Cecile creyó que si le decía a su mejor amigo que lo amaba, terminarían juntos y serían felices por siempre, pero Damien la rechazó de la forma más cruel, así que tuvo que construir su corazón de nuevo y esconderlo para que nadie viera los rasguños...
¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
C E C I L E
No puedo esconder la repulsión ni el enojo, todo lo que quiero hacer es salir corriendo para que deje de mirarme como si nada hubiera pasado, eso o darle una patada en las bolas para que borre su semblante divertido.
Si me atrevo Inez apuntará mis faltas y terminaré desempleada, necesito trabajar, así que me trago el sabor amargo que me provoca su presencia, evito mirarlo y me repito una y otra vez que soy una chica madura, capaz de enfrentarlo.
Lo evito y hago como si no existiera la mayor parte del tiempo, si estamos en la misma habitación se convierte en un fantasma para mí. Es difícil en ocasiones porque Damien y Calvin son inseparables, así que lo encuentro en todas partes. Tengo la mala suerte de que su mejor amigo sea novio de mi mejor amiga.
Marian y Valentina saben lo que sucedió hace años, pero creen que ya no duele, que he dejado eso en el olvido y ahora solo existe rechazo. No puedo hablar sobre cuánto me lastima tenerlo cerca porque me hace sentir vulnerable.
Es decir, eso sucedió cuando éramos dos adolescentes estúpidos, pero basta mirarlo para recordar su traición y que la herida se abra.
Uno a uno los voy atendiendo, realizo sus pedidos con una rapidez que me asombra. Incluso Inez alza las cejas, sorprendida.
Él es el último en pasar, sé lo que va a pedir antes de que lo diga.
—Una malteada de chocolate con crema batida, por favor —dice.
Me muerdo la lengua para castigarme, pues mi cuerpo reacciona al sonido de su voz baja. Muchos recuerdos aparecen en mi mente, susurros en mi oído, risas y carcajadas que me provocan un nudo en la garganta.
Me giro antes de que pueda ver que necesito tomar un respiro profundo para armarme de valor.
Ya no soy esa niña, la que esperaba verlo todas las tardes y que subiéramos a la azotea para comer frituras y mirar las estrellas.
Preparo la malteada sirviendo el helado de la máquina en un vaso, me concentro en la cantidad de vueltas que debo dar para no pensar en que está a unos pasos de distancia, probablemente lo más cerca que hemos estado desde entonces.
Bato muy bien el helado y vierto la crema batida. Selecciono la galleta que coronará la malteada, a pesar de que debería elegirla él.
Hay unas galletas de chocolate con relieves de expresiones, tomo la marcada con una carita de fastidio porque no puedo ser madura siempre y, ya que no le hablo, necesito expresarle de alguna manera que es un imbécil.
Se la entrego de mala gana.
—¿Podrías regalarme una servilleta? —pregunta.
Podría decirle que hay servilletas en las mesas, pero no pienso hablarle, así que obtengo unas cuantas y las pongo en la barra.
