Melody

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Resultaba, entonces, que mi madre no nos había abandonado cuando yo era pequeña. O por lo menos, no por las razones que yo pensaba.

De niña, pasaba horas enteras imaginándome su rostro. Si tendría la piel morena como la mía, o si nos pareceríamos al hablar. Si se le harían hoyuelos a cada lado de la cara cuando sonriera o si le gustara comer galletas saladas con mantequilla de maní, pues mi padre las odiaba. Tengo una caja guardada en alguna parte de mi ropero con un montón de dibujos de mi y ella (o al menos como yo pensaba que era), unas cuantas cartas falsas escritas por mi padre en la madrugada para que tuviera algo que abrir cada cumpleaños, y una rosa.

Con los años, aquella flor debió haberse desintegrado, pero por alguna razón, cada vez que la tomaba para aspirar su aroma, parecía revivir y volver en todo su esplendor. Mi padre decía que era el amor que mi madre sentía por mí lo que le permitía seguir viva. Y por mucho tiempo lo creí.

La verdadera historia es, que los dioses son reales.

Así como lo oyen, existen, caminan, hablan, comen, viven entre nosotros, y son unos malditos. (Si hay algún dios leyendo esto, no me desintegre por favor, le ofreceré hamburguesas en la hoguera lo prometo).

El caso es, que cuando están aburridos bajan a la tierra para divertirse un poco, juegan con las mentes de los mortales y provocan peleas para su entretenimiento. Algo así como si fuéramos sus muñecos de prueba.

Pero de vez en cuando, se encuentran con un mortal diferente, especial. Y así es como llegamos a existir nosotros, los semidioses. Mestizos, hijos de un mortal y un dios.

La mayoría de los mestizos heredan poderes específicos con respecto a sus padres, y fue hace poco que comprendí que aquella rosa, por más que significara para mi, se mantenía viva porque yo la tocaba.

El día de la boda, después de la confusión, un símbolo extraño apareció sobre mi cabeza despidiendo el mismo color rosado y el mismo aroma a rosas que la mujer de mil tonos de cabello. Por alguna razón, sólo mi padre lo notó, y después de que se desvaneciera en el aire la ceremonia siguió como si nada hubiera pasado.

Tiempo después, mi padre me contó que cuando era joven e inexperto, se enamoró de la mujer más hermosa que jamás había conocido. Que yo había nacido de su amor mutuo y que eran felices. Pero después, me explicó que mi madre no podía quedarse porque tenía asuntos que atender y lugares en donde estar. Fue cuando cumplí los diez años que descubrí que era hija de la diosa griega del amor, Afrodita.

La razón por la que mi padre me mandó lejos vino después, cuando nació mi media hermana. Rubia, con ojos azules, nada parecida a mi.

A lo largo de los años, uno que otro problema se había presentado en mi niñez. Las palomas se estrellaban contra la ventana de mi habitación o las de la escuela cuando yo estaba cerca. A veces, cuando estaba mucho tiempo de pie en un lugar, una que otra rosa brotaba de la tierra. Pero lo mejor, era que cuando de verdad quería algo solo tenía que pedirlo con ganas y la gente no dudaba ni un segundo en concedérmelo. Y claro que eso me metía en muchos líos.

El punto es, que cuando Sandra se integró en la familia y yo fui a conocerla, me emocioné tanto que hice que una enredadera de flores cubriera por completo la cuna de la niña, y casi se asfixió. Después de eso, mi padre decidió que era demasiado peligrosa, imagínense cuanto me dolió.

Así que una mañana, un hombre como de cuarenta años en una silla de ruedas vino a buscarme, y ambos viajamos hasta una isla lejos de mi hogar. A un campamento. Su nombre era Quirón, y me dijo que existía un lugar lleno de niños como yo, con poderes especiales y padres mágicos.

Bajamos a la mitad de la nada del taxi y empujé difícilmente su silla por una colina, al llegar a la cima me encontré con un arco de piedra justo en el centro.

—¿Puedes leer lo que dice?— Preguntó. Miré la inscripción en la roca y las letras cobraron sentido en mi cabeza con tanta facilidad que me sorprendió a mi misma, pues había padecido dislexia toda mi vida.

—Campamento Media Sangre— Anuncié, y luego miré detrás del arco. —Pero aquí no hay nada

El hombre sonrió. —¿Segura?— Preguntó antes de darme un pequeño empujón para que pasara por en medio del arco hasta el otro lado. De pronto me encontré con un paisaje hermoso a mis pies. Un lago, colinas, casas, árboles, todo se veía tan maravilloso como se lo habían descrito.

Miré alrededor y di un respingo al encontrarme frente a frente con un animal enorme, un cocodrilo parecía. Retrocedí lentamente y lo observé mejor. No era un cocodrilo, era un dragón. Quirón soltó una risita.

—Protege el campamento y el vellocino de oro

—¿El qué? — Pregunté, y el hombre me explicó que años atrás, el árbol mágico que levantaba la barrera que protegía el campamento había sido dañado, y un hijo de Poseidón lo había salvado cubriéndolo con aquella piel de oveja que era, al parecer, mágica.

Después de un recorrido breve, aún estaba maravillada. Me llevó a la cabaña de Afrodita, un lugar enorme lleno de camas idénticas y chicos como yo, hijos de otros dioses, hijos de Afrodita.

No podía imaginarme algo mejor, hasta que me encontré el anfiteatro. Un lugar tremendamente grande, metros y metros de gradas de concreto al aire libre y un piano enorme rodeado de docenas de instrumentos de diferentes tamaños y formas en la bodega del fondo. Recuerdo haberme parado en el escenario, a mitad de todo, y haber mirado alrededor encantada.

Se convirtió en mi lugar favorito, y después de pasar los siguientes siete años sentada en aquel piano, se volvió mi hogar.

Amor & Guerra: El Hijo de AresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora