El tañido de la campana resonó entre los camastros de los aprendices como si la tuvieran justo a su lado. Entre murmullos y gruñidos de resignación la mayor parte de los diecisiete jóvenes se fue levantando poco a poco.
Amaiur cubrió su cabeza con la áspera manta, dispuesto a ignorar la llamada y conseguir algunos minutos más de sueño. Su alegría no duró mucho, ya que el Pañero Mayor entró a grandes zancadas, dando gritos a todos los perezosos.
—¡Amaiur! —rugió cuando llegó a su camastro—. Levanta inmediatamente y aséate como es debido. —Dio media vuelta y habló para todos—. Tenemos un invitado en la torre. ¡Os quiero ver abajo limpios y aseados ya!
Algunos jóvenes corrieron en direcciones aleatorias, como gallinas asustadas por un zorro dentro de un gallinero. Amaiur suspiró y se sentó en el camastro. Hurgó bajo el colchón y encontró la bolsa con su dinero. La sopesó, con una mueca de disgusto, pensando en los talentos que tuvo que dejar sobre la mesa de juego la noche anterior. Había infinidad de tabernas en Burdín, pero aquella era su preferida, y cambiarla también le fastidiaba. Todo por aquel maldito viejo metomentodo.
Cogió un hábito limpio de su baúl y se lo fue colocando mientras avanzaba por el dormitorio. Como aprendices de guardián no tenían una celda individual, debían dormir allí, todos juntos, hasta que fuesen ordenados. Amaiur, con diecinueve años, era el mayor de los aprendices, había sido rechazado como guardián en dos ocasiones y, a veces, creía que sería aprendiz el resto de su vida.
Como cada día, fue el último en llegar al refectorio. Todos los demás, novicios y guardianes, esperaban en pie junto a sus mesas la llegada de los rezagados. Cuando todos estuvieron en su sitio la puerta principal se abrió y la jefatura de los guardianes de Ildun entró con paso decidido.
Amaiur apartó la vista cuando sus ojos se cruzaron con las del invitado. Era el hombre que le había delatado en la partida de dados. Si se lo contaba al Maestre seguramente tendría problemas.
El Maestre se adelantó hasta el atril que presidía el refectorio. La sala, apenas iluminada por los fuegos de varias chimeneas y alguna vela, quedó en el más absoluto silencio.
—Gracias a Lur por este nuevo día.
—Agradecidos estamos —contestaron todos al unísono.
—Hace cuarenta años nacieron las Ciudades Libres. Cada año celebramos ese aniversario con fiestas y alegría, pero casi siempre olvidamos qué fue lo que propició ese nacimiento. —El Maestre hizo una pausa—. La Gran Guerra. Sin esa desgraciada ruptura con el pasado, hoy no seríamos lo que somos. Vosotros habéis oído hablar de ella como cuentos de un pasado incierto y mágico. La vida antes de la Gran Guerra no era como la de hoy, era una vida bajo el yugo de caciques y reyezuelos exaltados, llena de luchas y de dolor. Las Ciudades Libres no eran más que una decena de pequeños reinos alejados y enfrentados constantemente entre ellos. Enfrentados hasta que llegaron ellos. Ocuparon todo Lur y el yugo se transformó en grilletes. Sólo el mago Ildun, y algunos como él, pudieron presentar batalla y finalmente expulsarlos de nuestras tierras. Después se encargaron de sembrar la semilla de una nueva sociedad, de un nuevo territorio que conviviera en armonía y se ayudase como un solo pueblo. Ese el verdadero motivo de celebración y el verdadero origen de las Ciudades Libres. Como bien sabéis esa ayuda no fue del todo gratuita; a cambio algunos de nosotros tuvimos que seguirles hasta Askar para crear la primera generación de guardianes. —Otro silencio—. Han pasado cuarenta años y los magos de Askar vuelven a necesitarnos. Uno de sus embajadores ha llegado hasta Burdín y hoy es nuestro invitado en la torre de Ildun.
El Maestre se retiró del atril que fue, inmediatamente, ocupado por el embajador de Askar.
Pese a la poca luz del refectorio, Amaiur pudo verle mejor que en su anterior encuentro. No era tan mayor, quizá cuarenta años, y no era tan alto como le pareció con el sombrero. Aun así tenía un porte imponente, con hombros anchos y brazos largos y fuertes. Los ojos oscuros se clavaron de nuevo en el joven que miró rápidamente hacia otro lado.
—Gracias a Lur por este nuevo día —comenzó el embajador—. Poco puedo añadir tras las palabras del Maestre. Como guardianes de Ildun bien sabéis la importancia de nuestra misión. Pero vosotros guardáis esta torre y su campana, incluso protegéis Burdín. Esa es vuestra misión. Askar defiende a todas las Ciudades Libres y no precisamente de ladrones y asesinos; nos defiende de aquella antigua amenaza que siempre trata de reforzarse y de volver a atacar. Los que estamos allí sacrificamos a nuestras familias y amigos por el bien común. Pero ese sacrificio se ve recompensado por todo lo que Askar aporta a nuestra persona. No hablo solo de magia. Hablo de conocimiento con mayúscula, de una forma de vida nueva, y ¿por qué no? Hablo de poder.
Hizo una pausa y sacó un pequeño cuaderno del bolsillo de su chaqueta. Lo leyó con detenimiento.
—Hoy uno de vosotros será elegido para formar parte de la Guardia de Askar. Debéis de saber que ser elegido es un gran honor y, como tal, no puede ser rechazado. —Se hizo un incómodo silencio—. Amaiur Surtz, eres reclamado por la ciudad de Askar para formar parte de su guardia.
El joven sintió que le fallaron las rodillas, y tuvo que sentarse en el banco de la mesa. Algunos de sus compañeros le mostraron su afecto con leves palmadas en el hombro y palabras alegres que no llegó a escuchar. Todo su mundo se venía abajo. Él no había pedido ese "gran honor", ni siquiera lo quería. No le gustaba estudiar ni ser el guardián de nada, bastante tenía con cuidar de sí mismo, como para tener que pensar en los demás. Además aún era un novicio.
El Maestre volvió a ocupar el atril y se dirigió a él directamente.
—El novicio Amaiur Surtz vendrá a la capilla tras el desayuno. Que Lur nos proteja.
Todos se sentaron y dieron buena cuenta del desayuno. Los bancos corridos a ambos lados de la mesa estaban completamente llenos y las mesas rebosaban de cacharros y velas. A pesar de que comenzaba a amanecer, todavía el refectorio era un lugar oscuro, hecho que Amaiur agradeció para ocultar su cara de disgusto. Apenas mordisqueó un poco de pan, pero no probó ni los huevos ni la cerveza caliente que les servían cada mañana. Se sentía observado y eso le incomodaba aún más.
Volvió a sonar la campana, como cada hora diurna, para dar por terminado el desayuno. Cada comensal recogió sus utensilios y los fue colocando en grandes carros situados en la salida. Amaiur quedó el último junto a Maestre y al embajador que le esperaban en la puerta.
—¿Has perdido el apetito novicio? —le preguntó el Maestre con sorna.
Amaiur ignoró el comentario y se encaminó, el primero, hacia la capilla. Era una sala en la planta baja de la torre de Ildun, unos metros más arriba, la gran campana de plata con grabados mágicos aguardaba su siguiente repique. Una mesa rodeada de sillas era todo el mobiliario. Amaiur se sentó el primero obviando todo protocolo.
—¿Te noto molesto? —dijo el Maestre ante tal evidencia mientras se sentaba.
—¿No te agrada tu elección? —aportó el embajador de Askar.
Amaiur se inclinó sobre la mesa. Su rostro, pálido habitualmente, se tornó rojo. Una vena abultada en su cuello indicaba que estaba a punto de estallar. Aun así consiguió serenarse y habló de forma calmada.
—Soy el peor aprendiz que ha visto la torre de Ildun en sus cuarenta años de vida. No tengo ningún interés en ser guardián de nadie; pero sí, estoy encantado con la elección.
—Creo que eres el idóneo para venir a Askar. No sólo los manzanos rectos dan buenas manzanas. Quizá haya que enderezar alguna rama, pero veo en ti un gran potencial —afirmó el embajador.
—Pero si aún no soy ni guardián de Ildun —arguyó impotente el joven.
—Eso lo arreglaremos mañana —intervino el Maestre—. Serás ordenado guardián y tendrás tu hábito marrón.
Amaiur negó varias veces mirando las grietas de la mesa. Después se encogió de hombros con impotencia.
—Después de tu ordenación partiréis hacia Askar —dijo el embajador a modo de despedida.
—¿Partiréis? —se extrañó el joven.
—Sí. Yo debo continuar mi viaje por otras ciudades. Iréis tú y un joven soldado de Burdín. La Guardia de Askar también está compuesta por soldados. —El embajador se levantó dispuesto a salir de la capilla, pero se dio media vuelta—. Por cierto no nos han presentado, soy el embajador Jalén. Nos vemos esta noche y hablaremos de lo que se espera de ti.
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La torre de Ildun
FantasíaCuarenta años después de la Gran Guerra aún resuenan, por todo Lur, los ecos de las batallas. De las heridas mal cerradas, amenaza con volver a brotar la sangre. Si los intentos de parar una nueva masacre fracasan, todos deberán de estar preparados...