Negro y carmesí.

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Soy cazador. Desde que era joven, hasta ahora, que la madurez llamó a mi puerta. No todo he perdido con la edad, por supuesto, a mis casi cincuenta años, sigo siendo un hombre alto y un tanto fornido, por ello, confió bastante en la plenitud de mis facultades físicas y no hay nada que procure miedo en mo corazón, al menos, eso quería creer...
Vivo solo, nunca me he casado, y a la muerte de mis padres, heredé la casona familiar, ubicada en Hidden Ville, la cual, tiene buenas conexiones con Londres, tanto en tren, como comunicación mediante telégrafo. Los bosques plagan en lugar, salvo por una zona de pradera al sur, donde está ubicado mi hogar. Un lugar magnífico para cazar por deporte, o bien, como los lugareños de Cruimwood Town, por necesidad.
La casa es igualmente magnífica: alta, de tres plantas, tejados de pizarra y ventanales como ojos abiertos. Fría por las noches, pero plácida de día. El servicio va y viene de Cruimwood Town de Lunes a Viernes, a excepción de los fines de semana, los cuales, tienen libre. El mayordomo siempre tiene una copia de las llaves y yo, como siempre poseo algún rifle en casa, no me atemorizan ladrones o bestias, al menos eso creía hasta cierto día...
Era una tarde gris, tras el almuerzo, me decidí a salir a cazar algún conejo. Ya que no me dedico más que a la caza deportiva de tanto en tanto, salgo sin perros, en parte también, para ahorrarme su mantenimiento. No me alejé mucho de la finca, llegando a un pequeño bosquecillos de abetos jóvenes, los cuales, no lograban ocultar el Sol con sus hojas. Podría llevar cerca de hora y media cuando lo vi: una sinuosa sombra cruzar entre los troncos, grande como de varios palmos. Un jadeo. Unas pisadas. Al principio, creía que se trataba de algún ciervo que había querido alejarse intrépido de la manada, luego, me di cuenta de que estaba equivocado. Un gruñido como el de un demonio acechando a un moribundo, relamiéndose las fauces marfileñas de colmillos afilados como cuchillos.
Lo apunté con el rifle en el preciso instante en que asomó el hocico por entre los árboles. Las fauces abiertas, lechosas y la rabia en la morada. Se sentía amenazado. Pero...¿Cómo? A plena luz del día. Tal vez porque el cielo estaba terriblemente encapotado se atrevió a salir. Era grande ¡enorme! de pelaje negro como la noche sin Luna, de ojos teñidos en una maldad inconcebible, casi tan negros como su pelaje pero parecían inyectados en sangre: irradiaban el rojizo color de las ramificaciones de sus venas. Estaba en su territorio. Era una amenaza para él. Para antes de que me diera cuenta, ya estaba corriendo hacia mi. Disparé y el sonido atronador de la escopeta le hizo retroceder.

¡Jamás me había sentido tan vivo! ¡tan en peligro como aquella vez! Era inevitable no temblar, incluso para mi. Disparé nuevamente y creo que le herí, pues el olor ferroso de la sangre me salpicó. El colosal animal quiso lanzarme un mordisco antes de huir ¡era tal mo estado que ni siquiera sentí el dolor! Creo, incluso, que un un momento dado, mi cuerpo cedió y caí sentado al suelo, aunque me negué a perder al animal, por si se le antojaba presa apetecible y volvía a por mi.

Al tercer disparo, los cientos de pájaros que hayaban su hogar en las copas de los árboles partieron en vuelo, despavoridos. El lobo, varios metros lejos de mi, cayó muerto. Respiré aliviado como jamás antes lo había hecho.

Yo mismo quise cargarlo sobre mi espalda, una vez comprobé que había muerto, pues era tan gallardo ejemplar que, a pesar de haberme herido, ansiaba poseer su piel como trofeo. Sería uno de mis tesoros. Ese pelaje negro, opaco como la oscuridad misma, áspero y tupido.

El animal consiguió herirme en el antebrazo y la pierna. Fueron cortes limpios pero que no revistaban gravedad, a pesar de ello, seguí las instrucciones del médico de guardar reposo y ayudarme de un bastón para no hacer demasiado esfuerzo con la pierna magullada. Al mismo tiempo, durante mi convalecencia, mandé a un peletero de Cruimwood Town preparar la piel del lobo. Después de los cuidados, de haber despellejado al animal, el pelaje seguía siendo asombroso: aún poseía la cabeza y esos ojos fieros, opacos por el cristal templado que los recubría, vacíos. El pelaje negro y áspero parecía el interior de un pozo umbría infinita que no podría traer nada bueno a su poseedor... Qué ciego estaba. Ciego por la egolatría y la belleza de aquel pelaje, de aquella expresión fiera que seguía manteniendo aún después de la muerte.

«¡Qué orgulloso es el maldito, incluso ahora!» Llegué a pensar, cuando mis fantasías se acercaban peligrosamente a las orillas de la obsesión.

Era de noche cuando desperté, una semana después del ataque: tenía un insoportable dolor en el brazo herido. El cuerpo duele cuando sana.

No... Dolía pero no era eso.

Pat, pat, pat.

Pisadas.

El mayordomo no estaba, nadie del servicio.

Ladrones.

Cogí un pequeño un revólver que guardaba en la pequeña mesa de noche junto a mi lecho. Ni siquiera sostuve el bastón.

Pat, pat, pat.

Recorriendo el pasillo.

Pero no era un bípedo...

No mencioné palabra cuando salí de mi alcoba. El corredor estaba oscuro salvo por la luz de Luna y estrellas que emanaban del exterior. Atraparía a ese bribón. ¡No tenía ni idea de a casa de quien había ido a meterse!

Bajé por las escaleras, sin ver a nadie aún y llegué a la primera planta, justamente al amplio vestíbulo de la entrada. La puerta estaba cerrada. En mi camino, no aprecié ventanas abiertas.

Pat, pat, pat.

Un jadeo.

La lenta y pesada respiración de una criatura abominable, cuyo cuerpo sólo traía desgracia y recelo de la Luz.

–¡¿Qué demonios eres?! – Exclamé airado y al girarme lo vi.

Gallardo e impávido en el descansillo de la escalera, con la luz del amplio ventanal bañando su horrenda figura. Pelo áspero. Ojos como dos rubíes malditos bañados en sangre. Una negrura tal que nada de este mundo podía compararse. Me observaba y parecía que ese maldito animal quisiera arrebatarme toda cordura. No puede ser... ¡No puede ser! El vaho de su respiración se apreciaba como un vapor en el aire frío de la noche y, tras la luz que recortaba su figura, sus ojos brillaban a la par. Nada podía asemejarse. Quieto como una estatua pero fiero como la primera vez que lo vi. Había venido a por mi...¡A terminar lo que empezó! ¡me lo dijo con la mirada y yo lo sé! Mi rostro se descompuso en una grotesca mueca a caballo entre la locura de la irrealidad y la negación a una muerte certera y afilada como la verdad más dolorosa.

El lobo negro.

– ¡No eres de este mundo! ¡eres un demonio!.

Lúgubres fantasías a ataúd cerrado.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora