CAPÍTULO IV

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Nunca nos encontramos para ir al río. Yo había decidido cuidar del huerto cada día de esa semana, cuando lo que hacía de manera habitual era alternar e incluso esperar una semana para darle cuidado y revisar que ninguna planta estuviera muriendo. Lo hice por ella, quería poder verla otra vez, solo por simple casualidad pasando por el huerto, encontrarla de nuevo o más bien que ella me encontrara a mí como las últimas veces. Mi decepción crecía cada vez más al notar que ya terminaría la semana. No solo había perdido su rastro, tampoco sabía su nombre.

Pasaron semanas para que volviera a escuchar sobre ella y aún tenía en mente lo torpe que fui al no preguntarle su nombre o de dónde venía. Siempre la recordaba durante el día, al menos lo poco que podía: su suave voz, cómo se quedaba mirando al cielo, la manera extraña en que me pidió una manzana... Era algo que por alguna razón me mantenía feliz: la recordaba.

Desperté un domingo con ganas de salir a tomar algo de aire y dibujar el paisaje, otro pasatiempo que había desarrollado ese verano. Detrás del huerto, el cual no era demasiado grande, había un bosque frondoso y amplio con árboles bastante altos y juntos que podían verse desde algunas ventanas de la casa. Era otoño pero de alguna manera u otra ese bosque se las arreglaba para siempre estar verde. Recuerdo cómo mi madre me decía de niño que se debía a que era un bosque encantado.


— ¿Estás viendo el bosque, cariño?

— Sí, mamá. Escuché a la profesora decir que cuando llega el otoño las hojas caen y todo se pone marrón —le respondí pensativo mientras miraba las hojas del bosque con la paciencia de un pescador.

—Si estás esperando que caigan las hojas, lamento decirte que no pasará —me susurro al oído con la emoción de una niña contado un secreto que solo ella sabía.

— ¿Por qué no pasará?—le pregunte alejando mi mirada de la ventana para verle a los ojos.

—Parece que nadie te ha contado sobre el bosque mágico mi querido Gael.

—Papá me ha dicho que la magia no existe, madre.

—Y es cierto, Gael. No escuches a tu madre —me sugirió mi padre al escuchar parte de la conversación que teníamos.

—Tu padre no tiene imaginación, cariño. Sin embargo, tú, tú solo eres un niño, puedes creer lo que te haga más feliz. Lo que sea que te invite a soñar.

— ¿Y papá no puede soñar también, mamá?

—Por supuesto. Sueña algo diferente todos los días, es solo que no sabe expresarlo como lo harías tú —me aseguró mientras se ponía de rodillas para darme un beso en la frente.


Me puse mis botas de jardinero para ir al bosque, busqué papel, barras de carboncillo y colores pastel para dibujar lo que vea. El sol ya estaba por esconderse cuando me adentraba en el bosque. Había algunos animales pequeños correteando de un lado a otro. No podía dibujarlos, ninguno se quedaba quieto por más de cinco segundos. Me senté al lado de uno de los grandes olmos que estaban en medio del bosque y me puse a dibujar los árboles que tenía al frente. Era una arboleda agradable a la vista: la mayoría con el tronco recto, los demás, doblados, haciendo contraste, habían tantos troncos gruesos como finos y todos tenían sus hojas verdes. Se sentía como ver algo majestuoso, algo vivo. Cuando terminé el dibujo decidí dibujar algo más, el sol seguía afuera y sentí que necesitaba seguir. Pero estaba en un bosque, ya había dibujado varios árboles y los animales no se dejaban retratar. Fue entonces cuando miré al cielo por inspiración y caí en cuenta: debería dibujar el cielo.

Como las nubes ya desaparecían junto con el sol, me subí a un árbol para obtener una mejor vista. Subir no fue fácil y la caída estaba en mi mente, ya que el verano pasado había caído de uno de los árboles y me había dislocado el tobillo izquierdo. Mal resultado, buen intento-. Tomé el carboncillo y empecé a dibujar. Primero hice líneas suaves, fui engrosándolas. Luego llegué a la conclusión de que necesitaba más colores pasteles, para darle vida al dibujo, pero los había dejado en casa, así que seguí dibujando y lo demás lo dejé a la memoria para darle los toques finales al llegar a casa.

El atardecer era radiante, delicado. Si te quedabas viéndolo por mucho tiempo parecía un poema: dulce, poderoso, mudo. Cada vez que lo veía, con cada trazo, me sentía más maravillado con lo que observaba. Pensé en ella. Quería dibujar lo que ella veía en el cielo. Quería dibujarla mirando al cielo, pero necesitaba tenerla presente y su rostro aunque vivo en mis sueños, moría en mi memoria. No sabía qué hacer además de sentirme frustrado por lo que no podía alcanzar.

Escuché algo cerca de la arboleda en que estaba. Bajé la mirada y vi entre los arbustos que algo se movía, era un silueta extraña. El sol casi ocultándose no me dejó divisar aquella figura. Me paré en una de las tantas ramas que tenía cerca para poder tener una mejor visión. Solo llegué a escuchar un "crack" y ver todo oscuro.   

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