Capitulo 2

2K 47 1
                                    

Pasé la noche en un estado de afiebrada excitación, agitándome sin cesar en la cama, e incapaz de conciliar el sueño; y, cuando al fin pude dormirme, me vi asaltado de sueños lascivos. En uno de ellos aparecía Teleny, pero no como hombre, sino como mujer, como mi propia hermana. Y, sin embargo, yo no tengo hermanas. En dicho sueño, yo, al igual que Amón, el hijo de David, me hallaba enamorado de mi propia hermana, y tan vergonzoso era mi amor, que caí enfermo, reconociendo el carácter repugnante de mi pasión. Cada noche luchaba yo con todas mis fuerzas contra esta pasión, hasta que una noche, devorado por la lujuria, e incapaz de resistir ya más, penetré en su habitación. Bajo la luz rosada del crepúsculo, la vi tendida en su leche. Su carne fina y blanca me hizo temblar de concupiscencia. Hubiera querido ser una bestia de presa, para arrojarme sobre ella y devorar su carne. Sus largos rizos dorados se esparcían por encima de la almohada. Su camisa de lino, que apenas bastaba para cubrir su desnudez, realzada el encanto de lo que dejaba ver. Los lazos que la sujetaban por los hombros estaban desatados, y mis ojos ávidos recorrían con lujuria sus rígidos pechos. Sus senos de jovencísima virgen, firmes y salientes como dos montículos, no eran más grandes que una copan de champán, y, como dice el poeta Symonds: «Parecían dos capullos de rosa rodeados de una corona de lirios.»

Su brazo derecho servía de apoyo a su cabeza, dejando al descubierto en su arqueamiento, el oscuro y espeso toisón de la axila. Se hallaba tendida en una postura tan excitante como la que suele exhibir Dánae en los cuadros, al ser desflorada por Júpiter inundado en lluvia de oro: las rodillas levantas, los muslos generosamente abiertos. Y, aunque profundamente dormida, como la leve respiración de su pecho dejaba traslucir, su carne parecía totalmente recorrida por un deseo amoroso, mientras sus labios entreabiertos parecían ofrecerse al beso. De puntillas, fui acercándome lentamente a ella, con precaución, y me deslicé entre sus piernas. Mi corazón latía hasta romperme el pecho, y yo ardía de pasión, contemplando aquel objeto que me enloquecía los sentidos. Según iba avanzando sobre ella, apoyado en codo y rodillas, un fuerte olor de heliotropo blanco inundó mi cerebro, hasta casi asfixiarme. Temblando de emoción, y con los ojos abiertos de par en par, hundí mi mirada entre sus piernas. Al principio no vi más que una masa de pelos castaños, ondulados y ensortijados en pequeños rizos, que tapaban la abertura del pozo del amor. Yo levanté suavemente la camisa, aparté con cuidado el velludo toisón, y separé los dos labios, que por sí mismos se abrieron al contacto de mis dedos como para facilitar la entrada. Yo clavé mis ojos en aquella carne amiga, en aquella carne rosada similar a la pulpa madura y azucarada de un fruto suculento; y vi entonces, anidado en medio de dos labios de color carmín, un pequeño capullo, una pequeña flor viva de carne y sangre. Sin duda, al posar mis dedos entre los labios, lo había acariciado inconscientemente, mientras los contemplaba, y ahora se agitaba como dotado de vida, levantándose tenso hacia mí. A la vista de esto, un deseo loco me embargó de gustarlo, de acariciarlo con mi boca; e incapaz de resistir, me incliné sobre él, cubriéndolo con mi lengua, paseándola en torno suyo, hundiéndola en medio de los labios, recorriendo todos sus recovecos, penetrando en sus más íntimos repliegues, mientras ella, encantada sin duda por este juego, me ayudaba en mi labor con sus muslos, con un ardor tal que, al cabo de pocos minutos, la pequeña flor abrió sus pétalos y esparció su rocío de almíbar, que mi lengua devoró golosa. Al tiempo que esto ocurría, no dejaba ella de suspirar y gritar, sonámbula de placer. Sobreexcitado como estaba, no le di tiempo de volver en sí, y tomando mi pene, le introduje el glande en su abertura. La hendidura era muy estrecha, pero los labios estaban húmedos; yo empujé con todas mis fuerzas. Poco a poco fui sintiendo quebrarse el débil tejido que ponía obstáculo a mis esfuerzos. Ella me secundaba valerosamente en mi obra destructora, abriendo todo lo que podía las piernas, pegándose contra mí, esforzándose por engullir la columna entera, gritando a un tiempo de placer y de dolor. Yo me hundí una y otra vez, pujando y ahondando cada vez más a cada nuevo embate, hasta que, habiendo superado todas las barreras, alcancé las profundidades últimas de la vagina, donde me parecía como si numerosos pequeños labios se dedicaran a cosquillear y succionar la punta de mi verga. ¡Placer celeste! ¡Divino éxtasis! Me sentía flotando entre el cielo y la tierra y rugía y aullaba de placer.

Teleny- Oscar WildeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora