable.
-¡Otra punta, otra punta! -decía un mocetón que remolcaba a compás a una vieja.
Los demás le hacían coro. Habíase terminado la pieza, y los concurrentes querían que la
repitieran. Los músicos, cediendo complacientes después de dar su permiso el director, el
amo del baile, la emprendieron otra vez con la contradanza, mientras las parejas,
empapadas en copioso sudor, se lanzaban de nuevo al vértigo del ritmo.
Sobre un banco de madera veíase a Leandra, arrellanada, en compañía de otras
campesinas que no habían encontrado pareja. Se echaban aire con los pañuelos o con
alguno que otro abanico que corría de mano en mano. Se comentaban los incidentes de la
noche, la generosidad del anfitrión, la bondad de las bebidas. Alguna mujerzuela criticaba
el traje de las bailadoras.
-Pa vestirse así, mejor es andar en naguas. ¡Ave María! ¡Si parece una verdolaga en lo
ancha! Y mira, mira a Filomena. Cómo se le va conociendo ya la barriga. Pues y luego, tan
changa y tan pescao frito.
-Dicen que se casa.
-¡Y si lo ves...!
-No, hombre; lo que hay es que Moncho se la lleva.
-Por cierto... Si acaso se la irá llevando poco a poco.
Después, picardeando en voz baja, las mujeres contenían la risa producida por las
parejas ridículas o por las que, olvidándose de la crítica, se entusiasmaban demasiado en el
balanceo voluptuoso de la contradanza.
De vez en cuando corría de mano en mano la lujosa copa campestre: la parte leñosa de
una higuera pulida en forma de oboe, que servía para satisfacer la sed de todos, siendo
sumergida a cada instante en una tinaja que contenía el refresco, el agualoja, especie de hidrolado de azúcar, jengibre y anís. Paladeaban todos la dulzaina bebida y reforzaban la
provisión de líquidos para devolverlos en forma de emisión sudoral.
Las parejas volteaban la sala como los cangilones de una noria. Movíanse en torno unas
veces, dando vueltas sobre sí mismas, otras deslizando a la derecha o a la izquierda, otras
retrocediendo de espaldas él o ella, y en este último caso parecía que el hombre daba caza a
la mujer fugitiva.
Los hombres, con el brazo derecho abarcando la cintura de las damas, mientras con el
izquierdo, unidas las manos, ora encogido, ora estirado, ora doblado hasta colocárselo en la
espalda, cerraban la cadena de la contradanza, de la que no era posible desprenderse sin
perder el compás.
Dejábanse ellas conducir en el suave balanceo. Colocaban el antebrazo izquierdo sobre
el brazo derecho de la pareja, abandonándole el otro brazo, y, envueltos en aquellos lazos,
rendíanse al movimiento muelle y perezoso de aquel baile singular.
Así volteaban, unas veces proyectándose con deslizamientos suaves, otras deteniéndose
bruscamente para moverse luego con lentitud, como durmiéndose de pie, como
embriagándose en los tonos rítmicos de la música, como desmayando en un paroxismo de
quietud placentera o de inmovilidad deleitosa.
Rozaban los cuerpos con los choques de unas parejas con otras o con las presiones de
los propios brazos; las cinturas femeninas quedaban manchadas por la espalda, en donde las
húmedas manos de los mozos dejaban la huella; y en tanto movíanse los pies
económicamente en estrecho espacio, como pretendiendo bailar en equilibrio sobre la punta
de un alfiler.
La ola humana movíase incesante, golpeando a veces rodilla con rodilla, respirando el
mutuo aliento cada una de las parejas, experimentando a cada instante choques de blandura
muelle y roce de cabellos cortos que entoldaban las frentes, estableciéndose corrientes de
amor inquieto -de deseos mortificados por la proximidad del objeto imposible que los
despertaba-; trasiego, en fin, caliente y, plástico de una vida llena de ansias de placer y de
felicidad.
Y todo ese mundo de agitación, impulsado por la música... Cuando la contradanza
empezaba, el ritmo invadía la sala, acompasándolo todo con la precisión de su medida
armónica. Los instrumentos eran tres: una guitarra grande, el cuatro; otra más pequeña, el
tiple, y un cuerpo disonante llamado güiro.
Era el güiro un instrumento extravagante, trofeo de tribu indígena salvado de los
naufragios del tiempo. Una caja disonante hecha en el fruto hueco y disecado del marimbo,
generalmente encorvada como una cimitarra, con una superficie rayada en la parte anterior,
formando líneas estrechas y paralelas al través. Tenía forma de cucurbita, con extremos
agudos y vientre ancho, y en éste un agujero para dar salida a los sonidos. El áspero
instrumento sonaba agitando el músico un pequeño alambre o cualquier objeto agudo que,
al rozar, producía un chirrido de hierro enmohecido o un rumor de arena pisada sobre una
superficie dura.
De aquel soberbio trío escapaban los campestres aires musicales, melodías de dulzor
romántico sobre motivos de una simplicidad primitiva. Eran aires quechuas lanzados a la
evolución, acariciados por el sentimentalismo andaluz.
La resultante de estos dos factores era algo peculiar, propio, exclusivo. Sonaba una nota
reposada o trémula, y enseguida surgían otras más que volteaban en torno a la primera;
juntas, progresaban melódicamente hasta llegar a un punto más alto de la gama, y después
restituíase el aire a la nota primitiva. Este vaivén determinaba una monotonía triste,
soñolienta, como si debiera ser cantada por amante que llora al desdén de su dueño.
Ocurría a veces una variante: el tiple se animaba como agitado por la inquietud de un
movimiento expansivo; daban las notas volteretas en el pentagrama, determinando vivísimo
allegro; el compás, siempre cadencioso, se apresuraba; el ansia de movimiento salía en
impulsivos soplos de la caja sonora de los instrumentos; pero la agitación duraba poco,
volviendo de nuevo a la monotonía anterior como onda armónica que se encoge en el
reflujo de su sencillez.
Ejercía aquella música fascinación sobre los temperamentos. Montesa, cuando
navegaba, silbó mil veces en lejanos mares la melodía nativa. Experimentaban los criollos
al escucharla una emoción secretamente melancólica. El corazón se les oprimía, y una luz
iluminaba en el recuerdo el pasado, dando relieve a los dormidos poemas de la infancia.
Música amable, cariñosa, atractiva, en la colonia incitaba, removía, acariciaba con la
suavidad de sus cadencias; ausentes de ella, conmovía, casi enternecía, presentaba ante los
ojos la visión del nativo solar, invitando a recobrarlo, atrayendo con benditas memorias,
enorgulleciendo por ser suyo y por haber en él nacido.
Y a compás de esa influencia, otra enervadora carnal. Un soplo que empuja al
movimiento, una fuerza que lleva a la agitación anhelosa de contenidos deseos, mortificante
estímulo que obliga a dos seres a poseerse sin posesión, contacto blando que despierta
mundo de sensaciones, arrebato dominado por la convención, una hipócrita fórmula, en fin,
para arrojarse en brazos de la bestialidad sin disipación ni escándalo.
Así invadían el aire aquellos sones, excitando el temblor agitante de un pueblo
paralítico; así se escuchaba desde lejos como un treno, como conjunto de notas tristes
atadas a las vibrantes; como melodía sentimental que se alzaba de los instrumentos; como
dolientes ayes de un pueblo moribundo que, sonriendo y cantando, se hunde en la
abyección.
La animación iba subiendo de punto a medida que la noche avanzaba y las lenguas
bañábanse en libaciones de anisado y ron. Cuando el arroz dulce saciaba el apetito,
borbollaban las risas, y las carcajadas, y el alboroto.
Brusco aleteo de grosería golpeaba los tabiques, rebotando sobre el suelo negruzco y
manchado por la sialisis que el continuo mascar tabaco producía. Imperaba en todo la zaña rudeza que blasfema y grita para celebrar un chiste, confundiéndose así hombres y mujeres
en la brutal torpeza de un concurso sin cortesía.
Al fin, en una de las puertas apareció la cabezota de Gaspar.
En aquel momento, Silvina bailaba con un labrador joven y bien parecido. Al dar una
vuelta, la joven vio a Gaspar. ¡Qué suerte! A llegar unos minutos antes la hubiera
encontrado colgada de los brazos de Ciro.
