Junto al río, sentados sobre un prado de musgo, varios campesinos jugaban naipes.
Había allí un bosquecillo, un lugar oculto, libre de las miradas de los que transitaban por el
camino y situado detrás de la tienda de Andújar. Parecía una cripta; la Naturaleza ofrece
asilos floridos para el amor, para el sueño, para el crimen.
Deblás, manoseando una sucia baraja, dirigía la contienda: contienda del azar o de la
trampa.
Colocaba las cartas sobre el suelo mullido por prolífica fumaria, metodizaba luego las
apuestas, iba luego descubriendo las cartas y, por fin, pagaba a los afortunados y cobraba a
los que perdían. Se cruzaban apuestas de ochavos, de una peseta a lo sumo, y en la banca se
apiñaba un montón de monedas que el ansia de los jugadores agrandaba.
Deblás, perseguido por la justicia, había encontrado en la comarca un buen escondite. Su
primo Andújar le protegía. Éste, más de una vez, desvió a la policía forestal, despistándole
y sustrayendo de sus garras la presa.
Para un hombre como Andújar, un primo como Deblás podía ser útil en ciertos
momentos. Es verdad que se veía obligado a sostenerle con dinero y vituallas; mas era
preferible tal dispendio a tener un pariente en presidio o, tal vez, tenerle suelto por
enemigo.
Deblás era ave incierta, de esas que no tienen zona propia y vuelan de un lugar a otro,
atisbando las buenas presas. Su irregular situación con la justicia le impedía mostrarse y
trabajar en las fincas, a menos que fuera en operaciones de las que no figuran en la lista de
la semana; y, de otro lado, los propietarios, conociendo la historia del presidiario,
esquivaban darle trabajo por temor a verse envueltos en asuntos de justicia.
De ese modo, Deblás vivía del favor de Andújar, de la amistad de algunos campesinos,
de la tolerancia de todos y de las ventajas del juego, que establecía invariablemente los
domingos.
Así pues, en la jugada a orillas del río llevaba aquel día el timón. Con su cuerpo flaco,
encogido, parecía un sediento sorbiendo poco a poco el dinero de los otros. Sus dedos,
anchos y aplastados en la punta, barrían las monedas como escoba de pajuncia que barriera
el polvo, y los naipes en sus manos parecían sujetos por un secreto imán, mezclados con la
atracción de un unto pegajoso. No podían caer y dispersarse: estaban asidos por aquellas
manos flexibles, que a cada contracción muscular les imprimían una forma y una
disposición distinta.
En torno estaban los puntos, los que apostaban, y más afuera los que miraban sin jugar.
En conjunto, veinte o treinta gañanes, que sudaban ansiosos ante las peripecias del juego.
Entre ellos veíase a Ciro, luciendo su cara maliciosa y su expresión concupiscente. Si
perdía, lanzaba palabrotas y reía con risa que ocultaba el enojo, maldiciendo de la mala suerte. A veces cambiaba de postura como cambiando de plan de batalla. Entonces se ponía
muy serio, como quien ha encontrado al cabo la clave de un enigma y reúne los cinco
sentidos para comprobar la eficacia del descubrimiento.
De vez en cuando, sin embargo, se distraía, dejaba de apostar y miraba fuera del círculo
de jugadores y curiosos. Parecía buscar, esperar algo. Sus ojos tropezaban con la maraña de
arbolitos, que cerraban el paso a la mirada, y sólo por un lado, levantando la cabeza,
conseguían ver, en lo alto del barranco, el tabique posterior de la tienda de Andújar,
mostrando la mal unida superficie de la tablazón de cedro, sucia y desteñida por las lluvias
y el tiempo.
La cabezota innoble de Gaspar destacábase allí en la primera fila, como figura de relieve
amasada en el barro. Veíasele de bruces en la embriaguez de la baraja, mostrando su
penacho de pelos grises, espesos y enmarañados; sus senos frontales deprimidos; sus
pómulos pronunciados; sus órbitas grandes, huesosas, muy separadas entre sí; su nariz
ancha, con una ventana más grande que otra; su bigote hirsuto y escaso; sus orejas, con el
lóbulo adherido a la piel de la cara; su maxilar inferior, voluminoso, con aspecto de morro,
sobresaliente de las facciones. En suma: un gran feo, de facha repugnante.
Calculaba su juego y husmeaba el de los demás, ora siguiendo en sus apuestas a algún
afortunado, ora llevándole la contraria al que estaba de malas. Si ocurría alguna dificultad,
apremiaba con despotismo al banquero; si surgía alguna discusión, revolvíase irritado
contra los discrepantes que interrumpían la jugada. Entonces lanzaba ternos enormes que
parecían pedradas arrojadas por la ira para turbar el silencio de las selvas. Todos, para él,
eran unos pendones que no sabían que molestar a los jugadores de cálculo, unos
desinquietos..., unos desvanecíos...
Cuando le salía una carta contraria, estallaba... La suerte era una mujer de la vida que se
daba o se negaba con irritante volubilidad. ¡Mal rayo la partiera! Y aquel hombre grosero,
cruel, vanidoso, embustero, amigo del sufrimiento ajeno, perezoso en el trabajo, vengativo
ante la más ligera ofensa, egoísta en los placeres y cobarde en los peligros, se mecía entre el
enojo y la risa con exposiciones de mal reprimida violencia, cada vez que los incidentes del
juego le llevaban a la ganancia o a la pérdida.
Marcelo, entre los curiosos, paseaba la mirada triste. Aquella mirada tímida que se
desprendía de su semblante pálido como una hoja amarilla caída de un árbol seco.
No jugaba: le parecía peligroso. Cualquiera está expuesto a una riña, a un disgusto, por
la menor tontería. Marcelo, que huía de los peligros, no hubiera podido arriesgarse en la
balumba de impresiones del naipe. Tenía la seguridad de perder, y temía que si ganaba le
creyesen ladrón de la ganancia. Se conformaba con mirar, con seguir el vaivén del azar.
Sonreía cuando los demás prorrumpían en carcajadas, y si se agriaban los ánimos retrocedía
maquinalmente, separándose del corro.
En tanto, en la tienda, Andújar y el dependiente se ocupaban del despacho.
Los campesinos hacían compras y arreglaban cuentas. Como era domingo, las
liquidaciones, escritas sobre hojas de papel de estraza, cerraban el cargo y data de cada
cual.
La tienda esplendía a la luz meridiana, luciendo el mostrador grasiento y los umbrales
llenos de churre. El asco hubiera caído en brazos del síncope si alguien le hubiera empujado
allí. Los aparadores estaban llenos de artículos de consumo, de baratijas, de géneros tan
ordinarios que parecían tejidos expresamente para cubrir carne de chusma.
En medio del mostrador, una balanza, dispuesta a caer del lado de la trampa al más
tenue empujón. En un extremo del mostrador, sinnúmero de botellas conteniendo bebidas, y
en el extremo opuesto, pedazos de cecina, de hogazas y galletas. Detrás del tabique del
fondo, dos habitaciones: en una, depósito de toneles, de albardas, de instrumentos de labor;
en otra, un catre, dos sillas y un gran baúl. Allí dormía Andújar, aquel era el recinto que
guardaba de noche al gran pulpo de ávidas ventosas que se le habían pegado del dorso a la
comarca.
Andújar había llegado allí algunos años antes. Sin otro capital que la ropa que le cubría
y su sed de riquezas a todo trance, apareció un día en el barrio.
