Me llegó una carta. Estaba escrita en papel amarillento y el sobre estaba muy decolorado, como si el tiempo se hubiese cansado y hubiese decidido reposar apoyando todo su peso sobre el pequeño pedazo de papel. Era un sobre muy peculiar, sin embargo, lo que de verdad me hizo desenfundar mi cortaplumas y desgarrar el estómago de aquella extraña carta, fue su aroma dulce. Miel, papel añejo, roble seco. Paz. Esas eran las palabras que danzaban en mi oído mientras sentía el sobre frío tan cerca de mi piel. En mi memoria existía un instante que atesoraba mucho y que, sin embargo, había casi olvidado. Lo único que seguía vivo era aquel olor y el sentimiento de felicidad que trajo consigo.
(Una mujer, un beso, una pregunta y un quizá por respuesta).
En la vieja carta estaba escrita con delicada caligrafía una sencilla instrucción y adjunta había una dirección de la que jamás había escuchado. Pero, según el remitente, que por supuesto era anónimo, era el lugar a donde debía llevar, latiendo y en mi puño, a mi corazón.
No dudé mucho y me puse mi abrigo, mi sombrero de piel, y me aventuré a ese lugar donde habitan las sombras de lo desconocido.
Después de que mi esposa se fuera, comencé a preguntarme constantemente hacia donde iba yo, qué hacía y qué quería en realidad. Jugaba a esconder mi miedo de todos a plena vista. Dejé de ver a mis amigos y quemé las pocas fotos que había aún por ahí de mí. Dejé que la tumba de mi madre se cuarteara y que las hiedras treparan por ella. Abandoné muchas cosas cuando me di cuenta de que, en realidad, no había mucho que preguntarse, porque las respuestas nunca las encontraría.
Pero la carta cambió mucho esas ideas. Para empezar, tenía mi nombre, escrito en esa preciosa letra que deseaba desesperadamente reconocer. Tenía impregnado el aroma de su piel, de sus labios, el mismo aroma que me azotaba el rostro siempre que me inclinaba a besarla después de hacer el amor. Pero supongo que lo que de verdad me hizo conducir durante una hora, buscando la calle y el número que tenía escritos, fue que, después de tanto tiempo, estaban otra vez en mí las ganas de preguntarme ¿por qué?
¿Por qué me has traído hasta aquí?
Cuando bajé del auto y me calé de nuevo el sombrero, era de noche otra vez. Sin embargo, mis ojos parecían recibir a la luna de una forma diferente. Su luz brillante, ancestral, blanca como el ruido de un viejo televisor a las cuatro de la mañana, me trajo a la cabeza tantas ideas que, por un segundo, creí que era solo un fantasma que había despertado y avanzaba desde las sombras hasta mí.
Pero era ella.
Sus ojos profundos como agujeros negros eran galaxias brillantes de sombras en medio de mi noche oscura. Su cabello se agitaba y dibujaba los trazos incandescentes de una lluvia de estrellas. Su cuerpo flotaba y salía desde las sombras, como una afrodita de la noche, emergiendo desde lo profundo del mar de la oscuridad. Y en su boca se dibujaba el silencio, abstracto como todo lo que nos envolvía, mágico, como la negrura que nos cobijaba, inmortal, como ese momento místico en el que mi alma se volvió suya, en el que me descubrí devoto a ella, en el que perdí mi fe en mí mismo solo para encomendarme a su piel. Aún vivo en ese instante y jamás dejaré de vivirlo, porque ahí dejé parte de mi alma.
Cuando estuvo lo bastante cerca como para tocarme, me preguntó si sabía por qué estaba ahí. Le dije que sí, aunque no era cierto. Pero necesitaba asegurarme de no perderla de vista, de no alejarme de ella y de no permitir que se fuera, por lo menos hasta que hubiese terminado de recordar su rostro y la sensación idílica que producía su presencia en mi ser.
Encendió un cigarrillo y puso uno en mi boca. Lo prendí enseguida y en su mirada algo se quebró. Pero yo no dije nada y, lo que fuera que ella pensara, se lo calló. Pensé que era mejor así, callar las dudas, ignorar la idea de que aquello no era correcto, pensar mejor la situación no era lo que debía hacerse. Lo que debía pasar era que nuestros cuerpos dejaran correr el silencio todo lo que se pudiera, mientras con nuestros ojos nos tanteábamos, buscando sentirnos vivos. Y lo conseguíamos, con solo encontrarnos en nuestras pupilas. Era como rozar el cielo sabiendo que estábamos en el averno. Tan cerca de su cuerpo, tan lejos en el tiempo.
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Historias Cortas De La Luna Y Las Estrellas
RomanceSi es una noche fría... Si ella te dejó y quieres echarle sal a las heridas... Si se te acabaron los cigarros... Si darías lo que fuera por volver a besar sus pies... Si la boca sigue seca por la hierba y no tienes agua cerca... Si extrañas su cuerp...