Al pasar por delante de la puerta detúvose la pareja, y Silvina dirigió a Gaspar una
mirada interrogante. Éste, con ademán afirmativo, expresó su conformidad, y Silvina siguió
volteando con el labrador.
Gaspar se lanzó también. Por el camino habíase detenido en varios ventorrillos y bebido
buenas dosis de ron. Éste, revolviendo allá dentro, y el dinero de Marta arrinconado en el
fondo del bolsillo, le habían puesto de buen humor. Sí, a divertirse... Por supuesto, sin
quimeras, sin garatas. Quien quisiera pelear, al camino. Allí se habían reunido personas de
consideración, y era menester respetar y dejarse de relajos. Y entre dicharachos y discursos
que nadie le pedía, perdiose en el remolino de parejas, chocando aquí, tropezando allá, y en
todas partes apestando el ambiente con su aliento aguardentoso.
El buen humor de Gaspar llegó al paroxismo. El labrador que bailaba con Silvina vio a
Ciro con su novia. Desprendiose ésta de los brazos de Ciro y asiose a su galán, dejando
plantados en medio de la sala, el uno, a Silvina; la otra, a Ciro.
Imbécil gritería celebró el caso. Y todos proclamaron la lógica de que los dos plantados
se enlazasen en el baile.
Silvina dudó recelosa; mas, tropezando con Gaspar, vio que éste venía haciendo visajes
y haciendo coro a la insinuación de los demás. Entonces sintiose asida por Ciro,
abandonose en sus brazos y se perdió con él en el tumulto.
Apenas empezaron a bailar, Ciro bajó la cabeza a la altura de la oreja de la joven y dijo
en voz baja:
-Esta noche..., ¿verdad?
-Esta noche..., ¿qué? -contestó ella, sintiéndose poseída de intensa alegría al verse
autorizada para bailar con el joven.
-Te digo que esta noche hago un disparate.
-¿Vuelves otra vez con tus locuras?
-Es que no me conformo, es que te quiero... Estoy resuelto. Aunque me comprometa y te
comprometa. Esta noche ése está más borracho que un alambique. Caerá como una piedra
sobre el soberao. Espérame. Ya lo sabes...¿Pero acaso vivo yo sola?
-A mí, ¿qué rayo? Así vivas dentro de un baúl, allá voy a buscarte.
-Allí está Leandra. Es seguro que Galante estará también. Y luego, Gaspar...
-No importa. Galante y Leandra duermen en el cuarto de afuera. Tú y ese animal en el
otro.
-Ni por pienso, ¿sabes? Ni por pienso te ocurra eso...
-¡Voy!
-No, imposible. Déjate de eso.
-Mira: voy. Por encima de todo, voy. Si me esperas, puede que no pase nada; pero si te
opones y haces ruido y se despiertan no vuelvo la espalda. Te lo aseguro. Llevo mi mocho,
y voy resuelto a hacerle cara a todo el barrio.
-Pero ¿por dónde vas a entrar? -dijo ella, bajando mucho la voz.
-No sé por dónde. De todos modos espérame despierta.
-Esa es una barbaridad. ¡Dios quiera que no se arme la gran trifulca!
Y mientras duró el danzón no hablaron de otra cosa. Silvina, emocionada; él, insistente.
Llenábase ella de pánico. ¿Cómo impedir que Ciro realizara su proyecto? Además, en la
lucha tenía ella un flanco débil. Temía los peligros del audaz propósito; pero un secreto
gozo, un ansia sin sensación definida, un anhelo hondo, muy hondo, la hacían desear que la
tentativa resultase practicable.
-¡Dios mío!, si te oyeran, ¿qué sería de nosotros y, sobre todo, de mí?
-No oyen los que están bien dormidos; te asustas más de la cuenta. He pensado muchas
veces en aprovechar una ocasión, y ahora te lo digo, he rondado muchas noches por aquel
lugar. Pero tú no estabas avisada. Ahora lo estás, y la cosa cambia. Quieras o no quieras, si
nos hemos de fastidiar, nos fastidiaremos juntos.
Quedaba en ella un resto de duda. Ciro no cumpliría su temeridad. Daba, pues, lo mismo
discutir o consentir. Mejor era dejarle.
Al fin terminó la danza, y Silvina corrió al lado de Gaspar.
La atmósfera de la sala parecía un nubarrón saturado de polvo, de emanaciones
humanas, de humo y tabaco.Cabeceaban ya algunas viejas, rindiéndose a las fatigas de la noche en claro, mientras
las parejas jóvenes empeñábanse en dilatar las horas alegres, y los chicos, tirados por los
rincones, dormían con sueño feliz.
Ya muy baja la luna, disolviose el baile. Gaspar, Leandra, Silvina, las Flacas y varios
campesinos regresaron en un grupo a su montaña.
Al salir de la sala, Silvina, todavía sofocada por la agitación, sintió en el semblante el
aire fresco de la madrugada, produciéndole ingrata impresión. Le ardían los ojos, tenía
sueño, abatimiento, laxitud.
Así caminó algunos metros. Detúvose de pronto. La había invadido un aura vaga, algo
inexplicable. Sintió extraño aturdimiento, hebetud profunda. Fijó la mirada en un punto del
espacio, y, dando algunos pasos rápidos, se sujetó de un árbol, abrazándose al tronco.
Luego perdió la noción del mundo. En su torno desvaneciéronse las cosas, la ideación
consciente interrumpió su enlace, dejó de saber en dónde estaba, en su cerebro nada existía,
ni pasado, ni presente, y, al fin, cayendo en una absoluta privación de la vida cerebral, se
tambaleó en vértigo idiota.
Acudieron todos, la sostuvieron, la sentaron sobre la hierba y trataron de reanimarla.
El azote nervioso pasó pronto. Ya reportada, abrió los ojos, miró con asombro a todos
lados.
-¿Qué me ha pasado? -dijo.
-Nada: eso no es nada.
-¿Pero qué he sentido? ¿Por qué me he mareado? ¿Por qué estoy aquí, en la hierba?
-Porque poco te faltó para caer redonda.
-Yo estaba buena, sana. De pronto se me fue el mundo... Me ha dado un mal, ¿verdad?
-Vamos -dijo Gaspar-, ya eso pasó. Lo que hay es que todas las mujeres son locas. No te
has cansado de brincar toda la noche; luego saliste enseguida a la luna. Claro, por poquito
te pasmas. Pero vamos, ya estás buena. Vamos...
Continuó el grupo la marcha, y Silvina le siguió quebrantada, como si hubiera sufrido la
depresión de un gran trabajo. Iba presa de gran tristeza, conteniendo los sollozos. ¡Qué raro
era aquello! ¿Por qué había sentido tan extraño mal? Sin embargo, cuando llegaron a la
casucha las aprensiones se habían disipado y estaba más tranquila.
Al abrir la puerta salió del interior una bocanada de olor humano. Y oyose la respiración
ruidosa de un dormido.
Leandra impuso silencio. Nada de ruidos. Galante estaba allí, en el camastro.Penetraron todos en la vivienda, y a poco reinó el silencio, sólo interrumpido por los
groseros ronquidos de Gaspar.
En el cuarto más grande, leandra y Galante en el camastro, y Pequeñín rebujado en el
suelo entre unos trapos. En el otro cuarto, Gaspar y Silvina en su tálamo: una estera
amarilla cubierta de trapos y unos sacos que servían de almohada.
Gaspar, sin desvestirse, cayó inerte, como si un sueño de príncipe encantado le hubiera
condenado a dormir un siglo.
Silvina, pensando en Ciro, desvistiose lentamente. ¡Dios santo! ¿Sería capaz de ir?
Deseaba dejarse llevar por el acaso, abandonarse en la aventura; pero la zozobra la tenía
asida y el miedo indecisa. Bajo la influencia de tales impresiones, acostose en la estera, al
lado de su tirano.
Gaspar quedaba del lado del tabique, ella a media vara de distancia.
La sombra ennegrecía en la casucha todos los detalles. Por alguno que otro intersticio
podíase descubrir la claridad exterior, y por el pavimento de tablas de palma viejas, mal
unidas, lleno de hendijas, podíase descubrir el color pardo de la tierra, sobre la cual, a una
vara de altura, estaba construida la casa.
Todo quedó en el quietismo. Sólo alguna cursoria aleteó en el aire para caer después al
suelo y entregarse al cucaracheo asqueroso de caza nocturna.
Media hora después, Silvina se incorporó asustada. Había oído un ruido extraño. Un
roce de pisadas producidas por el paso de alguien que rondaba en el exterior.
Era Ciro. El joven les había seguido desde Vegaplana, resuelto a cumplir su promesa.
Esperó en el bosque el tiempo que juzgó bastante para que todos conciliaran el sueño, y
luego acercose cautelosamente a la casucha, buscando manera de penetrar en ella.
Silvina, asustada, galopándole el corazón, escuchó... Ciro llegó a la casa y se metió
debajo. Sabía que Gaspar y Silvina ocupaban el cuarto pequeño, pero ignoraba qué ángulo
de éste era ocupado para lecho.
Introdujo el machete por el intersticio de dos tablas del pavimento. Tropezó el arma con
algo que cerraba el paso. Era indudable que la estera estaba allí.
Introdujo luego el machete más hacia la izquierda; siempre el mismo obstáculo le
detenía. Siguió probando de ese modo hasta llegar al tabique de la fachada, y luego,
volviendo al sitio por donde empezó la pesquisa, probó de nuevo hacia la derecha.
A la tercera tentativa, el cuchillo penetró entero. Indudablemente por aquel lado no
había obstáculo. Midió una extensión como de media vara y calculó que para abrirse paso
necesitaba levantar cuatro tablas. Siguiendo la dirección de una hasta su extremo junto altabique, probó a empujar. Las tablas estaban atadas con resistentes bejucos que las
mantenían unidas, que formaban el cuadro de la choza. Cortó el joven la atadura de una de
las tablas y ésta, cediendo, crujió ligeramente. La alzó Ciro algunas pulgadas, la empujó
oblicuamente y la dejó descansar sobre la tabla inmediata. Del mismo modo cortó la
atadura de una segunda tabla, y a los pocos momentos el busto de Ciro apareció en el
interior de la casucha como surgido por escotillón.
Escuchaba Silvina sin perder un solo detalle del asalto. ¡Qué atrevimiento, qué audacia!
Tenía ella inmenso miedo; pero al mismo tiempo, desvanecido el malestar sufrido a la
salida del baile, experimentaba arrobamientos de felicidad.
Allí estaba el hombre amado que por ella a los mayores peligros se exponía. Y en la
sombra del cuartucho, sentada sobre la estera, teniendo al lado a Gaspar, desde el fondo del
alma admiraba a Ciro; veíale engrandecido por la pasión, digno cien veces del premio a tan
duro precio perseguido.
¡Ah, pero si los sorprendía! ¿Qué iba a pasar allí? Entonces, resuelta, deslizose por el
suelo hasta el hueco abierto por Ciro.
-¡Por el amor de Dios..., ten cuidado!
-¡Silvina!... ¡Silvina de mi alma!
Y abrazados, él con los pies en el sótano y el busto en el interior de la casa, y ella
acurrucada junto al hueco del pavimento, unieron sus labios, diéronse besos muy diminutos
para que no sonaran.
Allí, en voz muy tenue, cambiaron algunas palabras que el temor hacía balbucientes. Él,
resuelto a terminar, impaciente, bajo el estímulo de una premura necesaria, queriendo
acortar la aventura, cuyos peligros comprendía, en una oscuridad de donde podía, súbito,
esgrimirse el machetazo del huésped sorprendido en el sagrado del domicilio. Ella, ebria.
Sí, era preciso dar fin a aquella historia. En el baile, en brazos del joven, había entrevisto
momentos de dicha. Sentíase invadida por la vacilación final. Así, al sentir la ternura del
joven, cerró los ojos. ¿Tenía que ser? Pues que fuese...
-Espera... -dijo al oído de Ciro.
-Espera. Quería convencerme de que ése está bien dormido. No subas, no entres..., yo te
avisaré...
Deslizándose, volvió al lado de Gaspar, que roncaba como fuelle de fragua. Acercose y
le observó un rato. Dormía. ¿No estaría despierto, fingiendo dormir para caer a traición
sobre ellos?
