La calamidad de Randall Reed.

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Mi mujer murió sin legarme hijos, debo decir que eso, hasta que enfermó, no me preocupó lo más mínimo: la paternidad no es una habilidad con la que haya nacido o que haya ido cultivando con el tiempo, ahora, solo y en mi madurez, es algo que veo desde el cómodo pero frío asiento de aquello que es ignoto pero vagamente deseado, como lo que está oculto por una cortina en la madrugada, algo que acecha y provoca pavor pero cuya naturaleza es ferviente y atrayente hasta el punto que ataca los nervios y deja en el paladar un sabor amargo.

No me siento menos orgulloso después de lo que hice cuando mi esposa falleció, pero era un hombre desesperado, consumido por el dolor pero, he de confesar, que demasiado cobarde como para suicidarme, no es porque no no intentara... Una tarde, en el despacho de mi casa de campo, intenté descerrajarme la cabeza con el viejo revólver de mis años de soldado. Fue patético. Yo lo consideré patético. Quizás soy demasiado estricto conmigo mismo y, por ello, incapaz si quiera de apretar el gatillo, me eché a llorar como un niño.

Bien sea por el amor que aún sentía por mi esposa que, incluso a años de su muerte, no tenía intención de despojarme del luto y tampoco de mi anillo de bodas. Iba a todas partes con ello: como una sombra que no auguraba más que desesperanza y malestar. Macilento y ojeroso. El tiempo y mi consecuente adicción al láudano me habían amarilleado las pupilas y me había dejado la lengua permanentemente seca y áspera. Desarrollé la mala costumbre de trasnochar y de asentarme en los cuchitriles más bajos de Whitechapel, donde los fumaderos, especialmente los regentados por chinos y franceses, poseían el opio más castizo y potente de Londres que yo, en mi experiencia, haya podido consumir.

Bien, pues esta era una como aquellas noches en las que no dormía, pero fumaba más que respiraba. Aquella noche me dio por beber, cosa nada recomendable... Nada de lo que yo hacía era recomendable, a decir verdad. Estaba especialmente embotado, si era capaz de decidir por propia voluntad, desde luego, sería gracia de Dios, si es que existe, pues yo no discernía qué veía o qué sentía o quien era yo ¡Oh! Un pobre diablo andrajoso y fustigado por el dolor y por una autocompasión ciega.
Me tambalee fuera del local cuando los brazos huesudos de una prostituta pestilente a perfume barato de almizcle me permitieron una ruda liberación, de la cual, tuve que agarrarme al dintel de la puerta del local de opio para no caer. Probablemente la injurié por su insistencia, no lo recuerdo.

El humo dulzón y penetrante del opio me siguió hasta doblar la esquina. Recuerdo el olor a lluvia, ya que, con toda certeza, aquella sería una de las muchas lluvias estivales: chaparrones de gotas gruesas que calan hasta los huesos y que desaparecen tan rápido como han llegado, sin previo aviso. En la acera empedrada de forma tosca uno podía resbalarse con facilidad y hundir un mal paso en el fango, un charco de agua sucia o deyecciones de los caballos de los pocos coches de punto que se aventuraban a cruzar aquellas tardes.

En un momento dado, en mitad de una estrecha avenida cubierta por puentecillos de piedra que conectaban casas antiquísimas, la luz de las farolas de gas se hacía especialmente angosta pero me permitió ver lo que parecía un bulto oscuro al final de la edificación, con media cara vagamente iluminada. era tan estrecho, que apenas si podía pasar saltándolo pero el bebido es arrogante y altivo, y yo, pequé de osadía.

–¡Tú, perro asqueroso!. –Le increpé señalándolo torpemente con el dedo índice y mirándolo de forma hosca.

A todo juicio, las ropas sucias y los andrajos de aquel diablo infortunado, parecía hacer un excelso resumen de una vida desdichada, mediocre y de perenne indigencia. Desprendía cierto hedor amargo del alcohol, junto con el de escaso aseo y el del opio... Otro hombre mundano que ya había caído en manos de traficantes y, probablemente, ladrones. Estaría dormido, rendido a la inconsciencia del alcohol y los excesos de droga.

–Hijo de...–Mascullé mientras echaba mano del cuello de su raído gabán, sin importarme que pudiera mancharme las manos.– ¡Voy a matarte! ¡te rebanaré la garganta hasta el punto que podrás cantar por el maldito agujero!

Y mis maldiciones se ahogaron en el silencio repentino en el que se sumió el callejón, hasta el punto de que yo mismo me privé, quizás por la misma impresión de verlo, ahí reflejado, mi propio rostro.

–¡¿Quién demonios eres?!.

El cuerpo cayó pesadamente en el pavimento, el sonido de su cráneo al golpear la piedra me procuró un escalofrío inhumano, no podía no quería sentirlo.

Estaba inherte, estático. Muerto.

A la luz de la farola de gas sus facciones estaban desencajadad y su lengua emergía hacia un lado como una mueca sórdida y burlona de ultratumba, como si la mismísima Muerte haya querido burlarse de mi.
Era mi rostro, eran mis ropas. La piel macilenta, ojerosas sus cuencas, purpúreos sus labios y el hedor que desprendía se hizo mayor todavía cuando yacía ahí y tras descubrir quien era.

No, imposible...¡Esto es capa a toda lógica! ¡yo estoy vivo!.

–¡Tú sólo eres un impostor!.

Me miraba...no dejaba de mirarme, de penetrarme con esos ojos oscuros, vacíos pero acusadores. Era yo mismo. Como si me juzgara.

Pero...¿Estoy muerto?.

Lúgubres fantasías a ataúd cerrado.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora