-Volvamos a la historia principal, si le parece. ¿Cuándo volvió usted a ver a Teleny?
–No antes de un cierto lapso. La cuestión es que, por más que me sintiera irremediablemente atraído hacia él, una fuerza misteriosa me impedía constantemente ir a su encuentro, llevándome a evitarlo; pero, cuando alguna vez tocaba en público, corría inmediatamente a oírlo, o más bien, a verlo, sintiéndome vivir tan sólo en aquellos cortos instantes. Mis gemelos quedaban fijos en él; y su figura de semidiós, tan llena de juventud, de vida, de virilidad, me mantenía como hipnotizado. Mi violento deseo de apretar mi boca contra la suya, penetrando sus labios, me excitaba hasta el punto de sentir humedecérseme el pene En determinados momentos, el espacio que nos separaba parecía acortarse de tal modo, que to podía respirar casi el perfume de su cálido aliento, y sentir su contacto en mi propia carne. La sensación que me producía la idea de su piel desflorando la mía excitaba de tal manera mis nervios que este goce empezaba por causarme un delicioso respingo, para terminar ocasionándome, en su prolongación, un acuciante dolor. Él parecía tener siempre la intuición de mi presencia en el teatro, porque sus ojos intentaban descubrirme entre la muchedumbre, si bien yo sabía que no podía verme, escondido como estaba en un rincón de la platea, en paraíso, o en el fondo del palco; y, sin embargo, donde quiera que yo me escondiera, sus miradas se dirigían indefectiblemente hacia el lado donde me ocultaba. ¡Ah, aquellos ojos! Ojos insondables como la negra superficie de un pozo sin fondo… Aún hoy, cuando los rememoro, después de tantos años, mi cabeza da vueltas. Si hubiera usted visto aquellos ojos, conocería esa ardiente languidez que tan a menudo describen los poetas del amor. De una cosas estaba sobre todo orgulloso, y es que, después de la famosa velada de caridad, donde lo había visto por primera vez, Teleny tocaba de una manera, si no teóricamente más correcta, sí con mucho mayor brío y sentimiento. Ponía toda su alma en aquellas voluptuosas melodías húngaras, y aquellos cuya sangre no estaba congelada por la edad o los celos, se extasiaban ante esta música divina. Su nombre empezaba a atraer a un numeroso público, y, aunque los críticos se hallaban divididos en sus apreciaciones, los periódicos le consagraban largos artículos.
–Me asombra que, lleno de amor como usted estaba, tuviera el valor de sufrir y resistir la tentación.
–Yo era joven, y tenía escasa experiencia, era por tanto una persona «moral». ¿Y qué es la moralidad sino el prejuicio?
–¿Un prejuicio? ¿De verdad lo cree así?
–Sin duda. ¿Acaso la naturaleza es moral? ¿Acaso el perro que olisquea y lame con evidente satisfacción la vagina de la primera perra que encuentra perturba su cerebro exento de sofismas con la más mínima idea de la moralidad? ¿Acaso el caniche que intenta sodomizar al pequeño gozque que cruza por la calle se preocupa lo más mínimo por la opinión de los censores de la raza canina? Yo, en cambio, a diferencia de los perros y los caniches, me hallaba imbuido de todo tipo de ideas falsas; ésta es la razón de que, tan pronto pude comprender la verdadera naturaleza de mis sentimientos por Teleny, me sentí embargado por el horror e intenté ahogarlos. De haber conocido mejor la naturaleza humana, hubiera abandonado Inglaterra y me hubiera ido a las Antípodas, poniendo al Himalaya como barrera entre él y yo.
–Eso quizás le hubiera permitido cambiar de objeto y satisfacer su gusto natural con algún otro; o tal vez con él mismo, de haberlo encontrado tiempo más tarde.
–Tiene usted razón. Si bien, según los fisiólogos, el cuerpo del hombre cambia cada siete años, sus pasiones permanecen siempre las mismas, y se conservan en él, aunque sea en estado latente. Su naturaleza no mejorará por el hecho de darle vía libre. Sigue equivocándose y confundiendo a los otros, mostrándose siempre bajo una luz que no es la verdadera. Yo sé, por ejemplo, que he nacido sodomita, pero la culpa es de mi constitución, no mía. He leído cuanto hay escrito sobre el amor entre varones, sobre ese detestable crimen contra natura que nos han enseñado, no sólo lo dioses, sino también los más grandes hombres de la Antigüedad, comenzando por el legislador Minos, quien probablemente sodomizó a Teseo. En aquel momento yo consideraba todo esto como una monstruosidad, como un crimen peor que la idolatría, tal como lo dice Orígenes. Y, sin embargo, tuve que admitir que el mundo, incluso después de la destrucción de las Ciudades Malditas, seguía cayendo con frecuencia en esta aberración, pues las hijas de Pafos, durante los gloriosos días de Roma, con más que mediana frecuencia era menospreciadas por los hermosos varones de la isla. El cristianismo llegó a tiempo para barrer los monstruosos vicios del Mundo Antiguo, y el catolicismo, más tarde, se dedicó a quemar… en efigie, a cuantos malgastaban su simiente. Los papás tuvieron sus castrados, los reyes sus pajes, y si la Iglesia cerraba los ojos sobre la pederastia de sus sacerdotes, monjes, legos y profesos, es justamente porque la religión no comprendía que su instrumento servía para fabricar niños… En cuanto a los templarios, si tuvieron que ascender a la pira, no fue ciertamente debido a su pederastia, que era de dominio público, sino porque el rey de Francia codiciaba sus riquezas. Resulta divertido constatar que todos los escritores acusan a las naciones vecinas de esta abominación; dejando exenta sólo la suya. Los judíos reprochaban ese vicio a los gentiles, y los gentiles a los judíos. Lo mismo ocurrió con la sífilis. De acuerdo con los escritos de la época, los ovejas negras contaminadas, traían del extranjero esa perversión de gusto. ¿No decía hace poco un manual médico moderno que el pene del sodomita se adelgazaba y aguza hasta semejarse al de un perro, y que la boca habituada a las prácticas viles se deforma? Al leer tal cosa, yo temblaba de repugnancia y horro… y la sola vista de dicho libro me hacía palidecer.