Capítulo IX
Durante los tres últimos días, y a pesar de los urgentes requerimientos de mis negocios, había sido incapaz de hacer nada en mi despacho. La marcha de Teleny, no obstante, me hizo presentes todas estas obligaciones aplazadas y, reprimiendo mi tristeza, me puse a responder la correspondencia pendiente y di las órdenes oportunas para entregar los pedidos más urgentes. Trabajé enfebrecido, más como una máquina que como una persona, y durante hora permanecí sumergido en complicadas transacciones comerciales. No obstante lo cual, mientras mi cabeza se hallaba ocupada por las necesidades contables, no podía apartar de mi pensamiento la cara de mi amigo, sus ojos cargados de tristeza, y su boca voluptuosa, en la que asomaba la amarga sonrisa de la despedida, mientras el amargo
regusto de su último beso afloraba constantemente a mis labios.
Y, sin embargo, ¿por qué trabaja yo? ¿Era por afán de lucro, por satisfacer a mis empleados o por el
trabajo en sí mismo? Ciertamente no podía decirlo, Creo que trabajaba por la excitación febril que el
trabajo proporcionaba, del mismo modo que se juega al ajedrez para distraer al cerebro de los
pensamientos que lo oprimen.
Abandoné mi despacho al caer la noche.
¿A dónde debía ir ahora? ¿A mi casa? Me hubiera gustado que mi madre estuviera ya de vuelta.
Aquella misma tarde había recibido una carta suya, en laque me informaba que en vez de venir dentro de
uno o dos días, como al principio había previsto, había decidido viajar hasta Italia por algún tiempo.
Sufría un ligero ataque de bronquitis y temía que la humedad de Londres pudiera complicarlo.
¡Pobre mamá! Su recuerdo me trajo a la cabeza el enfriamiento que nuestras relaciones había sufrido
últimamente, a causa de mi relación con Teleny; no porque mi afecto hacia ella fuera menor, sino porque
Teleny ocupaba por entero todas mis facultades físicas y mentales. Ahora que Teleny estaba ausente yo
sentía una cierta nostalgia de mi madre, y resolví escribirle una carta larga y afectuosa tan pronto como
llegara a casa.
Entre tanto, vagaba al azar por las calles vacías. Después de haber dado varias vueltas, me encontré de
pronto frente a la casa de Teleny. Mis pasos me habían conducido sin querer ante la casa de mi amigo, y
yo contemplaba ahora, casi sin darme cuenta, sus ventanas. ¡Cuán querida me era aquella casa! Hubiera
querido besar uno a uno los escalones que él pisaba cada día.
La noche era oscura, y la calle –una calle tranquila– no era precisamente de las mejor iluminadas.
Por un momento me pareció ver una débil luz filtrarse por las rendijas de las ventanas. «Puro efecto de
mi imaginación», pensé yo.
Con todo, agucé la vista. «No, no me equivoco –me dije–, hay luz allí dentro.» ¿Habría tal vez vuelto
Teleny?
Tal vez había caído en la misma desolación que a mí me atenazaba. La visible angustia impresa en mi
rostro podía tal vez haberlo paralizado, impidiéndole incluso tocar, y se había vuelto. Podía ser, incluso,
que el concierto se hubiera aplazado.