En el borde del barranco, asida a dos árboles para no caer, Silvina se inclinaba sobre la
vertiente y miraba con impaciencia allá abajo, al cauce del río, gritando con todas sus
fuerzas:
-¡Leandra!... ¡Leandra!...
Era en la montaña, en el seno de las selvas, entre laberintos de brava naturaleza, que
parecen peldaños para oficiar en el altar del cielo.
-¡Leandra!... ¡Leandra!... Sube, Pequeñín está hambriento... Sube, sube...
La voz sacudía el aire y, reflejándose en las laderas, bajaba hasta el lecho del río, en
donde se apagaba entre rumores de cascadas y remolinos. En la ribera, en cuclillas sobre
una piedra lisa y plana, Leandra lavaba afanosa. Tenía el traje recogido y sujeto por detrás
de las rodillas, dejando al descubierto las piernas, que el agua jabonosa salpicaba. Al fin,
oyó las voces, miró hacia arriba y descubrió a Silvina.
-¿Qué quieres? -preguntó a un tiempo con el ademán y con los labios.
La otra insistía: Pequeñín, el último hijo de Leandra, de bruces en el suelo de la casucha,
lloraba hambriento.
-Mira -bocineó Leandra, ahuecando las manos junto a la boca-, procura callarlo.
-Es que no quiere.
-Entretenlo, mujer; aún me queda faena...
-Tienes que subir... Le he metido un dedo en la boca y, en vez de chupar, muerde...
¡Anda, sube pronto!
Levantándose Leandra de mal talante, dejando que el vestido le cayera sobre las piernas
mojadas, hizo apresuradamente un lío de la ropa húmeda y comenzó a repechar una vereda
caprina que, muy pendiente, se internaba entre los cafetos de la ladera.Silvina, desoyendo los gritos de Pequeñín, recorrió con mirada lánguida el paisaje. El
ambiente, fresco ya con los aires de la cercana vesperada, se encendía en los últimos
ardores del sol poniente.
Desde aquel sitio se divisaba un mundo de verdura. Por detrás, un campo extenso de
selva virgen rematando en una cima abrupta; por delante, al otro lado del río, una montaña
de tonos grises, aplanándose poco a poco en dirección al mar, deprimiéndose lentamente de
derecha a izquierda y determinando la formación de vallecillos y hondonada de feraz
aspecto. Los colores bullían como chispas de luz, confundiéndose en tintas intermedias,
interrumpiéndose con alegres contrastes. Diríase que con aquel reguero de colores eran los
campos la inmensa paleta en donde había de humedecer sus pinceles el supremo artista. Un
azul inimitable descendía del cielo como regalo nupcial, y un verde suave parpadeaba en
las campiñas como ofrenda esclava. De esos dos matices resultaban el apagado gris de las
lejanías y la tibia gualda de los contornos. Los árboles, en eterna gemación, ostentaban
vestiduras rosadas y galas rojas, y así mostrábanse los paisajes como proyectados al mundo
de los sueños por la mano de la primavera.
Silvina miraba sin ver. Aquel exterior poético, que le era familiar, no le abstraía; aquel
sosegado atardecer no interesaba a sus catorce años. Pensaba en sus intimidades, en sus
secretos, en sus anhelos, y el regio panorama de los montes palpitaba delante de ella como
una bandada de golondrinas ante una estatua. Cuando miraba al frente descubría, en lo alto
de la montaña, la mancha oscura formada por el opulento cafetal de Galante, y un
sentimiento de repulsión, de reprimido rencor, se le revolcaba en el pecho al recordar la
dolorosa historia de sus amores contrariados y del camino de sus ideales, bruscamente
cortados por la intercepción de aquel hombre odioso, a quien ella, todavía tan joven, debía
la imposición de un marido, de aquel Gaspar, cuya presencia le hacía temblar y cuya
imagen la amedrentaba. Debajo, y también a la distancia, contemplaba el valle en donde se
escondía el caserío de Andújar. Veía la casa tienda con su mostrador mugriento y umbrales
negruzcos; el ranchón que cobijaba la máquina trilladora, las tres o cuatro casitas dedicadas
a depósito de provisiones y vivienda de obreros; y le veía a él, a Andújar, con los brazos
desnudos, con la camiseta manchada de pringue, defender detrás del mostrador el importe
de una judía, escatimar el peso de un grano de arroz, poniendo en práctica las fórmulas de
la libra incompleta y de la vara encogida. A un nivel más bajo todavía lograba descubrir
otra colina salpicada de chozas: eran hacenduelas de míseros propietarios que merodeaban
descalzos por los montes, contratándose para trabajar en las grandes fincas, rindiéndose
tributarios de la tienda de Andújar, la gran ventosa del barrio, y para los cuales el tiempo
pasaba sin que tuvieran ni recursos, ni ánimo, ni voluntad para mejorar los propios terrenos
en donde, gracias al esfuerzo fecundado de la Naturaleza, crecían abandonados algunos
cafetos y bananos, y se veían ondear, en días de viento, prados de forrajes o de estériles
malezas. Después, el nivel descendía más. Las montañas se extendían en aventino hasta el
llano, y como gigante que se arrodilla para besar la base que le sustenta, la forma montuosa
de la tierra se humillaba hasta aplanarse en la llanura para alcanzar el límite geológico en
donde todo remata en la tierra: el mar.
Silvina, siempre sujeta a los árboles, recorrió con la mirada el panorama. En el fondo del
barranco, el río escandalizaba con saltos de agua, con atropellado caudal, y a la izquierda,
en el mismo lado en donde estaba Silvina, mecíase el bosquecillo de la vieja Marta: una