Mis esperanzas relucían

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Desperté, y para ser honesto no sé cómo sobreviví a ese gran clima que había en aquella noche. Solo lo hice, pero sabía que no podía morir, ya que todo estaba en mí.

Vi que el sol estaba por salir y que yo debía llegar a algún lugar (no lo sabía, pero lo sentía). El cielo era el mismo patrón de colores que cuando atardeció, pero invertido.
Tenía una maldita hambre que podía sentir como mi estomago se retorcía entre mi espina dorsal.
Yo tomé el camino, seguí esa enorme carretera de tierra rodeada de montañas cortas y pequeñas.
A la media hora de camino, pude percatarme de que estaba cerca de una playa, una enorme y preciosa.
El sol salía poco a poco, pero tardaba demasiado, era más rápido lo que yo me acercaba a la playa que a lo que el sol salía.
Caminé poco a poco, ahorrando fuerzas en mis rodillas, y pude darme cuenta que estaba sobre una montaña...
Sí, todo eso que había recorrido estaba sobre una montaña. Era un subsuelo. El océano era el precipicio (y a su vez, el fin del mundo). Yo pude ver que ahí estaba el final de todo, porque el sol se escondía entre el océano.
Me acerqué al precipicio, el cielo era púrpura y anaranjado, era precioso.
Me tire al suelo porque ya no podía más, estaba cansado y sediento de tanto caminar por un camino sin fin. Mi piel estaba rota y mi cara parecía la de una momia, era un personaje de Halloween viviente.

Carretera de los melancólicos Donde viven las historias. Descúbrelo ahora