El incidente de la carta

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Entrada la tarde, Utterson se presentó en casa del doctor Jekyll, donde Poole, por pasillos contiguos a la cocina y luego a través de un patio que un tiempo había sido jardín, lo acompañó hasta la baja construcción llamada el laboratorio o también, indistintamente, la sala anatómica. El médico había comprado la casa, efectivamente, a los herederos de un famoso cirujano, e, interesado por la química más que por la anatomía, había cambiado destino al rudo edificio del fondo del jardín.

El notario, que era la primera vez que venía recibido en esta parte de la casa, observó con curiosidad la tétrica estructura sin ventanas, y miró alrededor con una desagradable sensación de extrañeza atravesando el teatro anatómico, un día abarrotado de enfervorizados estudiantes y ahora silencioso, abandonado, con las mesas atestadas de aparatos químicos, el suelo lleno de cajas y paja de embalar y una luz gris que se filtraba a duras penas por el lucernario polvoriento. En una esquina de la sala, una pequeña rampa llevaba a una puerta forrada con un paño rojo; y por esta puerta entró finalmente Utterson en el cuarto de trabajo del médico.

Este cuarto, un alargado local lleno de armarios y cristaleras, con un escritorio y un espejo grande inclinable en ángulo, recibía luz de tres polvorientas ventanas, protegidas con verjas, que daban a un patio común. Pero ardía el fuego en la chimenea y ya estaba encendida la lámpara en la repisa, porque también en el patio la niebla ya empezaba a cerrarse. Y allí, junto al fuego, estaba sentado Jekyll con un aire de mortal abatimiento. No se levantó para salir al encuentro de su visitante, sino que le tendió una mano helada, dándole la bienvenida con una voz alterada.

—¿Y ahora? —dijo Utterson apenas se fue Poole—. ¿Has oído la noticia?

Jekyll se estremeció visiblemente.

—Estaba en el comedor —murmuró—, cuando he oído gritar a los vendedores de periódicos en la plaza.

—Sólo una cosa —dijo el notario—. Carew era cliente mío, pero también tú lo eres y quiero saber cómo comportarme. ¡No serás tan loco que quieras ocultar a ese individuo!

—Utterson, lo juro por Dios —gritó el médico—, juro por Dios que ya no lo volveré a ver.

Te prometo por mi honor que ya no tendré nada que ver con él en este mundo. Ha terminado todo. Y por otra parte él no tiene necesidad de mi ayuda, tú no lo conoces como yo; está a salvo, perfectamente a salvo; puedes creerme si te digo que nadie jamás oirá hablar de él.

Utterson lo escuchó con profunda perplejidad. No le gustaba nada el aire febril de Jekyll.

—Espero por ti que así sea —dijo—. Saldría tu nombre, si se llega a procesarlo.

—Estoy convencido de ello —dijo el médico, aunque no pueda contarte las razones.

Pero hay algo sobre lo que me podrías aconsejar. He..., he recibido una carta, y no sé si debo enseñársela a la policía. Quisiera dártela y dejarte a ti la decisión; sé que de ti me puedo fiar más que de nadie.

—¿Tienes miedo de que la carta pueda poner a la policía tras su pista?

—No, he acabado con Hyde y ya no me importa él —dijo con fuerza Jekyll—. Pero pienso en el riesgo de mi reputación por este asunto abominable.

Utterson se quedó un momento rumiando.

Le sorprendía y aliviaba a la vez el egoísmo del amigo.

—Bien —dijo al final—, veamos la carta.

La carta, firmada "Edward Hyde" y escrita en una extraña caligrafía vertical, decía, en pocas palabras, que el doctor Jekyll benefactor del firmante, pero cuya generosidad tan indignamente había sido pagada, no tenía que preocuparse por la salvación del remitente, en cuanto éste disponía de medios de fuga en los que podía confiar plenamente.

El extraño caso del Dr. Jeckyll y Mr. HydeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora