Bang. La detonación, seca, furtiva, complicado el angulo por la posición del tirador, estalló en medio del campo de batalla urbano con una potencia tal, que convirtió el momento en un instante de suspensión en el tiempo. Estaba hecho, el líder había sido asesinado. Cameron contuvo el aire, inspiró más aún y gritó lleno de jubilo. Su alegría estaba repleta de «que os den» y «que se jodan los alemanes, la copa es nuestra, que se jodan». En la pantalla de su ordenador su personaje, John Tildeman, vitoreaba para celebrar que el equipo de su jugador, los MonkeyPitons, habían reconquistado una base estratégica desde su perdida a manos de los fríos el invierno anterior. El chico se arrancó a un baile improvisado sobre la alfombra de su habitación, y el soldado de la pantalla hizo lo mismo. Cuando se detuvo, realizó un corte de mangas hacia el exterior, en dirección a la colina de coches apelotonados y ardiendo, dónde el equipo contrario se replegaba con las mandíbulas cuadradas por la presión y aguantarse el frío. Todos los presentes tenían las pelotas como cubitos de hielo, pero la algarabía general les mantenía más calientes que el falso whiskey que se bebían alrededor de las hogueras. Era un día triunfal, hasta que los cables que unían las manos de Cameron al ordenador vibraron furiosamente, como si tuvieran vida propia. Pidió disculpas en al menos tres idiomas distintos —había un chino y dos búlgaros en su equipo en reemplazo de dos jugadores veteranos que no podían unirse esos días a las partidas— y se desconectó con un chasquido de dedos.
La habitación giraba a su alrededor cual tiovivo de intensos colores. Las desconexiones seguían siendo montañas rusas de mareos, pitidos y, en ocasiones, sensibilidad extra ante la luz, pero al menos ya no hacían vomitar a las personas cómo al inicio de la primera etapa de los juegos de inmersión, cuando «engancharte» a un dispositivo era tan intrusivo que casi podías sentir a tu ordenador hurgar dentro de tu cerebro, separando las diversas capas unas de otras para mantener la adrenalina en unos límites aceptables. Aún así, a los de las nuevas generaciones los conocían como a los «yonquis», poco capaces de manejar el mono y los saltos emocionales. Trenes a punto de descarrilar que nunca sabías cuando te iban a embestir con sus vaivenes.
Un anuncio, en grandes letras negras, le advirtió que Spencer estaba usando su Cad desde casa, por lo tanto, estaba otra vez de cuerpo presente. No perdió tiempo antes de sentarse de vuelta sobre la silla, el cojín algo hundido por la traca que le daba, y empezó a escribir de manera ávida sobre el teclado, ansioso por algo de atención por la parte ajena.
Con Spencer siempre era complicado saber que estaba ocurriendo. Era un solitario de la colina que era su casa, un enigma, y un sin fin de respuestas poco asertivas, pero al menos, solía dar señales de vida diariamente, y si faltaba, se aseguraba de avisar a Cameron de su ausencia. Jamás le había dejado en ascuas en algo más de un año. Hasta aquel viernes.
No hubo saludos del tipo al que le tenía acostumbrado; ni un qué tal o un «¿me has echado de menos?» seguido de algún clip de audio que daba a malinterpretar sus intenciones todo el tiempo. Como bien le había señalado Bradley en una ocasión, Cameron se había convertido en algo así como un novio sustituto a largo alcance. Para ser justo, su amigo usó una comparación más certera y dolorosa, y le dijo que era la comida pre cocinada favorita de Spencer, pero no la más saludable. Después, siguió diciendo que eso lo convertía en el zombie más tonto de la manada, mientras continuaba repartiendo tiros como un campeón. En realidad, Cameron no entendía la mitad de los símiles que usaba Bradley, pero no pensaba que eso fuese a convertirle en tonto, tal vez poco observador o algo lento para seguir patochadas con dialecto de cerebrito que se las daba de guay, pero tonto no. Sin embargo, esa vez dejó la partida a medias para meditar al respecto, solo para aburrirse a los pocos minutos y claudicar en favor de una nueva serie de dibujos a la que se había enganchado. Con Spencer, por supuesto. La veían por medio de una pantalla compartida, cada uno desde su casa, mientras iban comentando, riéndose y charlando. En cierta manera, Cameron podía ver de dónde había sacado Bradley la idea de que estaba allí para rellenar huecos emocionales de Spencer, al menos aquellos que tenían algo que ver con el terreno sentimental.
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The Game: Penalización
Misteri / ThrillerTodo comenzó con un nuevo mensaje privado, una rave y Spencer intentando huir de una situación incómoda. De haber sabido el giro que iba a dar su vida, se habría quedado esa noche de viernes en casa, jugando online. Si lo hubiese sabido, jamás hubie...