En aquel mismo lugar vivían por entonces un anciano de setenta años y una muchacha
de veinte: una mancebía extravagante de un viejo que no se resolvía a perder el buen
apetito, y una joven ganosa de marido acomodado. El anciano era dueño de algunas
hectáreas de terreno que se extendían desde el cerro hasta el río, y poseía, además, una
casita campestre con tabiques de palmas y techo de paja: lo suficiente para cosechar quince
o veinte fanegas de café y comerse, en hogar estéril, su producto.
Andújar pidió hospitalidad, diéronsela, y pisó aquel umbral de una vez para siempre.
Primero supo inspirar lástima al viejo, que le concedió generoso arrimo; luego desplegó
actividad ayudando a su huésped en las labores del campo. Llegó a ser el hombre necesario,
y en los días húmedos, cuando el anciano tosía o calmaba en el quietismo la cruel rebeldía
de las dolamas, llegó a ser imprescindible.
Cuando el viejo no pudo trabajar, Andújar trabajó para todos. Se hizo cargo del monte, y
también, con astuta traición, del tálamo. La muchacha, en su papel de enfermera de un
longevo, encontró el premio furtivo del hombre rollizo, y así fueron viviendo hasta que el
propietario dio el adiós a la vida.
Andújar entonces desplegó las alas. Allí no había ni testamento ni heredero. La finca
quedaba mostrenca. Por aquella época la colonia no tenía catastros ni centros de
inscripción: cada cual poseía porque poseía. La costumbre, un papel simple; la tradición,
una prueba testifical, bastaban para dar dueño a un pedazo de tierra. La manceba viuda del
muerto a nada tenía derecho, y Andújar vio un camino abierto a su ambición.
No convenía alejar a la muchacha... Trató de engañarla: sí, indudablemente la finca era
de ella. Mas había que dar impulso a su producción, elementarla trabajándola con ardor
para hacerla productiva. Y él siguió siempre siendo el hombre.
Un año después, la labor de Andújar había hecho milagros: la casa era de madera, dos o
tres cabañas la rodeaban, y la finca había duplicado su importancia. La viuda estaba
encantada viéndose enriquecer, y aquel lazo siguió estrecho por algún tiempo.
Al fin, Andújar cansose de ella y dio el golpe. Un día, con admirable descaro, la
despidió, colocándole el baúl en el camino. Ella, en un mar de confusiones y ahogada en
otro de terneza, no atinó con mejor desahogo que el llanto. Lloró, pero la casa se cerró para
ella. Andújar, en cambio, pagó con generosidad un tropel de testigos y logró iniciar un
expediente posesorio. Resultó ante la ley que Andújar era el poseedor de la finca: que la
hubo por compra verbal que de ella hiciera a su antiguo poseedor, el longevo,
presentándose un recibo otorgado anteriormente por otro dueño, aún más antiguo, que
revelaba una compraventa realizada en papel simple, papel casi desteñido y mugriento que
encontró Andújar en el arcón del longevo.
No hubo duda: el expediente triunfó, y Andújar, con tranquilidad beata, heredó al
setentón.
La muchacha desapareció después del despojo. ¿Cómo disputar una propiedad que no
era suya? ¿Cómo probar la impostura de un pillo? Las cosas salieron a maravilla, y Andújar
lució en dominio propio su cuerpo regordete e inflado y su mirada viva y sagaz. Después
estableció una tienda: un agujero de embudo por donde había de desaguarse el dinero del
barrio.
Entonces vino el segundo impulso. La tienda se extendió como enredadera que escala un
muro. Junto a ella hiciéronse tres casas; en una construyéronse seis secaderas, especie de
anchas bateas que, rodando sobre ruedecillas de madera, se guardaban debajo del
pavimento de la casa y servían para secar al sol el café; en otra, un almacén, una granera
para las cosechas; en otra, una especie de ranchón para guarecer los cilindros dentados que
rompían las cerezas del café y la máquina trilladora. Todo iba allí teniendo aspecto de finca
próspera, desde los plantíos, que aumentaban cada año, hasta el surtido de la tienda, que
cada día se hacía más completo.
Los negocios prosperaban... Eran negocios múltiples, variados, que se apiñaban en la
cabeza de Andújar como los granos de una granada.
En la tienda, la austera balanza tenía constantemente los platillos en desacuerdo. A una
libra de plomo colocada en uno bastábanle doce onzas de vituallas puestas en otro. De ese
modo, la libra del expendio tenía doce onzas y al vender al peso, siempre la fiel balanza se
encogía a favor del dueño. La vara era cómplice de la balanza: la regencia o la muselina se
estiraban como los miembros de un payaso, y siempre noventa céntimos de vara de tela
correspondían a una vara de medida. Así, todo era ganancia; las provisiones y las telas
compradas en el llano a precios descontables y después vendidas con carestía y merma en
el monte. Cuando se despachaban géneros, como judías o garbanzos, en medidas de sólidos, Andújar y el dependiente las colmaban, pero luego pasaban la mano por encima y
rebajaban el colmo con habilidad suma, escatimando algunas onzas por debajo de lo justo.
Los negocios tomaban también otros caminos. Andújar compraba a ínfimo precio café
en uva, todavía sin descortezar, y en la operación, sobre la baratura del precio, venía la resta
del peso. Otras veces, en los apuros, le vendían los campesinos café en flor, cuando todavía
no había cuajado, y entonces no había límite en el precio, resultando en ocasiones que se
pagaba una hanega y se cosechaban diez.
A ciertos propietarios que ofrecían buenas garantías les facilitaba avances pagaderos en
la cosecha. Los avances eran entregados por la misma balanza y la misma vara, en especies
o en dinero. Por supuesto, sin intereses... Él no entendía eso de interés, y le disgustaba que
le planteasen negocios en que se tenían en cuenta. No, sin interés: si entregaba veinte duros,
en la cosecha debíanle entregar treinta en café recibidos por aquella balanza. Eso era todo...
A veces le llevaban sacos de café en pergamino para preparar en su máquina. La
máquina parecía un circo ecuestre, y el pisón un caballo desbocado en la pista. En el fondo
del círculo, de recia madera, había una disimulada compuerta: cuando el círculo se llenaba,
a medida que el pisón volteaba, íbanse escapando poco a poco por la compuerta ciertas
cantidades de granos que su legítimo dueño no aprovechaba jamás. Después, el dependiente
acopiaba en un saco el botín oculto debajo del círculo. Y así, todo era ganancia. ¡La bomba,
la terrible bomba, chupando siempre con la sórdida succión de la avaricia y la impiedad de
la mala fe!
En otro orden de negocios extendía su finca. Unas veces compraba, a cambio de
provisiones, pedacitos de terreno que lindaban con los suyos; otras, cambiaba furtivamente
las marcas que indicaban las colindancias y se hacía dueño de algunas varas más de
montaña. En muchos de estos negocios le ayudó Deblás.
Los despojados o no descubrían la agresión o se dejaban convencer por la verbosidad
del tendero, que ante la estulticia campesina hacía milagros. Todo, todo era pesadilla de
medro.
Pero aquello no bastaba: de las grandes operaciones descendía a las pequeñeces. En la
tienda comprábase pan viejo y vendíase como reciente; se aguaba con ron y se le ponía
pimienta para que picara con energía disimulando la mezcla; beneficiaba, de vez en cuando,
un buey añoso, conseguido a bajo precio, y lo vendía como carne tierna a precios
desproporcionados, burlando de paso las trabas y derechos que el Municipio imponía por la
matanza; en las transacciones de café no devolvía a los remitentes los sacos que envasaban
la mercancía; cobraba el barato a los jugadores de la ribera; en sus cálculos, cuando se
equivocaba, siempre era a su favor; pagaba siempre una suma tributaria inferior a la que
hubiera sido justa, porque la clasificación de su industria en el erario municipal era
mentirosa y ocultaba la verdadera importancia de sus negocios. Y a compás de esas
menudencias, su surtido era casi siempre de la peor clase, con salazones averiadas, bebidas
groseramente adulteradas y telas deterioradas por el desuso.
Más de una vez tuvo que habérselas Andújar con labradores recelosos y leguleyos.
Cuando los lograba convencer imponiéndoles el despotismo de su interés, afectaba gran
desdén... Bien, era igual; no habría negocio. Para lo que había que ganar, mejor era dejarlo.
Sí, mejor era no ocuparse más del asunto. Y en prueba de indiferencia obsequiaba al
labrador reacio con alguna libación excitante. Muchas veces, el recurso daba resultado. El
alcohol comenzaba a corretear por las venas del obcecado, sentía como si naciera a una
segunda vida, llena de cosquillosa alegría; bajo la influencia de aquella alegría, el
campesino se humanizaba, y casi siempre el negocio, imposible poco antes, se realizaba
después de algunos tragos gratuitos. Andújar conocía el flaco de las gentes, y, siempre
sobre aviso, no perdía ocasiones. Tenía en la mano la punta de un hilo de oro y estaba
resuelto a desnudar el ovillo.
En la última semana había terminado un negocio que le costó agrios altercados. Poca
cosa: habladurías de un majadero que no agradecía favores.
Se trataba de un pequeño propietario que, falto de recursos, acudió a la tienda. La finca
era buena, y el dueño formal; convenía, pues, entrar en tratos. El asunto arreglose de este
modo: Andújar debía entregar al propietario la suma de ochocientos duros en pequeñas
porciones, en dinero o en especies, a medida que fuese aquél necesitándolas. Como garantía
del empréstito fue retrovendida la finca por escritura pública; el labrador, para obtenerla de
nuevo, quedó obligado a pagar, al vencer el año y en concepto de arrendamiento, la suma
de ochocientos duros, y doscientos duros más en concepto de arrendamiento.
Vencido el plazo, el deudor se presentó muy ufano, ganoso de pagar su deuda. Entonces
Andújar le manifestó que recibiendo aquel día mil duros, total de la deuda, quedaban
pendientes ochocientos.
-¡Cómo! -dijo con extrañeza el otro-, he recibido en préstamo ochocientos pesos, y me
he comprometido a pagar mil después de un año. Aquí están: estamos en paz.
-No; en paz no. Me debe usted ochocientos pesos, y para devolverle su finca necesito
que me los pague usted.
-¿Pero no me prestó ochocientos pesos?
-Sí.
-¿No le pago a usted los mil de mi compromiso?
-Sí.
-¿Pues, qué más?
-Usted calcula según su conveniencia. Oiga usted: mil pesos de la hipoteca y
ochocientos que tiene usted recibidos en cuenta corriente, según rezan mis libros y los
recibos que usted me ha dado, son mil ochocientos pesos. ¿Comprende usted ahora?
¿Pero cómo puede ser?... -arguyó el labrador, perdiéndose en un laberinto de
confusiones.
-Es muy fácil; fijese usted y lo comprenderá.
-No, no; eso es imposible. ¡Demonio! ¿Qué cuenta es ésa?
-La única exacta. Mire: ¿ha recibido ochocientos pesos?
-Sí..., eso nada más.
-¿Se comprometió usted a pagarme, en el plazo de un año, mil?
-Sí.
-¿Cuánto me paga hoy?
-Mil.
-¿Cuánto le he dado en cuenta corriente?
-Ochocientos.
-Luego me paga usted la cuenta corriente y doscientos pesos a cuenta de la suma de
retroventa; luego me debe usted ochocientos pesos, y yo no le devuelvo la finca sin que me
los pague.
El labrador quedó pegado a la pared. ¡Cómo' ¡Recibiendo ochocientos pesos había que
pagar mil ochocientos! ¿Qué ley era aquélla? ¿Quién había recibido los mil? Aquello era un
fraude, una trampa, un despojo. El altercado duró dos horas, mas no hubo remedio. Andújar
se negó a poner en posesión de la finca a su deudor. Éste acudió al poblado y consultó el
asunto. Se estudiaron los documentos... Andújar había tejido bien la telaraña, y la mosca
estaba prisionera. La escritura de retroventa sólo manifestaba que se vendía el predio en mil
duros, que se declaraban recibidos; que quedaba arrendado por un año en doscientos pesos,
y que, vencido ese plazo y pagado el arrendamiento, el comprador quedaba obligado a
desdoblar la retroventa. Resultaba, además, que el labrador había otorgado una serie de
recibos por pequeñas sumas hasta completar ochocientos duros; que Andújar presentaría
esos recibos y una cuenta corriente, demostrando que se le adeudaban ochocientos duros; y,
finalmente, que ni la escritura pública se refería a la cuenta corriente ni ésta a aquélla. Eran
dos cosas completamente distintas; dos deudas, aunque una sola trampa. No había medio de
probar que una cosa era dependiente de la otra: la mala fe, enroscada como una serpiente,
estrangulaba al confiado, al imprevisor campesino.
Al cabo le quedó un derecho: obligar a Andújar a deshacer la retroventa recibiendo mil
duros. Mas los otros ochocientos quedaron como deuda agresiva, y ¡cuántos afanes para
enjugarla!, ¡cuántas tribulaciones por lograr poco a poco su solvento! Este buen negocio
habíase terminado en aquellos días; las últimas hanegas de café entregadas saldando la obligación, ¡ochocientos duros convertidos en dos años en mil doscientos! Todo, todo era
ganancia...
En aquel domingo, Andújar, afanoso como siempre, se entregaba a las ventas y a los
cálculos. El dependiente, un mocetón del barrio que por poco le servía, se multiplicaba en
el despacho con la actividad que la clientela exigía. Ambos movíanse detrás del mostrador
como ardillas encerradas en jaulas giratorias. Andújar, en su faena, sudaba copiosamente, y
mientras vendía se enjugaba el sudor con la manga de la camiseta. Otras veces las gotas
rodaban fugitivas y caían dentro de los paquetes de fruslerías vendidas, como para
ennoblecer con el sello del trabajo el manjar de las gentes. En la montaña no había grandes
exigencias: una mosca más o menos flotando en los líquidos importaba poco, unas manos
más o menos limpias eran siempre manos hábiles, capaces de atender a un tiempo a la
división en pedazos de un panecillo y al oficio de pañuelo de un dependiente acatarrado. La
pulcritud estorba, molesta. Todo entra en fin por la boca, y a todos nos han de comer los
gusanos. Sólo a los ricos es permitido el lujo de ser melindrosos.
En aquel momento, el sol promediaba el día, irradiando el hálito de sus volcanes. Los
átomos del aire se encendían en las vibraciones de calor, y alientos de vida envolvían las
montañas, alimentando las plantas y dorando los paisajes. Los hilos de luz tejíanse a los
hilos de calor y penetraban en el seno de los bosques; era la espléndida cabellera del astro
rubio cayendo con abandono sobre la espalda del planeta. El calor era intenso: un mes de
junio en la zona cálida. Era el trópico, el ardiente trópico, diseminando la fuerza generatriz
desde la hoja del árbol hasta las profundas raíces. Ese trópico que galvaniza la zona más
hermosa de la tierra, ese trópico que, embelleciéndola con ricos esplendores, la convierte en
la joya que adorna el pecho del mundo. Los árboles recibían el baño de luz dejando escapar
a través del ramaje rayos furtivos que calentaban la montaña, rielando sobre la hierba, sobre
lechos de hojas caídas. Cada pedrezuela al sol producía un vivo reflejo, como espejo
bruñido sobre las facetas del granito disgregado. Las claridades abrumaban, hacían entornar
los ojos, produciendo pereza y sueño, mientras la lujuria de colores y el ardor del aire
hacían amables las umbrías de la selva.
Frente a la tienda, numeroso grupo de campesinos entretenía los ocios del domingo.
Algunas mujeres reían alegremente ante las picaradas de los chistosos.
La vieja Marta estaba allí rebuscando, como siempre. Los domingos eran más
abundantes las piltrafas, porque las compras eran más copiosas y los bolsillos estaban
colmados con las ganancias de la semana.
También estaba allí Aurelia, la desolada viuda de Ginés, lanzada de la choza por el
puntapié de Galante. Su traje negro, casi rojo de vejez, contrastaba con su semblante pálido.
La hermosa criolla era entonces infeliz, ojerosa, de facciones estiradas y de pecho hundido.
En su cuerpo había hecho desastres el pasar, desde la esbeltez, ya encorvada, hasta los antes
mórbidos senos, ya enflaquecidos y marchitos.
En el corro se mezclaban las Flacas: tres hermanas motejadas así por su extrema
delgadez. Eran de genio alegre, amigas de fiestas, organizadoras de bailes y generosas con
los mozos audaces. Bullían con jovialidad y al prorrumpir en carcajadas parecía que la piel iba a rompérseles para dejar al descubierto los huesos. Otras muchas mujeres animaban el
conjunto: algunas hermosas, otras feas, otras agraciadas, otras de aspecto desamable y
huraño, y todas como envueltas por la difusión de una luz pálida, con semblantes
decolorados y lánguidos.
Algunos chicuelos habían organizado un juego de chapas. Unas líneas trazadas en la
tierra y unos hoyos a distancia les servían para lanzar ochavos que iban a caer con
frecuencia dentro de los hoyos. En otro sitio, varios gallos batalladores, atados con liana
textil a pequeños postes, lanzaban de vez en cuando su agudo canto. Estaban deformes: les
habían cortado las plumas del cuello y la cola, y en aquella ridícula desnudez parecían aves
raras y repugnantes.
A veces transitaban algunos jinetes por el camino que pasaba por delante de la tienda, y
entonces, al alejarse, veíanse obligados a dar un rodeo porque ciertos tablones que,
conducidos a hombros para construcciones en las fincas, habían sido abandonados allí el
sábado para continuar el lunes su conducción, impedían el paso.
La plebe de los montes se agitaba frente a Andújar. Algún campesino arrancaba notas
melodiosas a una especie de bandurria pequeña, tosca, de la que con frecuencia, si el
tañedor era hábil, brotaban tristes melodías. Era el tiple criollo rasgueado nerviosamente
por un estilo y lanzando al aire armonías embrionarias de una sencillez dulcísima y de un
ritmo delicado. En torno del guitarrista se agrupaban varios montañeses y no faltaba entre
ellos quien tararease en voz baja el aire musical. De vez en cuando escuchábase una voz
que al compás monótono del instrumento recitaba décimas. Una glosa de cuatro versos,
repetidos al final de otras tantas décimas de una sonoridad y cadencia admirables, pero
llenas de desatinos formulados en los rotundos versos. Aquellas canciones parecían
salmodias melancólicas, casi siempre envolviendo embriones de ideas inspiradas por el
amor.
Así pasaban las horas quemantes del mediodía, en el discurrir del ocioso domingo.
A las mujeres preocupaba mucho el próximo baile en Vegaplana.
-Será -decía la primogénita de las Flacas- una fiesta de primavera.
-¿Y quién la da, eh? -preguntó otra mujer.
-Yo no sé.
-Sí, hombre -añadió otra tercera-. La da uno de la otra costa. Uno que vino vendiendo
caballos, y los había vendido muy bien, yo creo...
-A la cuenta que se gasta el dinero en bailes.
-Sabe Dios pa qué se mete en jarana.
-Pol mi palte no farto.
Ni yo.
-Ni yo.
-Pancha Melao estuvo en casa antier, y me dijo que la gente está arrebolá; que irá gente
hasta de la bajura.
Y las mujeres comentaron detalles de la fiesta en proyecto. Se iba a bailar toda la noche,
hasta la amanezca; habría mucho bueno que comer y que beber.
En la cuestión de trajes se detuvieron mucho tiempo; era preciso acudir como es debido
y por eso las costureras del barrio tenían gran faena. Andújar estaba haciendo su agosto
vendiendo un bando de piezas de regencia y cintas de colores. Nada: era preciso divertirse,
aprovechar la invitación del cuatrero.
Entonces entre los árboles apareció Silvina. Su semblante fino, muy bello y eternamente
lánguido, recibía el encanto de sus ojos negros. En aquel semblante se retrataban sus
frecuentes angustias, sus horas de contrariedad, resueltas casi siempre en llantos. Se
retrataban sus ímpetus, aquellos accesos delirosos que la acometían como resultado de
hondo sufrimiento que, cuando no estaba presente Gaspar, la hacían morderse los brazos
maldiciendo de su negra suerte. Se retrataban sus noches de insomnio en que, dando vueltas
sobre el pavimiento de la casucha, pasaba las horas en claro sin conciliar hasta el alba el
sueño. Y también esa especie de incierta hebetud que produce la falta frecuente de la
memoria. Era semblante simpático, atractivo, rebosante de rasgos tan móviles y variables
como el carácter de la joven.
Aquel día, descalza, mostraba sus pies pequeños y delicados, no bien endurecidos
todavía por la aspereza del suelo. El trajecillo, muy usado, no tenía ni un doblez superfluo:
escasamente lo necesario para ceñirla, y como la camisa sólo le llegaba a la rodilla, podíase
descubrir al trasluz el contorno de sus piernas, hechas en el suave torno de la voluptuosidad
y robustez en fuerza de tanto correr por las veredas. Ceñido a la cintura, sin oprimirla, aquel
traje contenía formas blandas como si el mórbido desarrollo, aún no completo, saliera
triunfante en lucha con las torpezas de lascivia prematura.
Entró Silvina en la tienda, y luego, saliendo con un paquete en la mano, uniose al corro
de mujeres.
Le preguntaron si iba al baile. ¿Qué sabía ella? No podía asegurarlo. Si Gaspar se
antojaba, quisiera ella o no quisiera, la llevaría; pero si se le metía entre ceja y ceja lo
contrario, no tendría más remedio que acostarse al oscurecer. Envidiaba ella la libertad de
que otras gozaban. Sobre todo envidiaba a las Flacas, que sin marido ni amante conocido
hacían siempre su voluntad. Pero ella, ¡ay!, ella tenía que sufrir los gritos de aquel bruto de
Gaspar; ver sus puños levantados sobre su cabeza y sufrir los desahogos de sus bestiales
enojos. No estaba ella para fiestas; no se divertía, aunque la llevaran. Llevola Gaspar, para
Reyes, a una jarana, y como éste se puso fuera de sí por lo mucho que bebió, salió ella
llorando del baile. Todavía recordaba los empujones que le fue dando por las cuestas del camino hasta llegar a su casa. Y todo, ¿por qué? Porque quería que al bailar le preguntase
primero si le gustaba la pareja. ¡Ah, qué rabia! ¡No poder elegir personas de su gusto! Para
eso mejor era quedarse en la casucha y tumbarse en una esquina del soberao.
-Lo que me da más soberbia -añadía la joven- es que él se divierte. Baila, come, bebe y...
-Y alguna cosilla más, ¿verdad, pichona? -dijo la vieja Marta acariciando el pelo de la
joven-, alguna cosilla más, de que también se harta...
Rieron las mujeres de la malicia de Marta, pero Silvina contestó:
-¡Bah!... por no servir, ni pa eso...
En aquel momento oyéronse rumores. Los jugadores del río habían levantado la partida.
Deblás y otros varios barrieron el dinero de todos y los jornales de la semana. Gaspar, que
había ganado, estaba jovial, decidor. Todo el mundo a la tienda, ¡ea! Todo el mundo a
beber una copa. Él pagaba. Y el grupo de campesinos aumentó el contingente de los que
bullían frente a la tienda.
Gaspar vio a Silvina; con su habitual dureza preguntó:
-¿Qué haces aquí?
-Vine a buscar las compras de Leandra.
-Bueno..., ya las hiciste..., vete: pica ligero...
Ella, en el acto, se alejó. Mas al llegar a la vereda oyó que Gaspar decía:
-O mira, Silvina: dale a tu madre la compra y vuelve.
Ciro, apenas vio a Silvina, la envolvió en una mirada intensa. ¡Cómo le gustaba aquella
hembrita! Mas era tan arisca y le temía tanto al viejo que el ansia de cariño que por ella le
agitaba, cien veces dormida y cien veces despierta, no había sido saciada jamás.
Ciro vio cuando Silvina se alejaba, y siguiéndola desapareció en el monte.
Marcelo, solitario, paseó la mirada por el interior de la tienda, bostezó con hastío e
internándose en el bosquecillo situado detrás del ranchón tendiose a la larga en el suelo
dispuesto a dormir.
A poco, escuchó rumor de voces. Eran Deblás y Gaspar, que departían en el ranchón,
junto a la máquina. Después de beber unos tragos habíanse confinado en aquel sitio, que
ofrecía buena sombra, y sentados en la lanza de un carro hablaban de asuntos íntimos.
Marcelo, primero indiferente, luego con dominante curiosidad, pudo oír sus palabras.
Lo que me figuro -decía Deblás- es que el asunto te ha metido los mochos.
-¿Acobardarme yo? No me conoces.
-¿Pues por qué no acabas de resolverte?
-Estoy resuelto: te lo he dicho cien veces. Lo que no hago es precipitarme...
-Vamos, Gaspar, no lo niegues. Tienes miedo.
-¡Te digo que no, hombre! ¡Barajo, que eres cabeciduro!
-Pues entonces, ¿a qué tantas pamplinas? El asunto es bueno y el golpe seguro. Dinero
abundante y uno solo con quien luchar.
-Pero es que los macacos andan por el monte. ¿No les viste ayer? Tuviste que esconderte
para que no te vieran. Deja que pase algún tiempo, hombre; que se larguen; que se larguen
y no se acuerden del barrio... Entonces...
-Si uno va a pensar en los inconvenientes, no hace nada. Y para ti todos son
inconvenientes. Luego te has empeñado en emburujar a Silvina en el negocio y eso no me
parece bien.
-Pues eso es lo mejor del asunto. Es menester que ella nos ayude. Mañana, si las cosas
salen mal, estando comprometida guardará mejor el secreto. De otro modo, cualquiera cosa
que sepa, ¿quién me garantiza que no la canta? Además, el otro es fuerte y puede que se
necesiten tres para...
Marcelo, desde la umbría, lo escuchaba todo. Se había puesto frío, emocionado, como si
él fuese la víctima elegida, como si él fuese uno de los inventores del tenebroso proyecto.
¡Qué desgracia la suya!... ¡Le perseguían las atrocidades! Se había acostado allí para dormir
tranquilo y hasta allí iban siguiéndole. Sí, porque lo que aquellos dos hombres acordaban
eran los preliminares de un golpe de mano.
El joven quiso levantarse, huir para no enterarse de nada; mas al primer movimiento que
hizo crujieron las hojas secas y temió ser visto. De Gaspar y Deblás sólo le separaba el
ramaje de algunas plantas: moverse era mostrarse conocedor de todo lo que se había
hablado. Temió que se volvieran los odios contra él... No, mejor era pasar inadvertido,
quedarse quieto; era menester que aquellos hombres no supieran jamás que él les había
oído.
Quedose, pues, inmóvil y las palabras, pasando a través del ramaje, continuaron
bailándole en torno.
-Puesto que te empeñas -decía Deblás- en que Silvina nos ayude, sea. Hablemos ahora
detalladamente del plan. ¿Qué piensas de la manera de realizar lo que te propuse?
Me parece bien: sólo que yo cambiaría algo...
-Vamos a ver.
-¿Estás seguro de que el hombre tiene el sueño pesado?
-Como una piedra. Una vez me comprometí a llamarle muy temprano, porque iba de
viaje; pues, poco más me cuesta tumbar la puerta.
-Lo que no te impediría ser hombre prevenido.
-Eso sí... Duerme con el revólver sobre la silla que tiene al lado del catre. ¿No te has
fijado? Desde el mostrador se alcanza a ver su cuarto, y, a todas horas, el revólver sobre la
silla.
-Ése es un inconveniente, porque si tiene tiempo de echar mano al arma...
-Para usar un arma es menester estar despierto y él no se despierta así, así. Además,
ronca escandalosamente. Muchas veces, escuchando por el tabique, le he oído gruñir como
un cerdo. De modo que podemos saber fácilmente el momento en que se puede dar el
golpe.
-Lo que yo no haría es herirle.
-¿Y cómo asegurarlo, entonces?
-Mira: nos llevamos una cuerda y un pañuelo grande; lo asujetamos entre los tres; lo
amordazamos y luego dejamos a Silvina junto a él, amenazándole con un puñal, para que
no se mueva.
-Pero de ese modo nos conocerá, y al día siguiente caeremos en poder de la justicia.
-¡Es verdad!... -añadió Gaspar, con acento consternado.
¿Conocerlos?..., eso no. Era menester evitar toda probabilidad de compromiso. Gaspar,
amigo del alarde pedantesco, aficionado a ser tenido por valiente, sentía en las entrañas un
miedo terrible. Se trataba de robar a Andújar, de despojarle de algunos centenares de pesos
que sospechaba tenía guardados en el arcón; se trataba de acometer a un hombre robusto y
resuelto para defender sus intereses y su vida, y a quien se iba a herir a matar: el caso era
serio. Gaspar experimentaba secreto temblor, rebelde cobardía, no hijos de honradez de
conciencia, sino dependientes del temor de ser víctima en el lance o de caer en poder de la
justicia. ¡Si pudiera evitar la sangre! Mas ¿cómo? Y trataba de precisar a Deblás los
términos de la cuestión. Él no era cobarde, era muy hombre; pero ¿a qué dar formidable
escándalo? Era más prudente evitarlo y realizar el golpe de una manera silenciosa, que
sonara menos en la conversación de las gentes. Deblás insistía: un muerto no habla, no
estorba. No había otro camino que herir. Entonces, Gaspar quiso saber más detalles. ¿Quién
sería el encargado del tajo? Deblás se excusó. ¡Cómo! ¿Iba él mismo a rematar a su primo?
No: aquel parentesco le impedía ser el agresor. El puñal debía hundirlo Gaspar, que no era
pariente de Andújar, que no tenía consideraciones que guardarle.
Gaspar resistía, sintiéndose presa de inquietud indominable. ¿Y si el otro descargaba el
revólver? En tal caso lo probable era que recibiese el proyectil quien estuviera con el puñal
levantado. Aquello era repartirle a él la peor parte. No, no podía ser: las cosas no estaban
bien pensadas.
Deblás acabó por sentirse violento. ¿Qué clase de hombre era Gaspar que vacilaba ante
un sencillo pinchazo? Discutiose mucho aquel detalle y no pudo haber acuerdo.
De pronto, Gaspar tuvo una idea: todo quedaría arreglado. Ellos dos, los más fuertes,
sujetarían al hombre y Silvina le clavaría el arma, operación que no hacía necesaria gran
fuerza. Sí; la puñalada le tocaba a Silvina.
-¿Y estás seguro de que ella se preste?
-Ella hace todo lo que yo le mando.
-¡Hum!... En este caso dudo que te obedezca.
-Te digo que sí, hombre. Irá, nos ayudará y hará lo que le diga. Eso corre de mi cuenta.
-¡Caray!...; pero hay que reconocer que para una mujer eso es demasiado.
-Yo te aseguro que Silvina me obedece. Y si no, la ahueco...
La dificultad habíase resuelto y los detalles del plan fueron detenidamente estudiados.
A las diez de la noche del día que se designase, reuniríanse junto al risco de
Palmacortada. Después, uno de los dos reconocería el terreno. En el dependiente no había
que pensar, porque era público que no dormía en la tienda. Cuando estuvieran seguros de
que Andújar había conciliado el sueño se acercarían a una de las puertas posteriores, la
forzarían y, cayendo sobre el dormido, una vez sujeto, el golpe... Luego, a barrer: dinero,
cosa que lo valiera, el menor bulto posible, y, por fin, cada cual a su casa. Total: media
hora. Al siguiente día, con aire candoroso, formarían parte del clamor general para
lamentarse de la gran canallada. Deblás, por si acaso, escaparía a la cordillera. Todo listo:
sólo faltaba precisar el día. En aquellos momentos estaba próximo el plenilunio y para el
asunto se necesitaba oscuridad, por lo menos a la hora convenida.
El negocio debía realizarse el primer día del novilunio, a media noche. Ya, con tiempo,
volverían a ocuparse de los preparativos.
Allí cerca estaba la máquina trilladora, cobijada por la techumbre del ranchón, con la
inmovilidad de quien reposa de grandes fatigas. Multitud de trastos se almacenaban allí
como en rincón en donde lo desusado no estorba.
En una esquina estaba un tosco pilón, una especie de enorme almirez de madera labrado
en un solo tronco. Firme sobre su base, ostentábase con seriedad de estatua, sosteniendo la
gran mano de almirez también de madera, que recostada en el borde del pilón se erguía
inmóvil, con quietismo de objeto que puede fácilmente romperse, como si fuera una
cucharilla de oro apoyada en el borde de una jícara de plata.
Marcelo aprovechó la ocasión, cuando los dos interlocutores cambiaron de sitio: se
deslizó, sin levantarse, por el declive del barranco; llegó al río, dio la vuelta, volvió a la
tienda y, sentándose en el umbral, dirigió a Andújar una mirada llena de compasión.
En tanto, otro acto del drama de la vida exordiábase en lo alto del cerro.
Silvina había obedecido a Gaspar: vadeó el río, siguió la vereda y dirigiose a la casucha
de Leandra. Ciro, sin ser visto, empezó a correr cuesta arriba. Era preciso aprovechar la
ocasión: Gaspar, bebiendo en la tienda; Leandra, en la casa, ocupada en sus faenas, y en el
centro, el bosque denso, discreto, dispuesto a ser testigo mudo y neutral.
Repechando a saltos, alcanzó a ver a Silvina siguiendo con ligereza de gamo los zigzags
de la vereda. El joven comprendió que no era fácil alcanzarla ni prudente insinuarse a
gritos. No importaba: ella debía volver. Gaspar había ordenado que volviera. Lo mejor era
esperar, esconderse detrás de un árbol para luego saltar al camino.
Crecía allí un tronco platanal. Las pomposas hojas trazaban gallardas curvas desde el
tronco hasta cerca del suelo, formando entre todas una cripta verde, un techo movedizo que
sombreaba el monte. A trechos, árboles frutales que, levantándose con proporciones
gigantes, dejaban debajo el platanal. Multitud de avispas revoloteaban ayudando a formar el
panal que colgaba de oculta rama. Algunas arañas tejían hilos casi invisibles entre rama y
rama. Vistos en un rayo de sol, aquellos hilos parecían filamentos de oro que tejían una red.
Por esa red paseaba el arácnido sus soledades gestativas, mientras con materno amor
defendía los repletos sacos ovígeros del ataque de otros insectos. Arriba, las parlanchinas
hojas rozaban unas con otras, acariciándose las jóvenes y languideciendo las secas, que
caían con desmayo al largo de los troncos. Tupidas zarzas, armadas de órganos
espinescentes, ponían valladar al tránsito, obligando a dar un rodeo o a saltar por encima:
eran los adustos agaves, las ingratas mayas de magüey, hostilizando al caminante con
penetrantes púas, pero dejándose envolver en el abrazo de las enredaderas.
Más allá, mimosas púdicas se encogían bajo el ardor del sol: doblaban las ramillas,
apretaban el sensible hojambre y esperaban la frescura de la tarde para desplegar de nuevo
la gentileza de sus galas sin amagos para sus nervios sutiles.
En el conjunto sonaba la voz de los bosques: esa voz sin palabras en que palpitan cien
ruidos, en que bullen indefinibles rumores, en que la naturaleza relata sus grandezas bajo
las alas del tiempo. El bosque mostrábase inmóvil, con quietismo aparente, invadido por
corrientes de inquieta vida; mientras las plantas absorbían los alientos del medio ambiente
para impulsar la labor magnífica de la dinámica vegetal. Y así, entregado a sus fuerzas, el
bosque vivía henchido de misterio, rodeado de soledad casi sublime, en medio de una
muchedumbre de seres extáticos.
Ciro no tuvo que esperar mucho: minutos después divisó a Silvina descendiendo por la
vereda. El joven tenía las manos frías, el corazón palpitante. ¡Una ocasión para quien
llevaba en su ser ascuas de pasión! Viola descender, acortando cada vez más la distancia;
como si cumpliendo decretos de amor viniese a caer en sus brazos.
Al fin, cuando estuvo cerca, Ciro saltó al camino y cerró el paso.
Detúvose ella asustada, y al reconocer al joven una emoción profunda la embargó. ¡Él,
él estaba allí en la soledad bravía de la montaña, cerca de ella, que lo amaba, que lo
idolatraba!...
-Oye, Silvina -dijo Ciro.
-No, déjame pasar; me esperan allá abajo.
-Esta vez... te aseguro que será.
-Imposible. Lo que tú quieres no puede ser.
-Sí puede ser. No necesitamos más que una ocasión, y aquí la tenemos.
-Te digo que no. Piensa que yo soy mujer de otro.
-No, tú eres mía, sólo mía, porque yo te quiero y tú me quieres. ¿Te has olvidado ya?
Nosotros íbamos a vivir juntos... Tú estabas dispuesta a irte conmigo. Entonces se atravesó
ese condenao...
-Sí, me casaron con él. ¡En mala hora! Pero ¿qué hemos de hacer? Ya no hay remedio.
-El remedio es fácil: quiéreme.
-¡Estás loco!
-Pégasela...
-¿Sabes lo que dices?
-Pégasela...
-No, no; me mataría.
-Pégasela...
-Me muero de miedo sólo al pensarlo. Ese canalla me apretaría por el pescuezo; sobre
todo tratándose de ti, porque te tiene ojeriza.
¡Bah!... Ése no mata a nadie. Tú ibas a ser mi mujer; tú me querías; tú me lo habías
prometido todo. Después, hubo lo que hubo. Cien veces he querido acercarme a ti y
siempre huyes...
-Por miedo al otro.
-... cien veces he buscado una ocasión y tú te escapas. Eso no puede ser: no es justo. Por
encima de la cabeza del demonio, quiero que me cumplas tus promesas.
-De nada tengo yo la culpa. Leandra, al saber nuestros amores, te echó de casa de mala
manera. Dijo que tú no eras hombre de respeto, que no podías mantenerme. Después, yo no
he tenido un día alegre. Cuando me casaron con Gaspar, todo fue imposible. Además, no
quiero causarte un daño complaciéndote... Ese hombre es tremendo. ¿Sabes? Sería capaz de
cortarte...
-Muchas veces he tenido deseos de provocarle, de halar por el espadín y arrancarte de su
poder.
-¡Dios nos libre! De lo que sí debes tener seguridad es que te quiero, pero...
-¡Vaya un cariño! Eso es mentira: tú no me quieres. Si me quisieras pasarías por encima
de todo. Por ejemplo: ahora que estamos tan solitos, aquí, en esta sombra tan fresca, me lo
probarías.
Los jóvenes discutieron la verdad de su mutuo afecto. Silvina, casi llorando, juró a Ciro
un cariño intenso, palpitante. Sí, lo amaba, pensaba siempre en él. De día, de noche, a todas
horas, el joven era su constante pensamiento. Ser suya fuera su mayor felicidad. Pero, ¡ah!,
ella era una desgraciada, una esclava. Otras muchachas del barrio hacían su voluntad, se
entregaban a capricho, mas ella era una víctima infeliz... ¡Siempre cien ojos encima!
Gaspar, Leandra, Galante... todo el mundo. ¡No; imposible!
-Tú no me quieres -insistió Ciro-; todo eso es embuste.
-Sí te quiero. Mira: para probártelo, te confesaré un secreto. Cuando algunas noches
siento que me fastidia Gaspar, pienso en ti. Yo odio a ese repugnante, pero pensando en ti,
cuando él me abraza, me lleno de ilusiones figurándome que eres tú.
-¡Ah, Silvina!, no seas así...
Entonces Ciro se sintió presa del ímpetu... ¡Sería, sería de todos modos! Asió a la joven
y lucharon. La arrastró, poco a poco, a la fronda; la ciñó, la besó, la abrazó, como
queriéndola fundir consigo mismo. Ella se revolvía asustada.
-Quita..., quita...
Cayeron sobre el lecho de hojas que alfombraba el platanal y continuaron luchando. Él
no hablaba: estaba ciego, delirante, resuelto a predominar por la violencia. Ella sollozaba, sentía una embriaguez que la rendía, una ola inmensa de debilidad que la anegaba, y al
mismo tiempo le parecía ver el grosero puño de Gaspar levantado sobre su cabeza. Y, ante
aquella visión, de nuevo cobraba resistencia.
-Quita..., quita...
El suelo estaba crujiente; las ramas movíanse agitadas por los choques que contra los
troncos de algunos bananos producíanse en la lucha; desde lo alto descendía risueño un
rayo de sol como festejando aquellas nupcias selváticas; y los jóvenes, asiéndose y
desasiéndose, revolvíanse entre la hojarasca: él, cerca del triunfo, y ella, resistiendo
todavía, sintiendo sobre su carne desnuda la pincelada acariciadora de aquel rayo de sol y
exclamando con acento lánguido:
-Quita..., quita...
Entonces un rumor bullicioso ondeó en el aire: palabras, risas, carcajadas... Ciro
volviose temeroso; iban a ser sorprendidos. Silvina se levantó de un salto, apartándose a
alguna distancia. ¡Qué susto! ¡Ah!..., pero al fin podía librarse del joven.
Los rumores se acercaron por la vereda, pasaron por delante del lugar donde los jóvenes
estaban y perdiéronse a lo lejos. Eran campesinos que bajaban a la tienda de Andújar.
Repuesto de la sorpresa, vio Ciro, con rabia, que aquel estorbo desbarataba sus planes.
Silvina, oyendo las voces que se alejaban y todavía presa del susto, estaba allí, a pocos
pasos, sudorosa, encendida, pero dispuesta a escapar. El joven quiso acercarse: fue inútil.
Silvina, corriendo, se lanzó bosque abajo, en dirección al río, para obedecer la orden de
Gaspar.
Ciro apretó iracundo los puños; salió del bosque a la vereda y, al divisar en lo bajo del
cerro el grupo de campesinos que le había espantado la caza, exclamó colérico:
-¡Mal rayo los parta!
Cuando Silvina llegó a la tienda. Gaspar y Deblas habían abandonado el ranchón. Un
corro de campesinos escuchaba el sonsonete monótono de un glosador, que entre risotadas
y chistes lanzaba incoherentes décimas.
-Aquí estoy -dijo Silvina a Gaspar-, ¿qué quieres?
-Pues nada, que te estés ahí por si te necesito.
Gaspar abusaba de su dominio. Allí, cerca de él, como en todas partes, la joven debía
seguirle. Quería tenerla siempre bajo su mirada adusta, dispuesta a rendirse víctima de su
más pequeño capricho. Y ella, junto a su tirano, tenía siempre la compunción de una virgen
al conceder al señor de su feudo el derecho de pernada. Ella no comprendió el origen, el
misterio de aquel dominio. Cuando en horas de enojo se prometía a sí misma rebelarse, experimentaba un desasosiego, un miedo indecible: como si con sólo pensarlo Gaspar
hubiera de enterarse de la rebeldía. Una mirada, un ademán, un gesto de Gaspar, la hundían
en un mar de desolación, y en todas las ocasiones cedía, cedía siempre, protestando
interiormente, pero sin fuerzas, sin atrevimiento para resistir.
Aquella tarde escuchó la orden: todavía nerviosa y jadeante después del encuentro del
platanal permaneció obediente junto a Gaspar.
A poco, llegó Ciro. Venía irritado, violento, con deseos de estallar contra cualquiera...
Entró en la tienda, donde varios mozos se disponían a echar un trago. Bebió con ellos,
sentándose de un salto en el mostrador. Desde allí divisó a Marcelo, retraído en el umbral y
mirando con aire abobado las ramas de un árbol.
-¿Y tú que haces ahí, mamao? -dijo Ciro de mal talante a Marcelo.
Éste, sorprendido, volvió la cabeza, miró a su hermano y sonrió. Estaba acostumbrado a
tales bromas. Ciro, que se las echaba de hombre templado, le tenía por un tontaina.
-Ven acá -insistió Ciro.
-¿Qué quieres?
-Ven acá. ¿No has tomado la tarde?
Marcelo hizo un gesto de repugnancia. A él no debieran hacerle tal pregunta: todo el
mundo sabía que no bebía. Ciro continuó insistente:
-Quiero que tomes una copa, vamos.
-No..., no.
-Aquí está. El dependiente la ha servido. No me digas que no, porque me enfado. Yo no
quiero que seas tan flojo: quiero que hagas lo que hacen todos los hombres. ¡Ea, vente!
Siguió una escena chistosa. Marcelo, resueltamente opuesto a beber; Ciro, empeñado en
atragantarle una copa de ron. Los campesinos intervinieron, unos estimulando a Marcelo a
ser hombre; otros aplaudiendo su temperancia. Hubo bromas picantes, desnudeces de
lenguaje. La mayoría se puso frente a Marcelo. No beber era necio... ¿Qué importaba una
copita? La bebida era buena para la salud. Calienta, calienta mucho, cuando baja por el
gaznate y luego pone el cuerpo fuerte como un estante de ausubo. Lo que Marcelo hacía era
probar su cobardía: ¡vaya con el mozo de veinticinco años! Y si no, como ejemplo, su
hermano Ciro: siendo hermano menor, tenía más cara de hombre. Nada, debía beber.
El asunto se hizo tema general y Ciro acabó por considerar como cuestión de amor
propio vencer la resistencia de su hermano.
Marcelo, en tanto defendíase. A nadie le importaba que él hiciera su voluntad; él era
libre. ¡Que lo dejaran en paz! La bebida le quemaba la garganta, le hacía toser, le
enfermaba. No, de ninguna manera. Si todos aquellos mozos querían divertirse, que
compraran un chango. Él no estaba allí para divertir a nadie. Cuanto a Ciro, no era más que
un abusador; que hiciera su gusto, mas que lo dejase a él hacer el suyo. ¡Por nada del
mundo bebería! Insistir era inútil.
La broma arreciaba; Ciro, asiéndole por una mano, halaba de él. ¿Qué iban a pensar los
que le estaban mirando? Él no podía tolerar que hasta las mujeres se rieran de un hermano
suyo. A beber, a beber...
Entonces, la más joven de las Flacas entró en la tienda, arrebató a Ciro la copa y la
apuró de un trago.
-Mira -exclamó dirigiéndose a Marcelo-, así beben los hombres. Tú no eres más que un
pend...dón...
-¡Bravo, bravo!... -gritaron los del corro.
Marcelo se puso verde. Un sentimiento de rabiosa indignación le dominó. Se burlaban
de él, le contrariaban; queríanle empujar a un vicio que odiaba; hacíanle objeto de la sátira
de todos... Bien; pues que cayera la responsabilidad sobre quien tuviera la culpa. Bebería,
sí, bebería; se llenaría como una cuba; se hartaría de ron y probaría que él era capaz de
hacer lo que cualquier hombre.
Adelantose resueltamente, hízose servir un vaso de ron y lo bebió sin vacilar.
Los campesinos, con grandes risotadas, aplaudieron la decisión de Marcelo, y entre un
escándalo de bromas picantes salieron todos de la tienda.
Marcelo quedó un instante inmóvil. Sintió el roce quemante de la bebida, que al
descender al estómago le parecía una mano ungulada raspándole los tejidos. Luego se puso
muy serio, su palidez se hizo intensa, y viendo que le dejaban tranquilo alejose algunos
pasos y ocultó el semblante, por donde le rodaron dos lágrimas.
Sufría, se sentía infeliz. Beber, para él, no era placentero; experimentaba en la boca el
sabor astringente de un brebaje, y en el estómago una opresión tan grande que le parecía
tener una piedra colocada sobre el vientre. Las lágrimas corrieron en tumulto, y volviendo
la cabeza para ocultarlas se consideraba víctima de un atropello. Luego sentose ocultando la
cabeza entre las manos: sentía un desfallecimiento extraño, ardor en los ojos y un copioso
sudor que le inundaba el cuerpo.
Así discurrieron algunos minutos. Después levantó la cabeza. ¿Qué le pasaba? Aquél no
era el mismo mundo de antes. ¡Qué tarde tan clara!..., ¡qué árboles tan verdes!, ¡qué alegres
estaban los campos! No podía explicarse la placidez que sentía, y su organismo, como
inflado de bienestar, se ensanchaba repleto de fortaleza. Sí, él exageraba... ¡Qué diablos! En
aquel momento hubiera sido injusto negar que le bullía por dentro un caudal de vida, de actividad, de fuerza, a que no estaba acostumbrado. El sabor ingrato se había disipado, el
mareo había desaparecido, el hondo pesar fuese desvaneciendo poco a poco y Marcelo, sin
darse cuenta de sus actos, abandonó su retiro, incorporose al grupo y lanzó una carcajada
feliz en que parecían desbordarse los recuerdos de cien años de placer.
Los campesinos celebraron la metamorfosis sospechando el origen de tan inusitada
jovialidad, y desde aquel momento viéronle lanzarse desbocado en los giros de la
conversación, hablando de todo, discutiendo lo más nimio e impacientándose ante cualquier
contrariedad insignificante.
Le habían creído cobarde y estaba dispuesto a probar lo contrario. ¡Que se atreviera
alguno y vería qué pronto le volcaba de un pescozón! Allí lo que había era una partida de
mentecatos, de abusadores, muy guapos de boquilla, pero incapaces de hacerle frente a un
hombre como él. Ciro era su hermano, pero si le molestaba le iba a dar de puntapiés. Todo
esto lo decía a gritos, escandalizando, como si tuviese el formal empeño de hacerse oír.
Así fue saltando de tema en tema, mientras los demás reían. Habló de Andújar: ¡un
bandido, sí, señor, un bandido! Se estaba chupando a los campistas. Mas que no se jugase
con él, porque cualquier día lo tendía de un jinquetazo.
Arrebató un machete que otro tenía y empezó a dar cuchilladas al aire. La bomba estaba
cargada: un choque, un rozamiento, una contrariedad, y estallaría.
Marcelo, entonces, volvió a la tienda, levantó el machete y lo clavó en el mostrador.
Andújar, incómodo, quiso echarle afuera; pero de tal modo le brillaban los ojos al joven,
tan agresiva era su actitud, que el tendero, comprendiendo que estaba fuera de sí, hizo valer
sus derechos de comisario.
Al fin, varios, los más íntimos, consiguieron alejarle, y Ciro, cogiéndole por un brazo, lo
condujo a su choza.
Durante el camino fue dándole manotones a Ciro, y al pasar el río detúvose de pronto, se
llevó el índice a la frente como quien intenta recordar algo de importancia y, con palabra
difícil, dijo a su hermano:
-Y esa mujer no te conviene, ¿eh?
-¿Qué mujer?
-Ná; tú déjame a mí. Esa mujer no te conviene, ¿sabes? Yo te vi hoy cuando te le fuiste
detrás... ¡No te conviene!
Y al llegar a la choza cayó inerte, vencido por el sopor imbécil del alcohol.