–Cuénteme su historia desde el comienzo, Des Grieux, y dígame cómo llegó a conocerlo. –Fue en Queen’s Hall, durante un concierto de caridad en que él actuaba; pues, aunque considero a los artistas amateurs como una de las numerosas plagas de nuestra moderna civilización, siendo mi madre una de las organizadoras del acto, me creí con la obligación de asistir. –Pero no se trataba de un simple aficionado. –No, ciertamente; por esta época empezaba a hacerse ya un cierto nombre. Se hallaba ya sentado al piano cuando yo ocupé mi asiento en mi palco de orquesta. Tocó primeramente una de mis gavotas preferidas, una de esas ligeras y graciosas melodías que parecen impregnadas de un perfume de lavanda ambarina y que recuerdan a Lulli, A Watteau y a esas bellas marquesas empolvadas, cubiertas de satén, que nerviosamente juegan con su abanico. Al dar fin a su pieza, paseó varias veces su mirada por el lado de las damas organizadoras, y en el momento de ir a levantarse mi madre, que se hallaba sentada detrás de mí, me tocó el hombro para hacer una de esas inútiles e intempestivas observaciones con que a menudo suelen importunarnos las mujeres, de modo que cuando al fin pude volverme de nuevo para aplaudir, él había desaparecido. –¿Y qué ocurrió? –Déjeme recordar… Hubo luego una serie de cantos, creo. –¿Y él ya no actuó más? –¡Oh sí! Volvió a mitad del concierto, y mientras saludaba antes de sentarse, sus ojos parecían buscar a alguien por entre las jardineras, fue entonces cuando nuestras miradas se encontraron por primera vez. –¿Qué tipo de hombre era? –Era un muchacho de veinticuatro años, de talle esbelto, cabellos cortados a lo Bressan, de un extraño color rubio-ceniza, matiz éste debido, como más tarde pude saber, a un ligera capa de polvo, y que contrastaba de manera singular con el negro de sus pestañas y de su fino bigote. Su tez tenía esa blancura mate propia de los jóvenes artistas. Sus ojos, que a primera vista parecían negros, eran en realidad de un color azul sombrío y, aunque en general parecían tranquilos, cualquier profundo observador hubiera notado en ellos a veces una espantosa fijeza, como si se hallaran capturados por alguna lejana y terrible visión, para dar de inmediato lugar a una expresión de terrible hastío. –Pero ¿por qué esa tristeza? –Cuando yo le hice esta misma pregunta, él alzó primeramente los hombros respondió riendo: «¿Nunca ha visto usted fantasmas?» Luego, cuando hubimos alcanzado un mayor grado de intimidad, me respondió: «¡Mi destino! ¡Qué horrible destino el mío!» Pero, reponiéndose de inmediato y frunciendo las cejas, añadió: «Non ci pensian».
–Un carácter sombrío y reconcentrado, sin duda.
–En absoluto. Sólo muy supersticioso, como lo son todos los artistas, según yo creo.
–¿Tenía él es su mirada algún poder magnético?
–En lo que a mí concierne, ciertamente sí. Pero sus ojos no eran lo que podrían llamarse unos ojos hipnóticos: eran mucho más soñadores que penetrantes, pero con un poder de penetración tal, no obstante, que la primera vez que nuestras miradas se encontraron, los sentí hundirse hasta el fondo de mi corazón; y aunque su expresión no era excesivamente sensual, cada vez que él fijaba sus ojos en los míos, yo sentía hervir la sangre en mis venas. –He oído muchas veces decir que era admirablemente hermoso. ¿Es esto cierto? No habiendo podido verlo sino una vez…–Sin ser de una belleza asombrosa, tenía un rostro muy agradable. Su manera de vestir, aunque de una corrección impecable, daba muestras de una cierta excentricidad. Aquella tarde, por ejemplo, llevaba en el ojal una ramita de heliotropo blanco, a pesar de ser la moda entonces las camelias y las gardenias. Sus maneras eran las de un perfecto gentleman, pero en escena, como ocurre con los extranjeros, exhibía una cierta rigidez. –¿Y después de haberse cruzado sus miradas? –Se sentó y comenzó a interpretar su partitura. Yo consulté el programa. Era una rapsodia húngara, obra de uno de esos compositores desconocidos, cuyo nombre puede descoyuntarle a uno la mandíbula; el efecto, sin embargo, era fascinante. En realidad, no hay música en el mundo tan excitante como la de los tziganos. Ésta, por ejemplo, partiendo de una nota menor. –¡Oh, por favor! Puede usted evitar los tecnicismos, sabe que no soy capaz de distinguir un mi de un sol.– No importa, si alguna vez ha escuchado usted una tsardas, habrá notado sin duda alguna que la música húngara, a pesar de abundar en excelentes efectos rítmicos, se aparta de nuestras reglas armónicas y choca con nuestros oídos. Pero, estas melodías que al principio nos resultan chocantes, poco a poco van subyugándonos, hasta terminar por fascinarnos. Las magníficas florituras, por ejemplo, tan abundantes en ellas, tienen un carácter árabe tan lascivo…