CAPÍTULO VI

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Desperté por el dulce olor a jazmín que había en el aire. Al abrir los ojos me encontré con un techo desconocido. Me fijé alrededor: una ventana abierta, un gato mirando hacia afuera, una mesita de noche con una bandeja que tenía vendajes, un vaso de agua y una toalla sumergida en agua. No conocía este sitio, ni sabía cómo había llegado allí. Al tratar de levantarme sentí un ligero dolor de cabeza; cuando traté de ponerme de pie, lancé un grito por el dolor.

— ¡¿Qué, qué pasa?! —escuché a alguien gritar desde afuera.

— ¡¿Qué me pasó?! —exclamé en respuesta.

Quien gritaba irrumpió por la puerta con cara de espanto. Es ella, pensé. Era ella. Ahora volvía a mi memoria. Sus rizos color miel, sus ojos oscuros, su voz preocupada, su porte era igual que el de aquella vez en el huerto...

— ¿Estás bien? —preguntó parando mi tren de recuerdos.

— Nunca fuimos al río —dije ensoñado como si estuviera en otro mundo.

— ¿Perdón?

— El tobillo. Me duele el tobillo—le dije mientras señalaba mi tobillo izquierdo y ponía una mueca de dolor.

— Entonces no recuerdas lo de ayer...

¿Lo de ayer...?

Vi cómo cambió su semblante. Se acercó a mí, tomó el vaso de agua que estaba en la bandeja y lo llevó a mi boca con toda la paciencia del mundo.

— Bebe, luego te explicaré lo que pasó y saldremos a tomar algo aire.

Y así fue. Me ayudó a salir de la casa cargado a su hombro y nos sentamos cerca de su jardín. La casa no era pequeña, pero sí lo suficientemente grande como para una sola persona. A pesar de que parecía estar en medio del bosque, era un lugar acogedor, se sentía como un hogar. El jardín tomaba un gran terreno, tenía muchas flores coloridas y diferentes, incluso muchas que desconocía, pero había más jazmines que nada. De ahí venía el adorable olor al despertar. Había un gran árbol de manzanos, igual que el que estaba por mi huerto, pero este estaba más florecido. Se veía más saludable. Como si fuera un árbol feliz.

— ¿Por qué no me llevaste al hospital?

— Solo te desmayaste, no lo vi necesario. En mi pueblo fui enfermera.

— ¿Y qué haces aquí?— le pregunté con curiosidad.

— Aquí vivo— me dijo para luego reírse de mi pregunta— vengo de otro pueblo, vine a aprender cosas nuevas.

— ¿Qué cosas nuevas? —le inquirí.

— Parece que eres curioso, Gael. Con el tiempo sabrás a lo que me refiero.

Había dicho casi las mismas palabras que me dirigió mi madre aquella vez.

Nos quedamos un gran rato hablando de todo y de nada, hasta el atardecer. Apreciando la agradable temperatura y la dulce compañía. Mientras pasaba el tiempo comíamos frutas y postres que ella había preparado. 

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