Observó otra vez. Dormía. Ella, sin embargo, quiso la evidencia. Alargó los brazos y le
tocó, diole luego suaves empujones llamándole entre dientes, como si temiera que estando
dormido le despertara la prueba.¡Gaspar! ¡Gaspar! -y como éste no respondiera, continuó-: ¡Gaspar, por vida tuya,
Gaspar!
Yacía éste como masa de carne averiada que arrojó un matarife.
-¡Gaspar..., oyes, Gaspar!...
Le movió con más fuerza, pero en vano. Entonces, respiró ella con placer... ¡Estaban
seguros! Volvió junto a Ciro, y con voz tenue, emocionada, deliciosamente cariñosa, dijo al
joven:
-Ven.
Mas en aquel momento oyose una voz gutural que murmuraba en el cuarto inmediato.
Galante había oído cuando Silvina llamaba a Gaspar. Primero permaneció indiferente;
luego, aquel por vida tuya, le hizo levantar la cabeza. Escuchó la voz insistente de la joven
y sonrió. ¡Diantres! La pobrecilla, después de la noche alegre, estaba desvelada; y el bruto
de Gaspar habíase dormido, sin duda abandonando con estúpido desvío la exigente
juventud de su mujer.
Llamó a Leandra. Ésta, que dormía panza arriba como un quelonio volcado, despertó
remolona. Él dijo algo que repitió con insistencia, mientras empujaba a Leandra para
hacerla levantar... Despierta Leandra al fin, comprendió... Levantose y al poner los pies en
el suelo toda la casa crujió.
Silvina, al escuchar los ruidos, quedó helada de susto, y Ciro, que había empezado a subir
por el agujero, detúvose receloso.
-Lo que te decía..., ¿ves? -dijo ella.
-No..., no es nada...
-¡Vete..., vete...!
Sonaron pasos. Leandra, caminando a oscuras se dirigió al cuarto de Silvina.
Midió Ciro el peligro. Si estaba ella resuelta, cualquiera hora sería mejor que aquélla, sin
necesidad de arriesgarse en los peligros de escándalo. Era indudable que alguien se había
despertado. Persistir, permanecer allí, era comprometerse totalmente sin llegar al buen
éxito. El instinto de conservación triunfó, y mientras Silvina se replegaba encogida al lado
de Gaspar, deslizándose por el hueco, huyó apresuradamente hasta perderse en el bosque.
En tanto, Leandra llegó junto al lecho de Silvina, se inclinó sobre ella, la asió de una
mano.Invadida por un terror de muerte, Silvina comprendió también.
¡Era el tráfico, el horrible tráfico, desgarrándola con su inicua zarpa!
Permaneció inmóvil, fingiéndose dormida; pero Leandra tiraba de ella. ¡Ah, imposible!
Pensó verse arrebatada por una ráfaga de dicha y volvía a la realidad sintiéndose empujada
al asco y a la infamia. No, no iría...; ya era bastante infeliz para consentir otra vez tal
canallada.
Mas Leandra la movía bruscamente.
-Silvina..., está amaneciendo. Levántate..., junta leña para hacer café...
-No puedo..., estoy muerta de sueño...
-Silvina, ¿no entiendes?... Ven..., ven.
Sabía ella que tales palabras eran un pretexto, un andrajo de apariencia con que se
cubrían las intenciones. Y resistía, resistía...
Pero Leandra, apretándola, tirando de ella, consiguió levantarla, sacarla del cuarto,
conducirla al otro; mientras, ella pensaba que su resistencia movería ruidos; que despierto
Gaspar le empujaría también; que harían luz y aparecería delante de todos aquel agujero
practicado en las tablas que ella, furtivamente, debía cerrar antes del día. Pensó, en fin, en
inmenso abandono, en su desvalida soledad en medio de aquellos seres, resueltos a herirla
en el corazón, a retorcerle el alma...
Entonces, en la oscuridad, un brazo de hombre la ciñó por la cintura.
Leandra bajó el colgadizo, reunió algunas astillas, que al ser encendidas chisporrotearon
con movediza llama; puso a hervir el agua para el desayuno, y, en cuclillas frente al hogar,
esperó el hervor, mientras en el sereno cielo empezaban a difundirse prístinas claridades de
alba, los primeros indecisos colores del día, tan suaves, tan inocentes, tan puros.

La CharcaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora