La última noche

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Utterson estaba sentado junto al fuego una noche, después de cenar, cuando recibió la inesperada visita de Poole.

—¡Qué sorpresa, Poole! ¿Cómo por aquí? —exclamó. Luego, mirándolo mejor, preguntó con aprensión—: ¿Qué pasa? ¿El doctor está enfermo?

—Señor Utterson —dijo el criado—, hay algo que no me gusta, que no me gusta nada.

—¡Sentaos y tranquilizaos! Bueno, tomad un vaso —dijo el notario—. Y ahora decidme con claridad qué pasa.

—Bien, señor —dijo Poole—, vos sabéis cómo es el doctor y cómo estaba siempre encerrado allí, en la habitación de encima del laboratorio. Pues bien, la cosa no me gusta, señor, que yo me muera si me gusta. Tengo miedo, señor Utterson.

—¡Pero explicaos, buen hombre! ¿De qué tenéis miedo?

—Tengo miedo desde hace unos días, quizás desde hace una semana —dijo Poole eludiendo obstinadamente la pregunta—, y ya no aguanto más.

El criado tenía un aire que confirmaba estas palabras; había perdido sus modales irreprochables, y salvo un instante, cuando había declarado por primera vez su terror, no había mirado nunca a la cara al notario. Ahora estaba allí con su vaso entre las rodillas, sin haber bebido un sorbo, y miraba fijo a un rincón del suelo.

—No aguanto más —repitió.

—¡Venga, venga! —dijo el notario. Veo que tenéis vuestras buenas razones, Poole, veo que, de verdad, tiene que ser algo serio. Intentad explicarme de qué se trata.

—Pienso que se trata..., pienso que se ha cometido un delito —dijo Poole con voz ronca.

—¡Un delito! —gritó el notario asustado, y por consiguiente propenso a la irritación—. ¿Pero qué delito? ¿Qué queréis decir?

—No me atrevo a decir nada, señor —fue la respuesta—. ¿Pero no querríais venir conmigo y verlo vos mismo?

Utterson, por respuesta, fue a coger sombrero y gabán; y, mientras se disponían a salir, le impresionó tanto el enorme alivio que se leía en la cara del mayordomo como, quizás aún más, el hecho de que el vaso se hubiera quedado lleno.

Era una noche fría y ventosa de marzo, con una hoz de luna que se apoyaba de espaldas, como volcada por el viento, entre una fuga de nubes deshilachadas y diáfanas. Las ráfagas que azotaban la cara, haciendo difícil hablar, parecían haber barrido casi a toda la gente de las calles. Utterson no se acordaba de haber visto nunca tan desierta esa parte de Londres. Precisamente ahora deseaba todo lo contrario. Nunca en su vida había tenido una necesidad tan profunda de sus semejantes, de que se hicieran visibles y tangibles a su alrededor, ya que por mucho que lo intentara no conseguía sustraerse a un aplastante sentimiento de desgracia. La plaza, cuando llegaron, estaba llena de aire y polvo, con los finos árboles del jardín central que gemían y se doblaban contra la verja. Poole, que durante todo el camino había ido uno o dos pasos delante, se paró en medio de la acera y se quitó el sombrero, a pesar del frío, para secarse la frente con un pañuelo rojo. Aunque hubiese caminado de prisa, aquel sudor era de angustia, no de cansancio. Tenía la cara blanca, y su voz, cuando habló, estaba rota y ronca.

—Bien, señor, ya estamos —dijo—. ¡Quiera Dios que no haya pasado nada!

—Amén, Poole —dijo Utterson.

Luego el mayordomo llamó cautamente y la puerta se entreabrió, pero sujeta con la cadena.

—¿Sois vos, Poole? —preguntó una voz desde dentro.

—Abrid, soy yo —dijo Poole.

El atrio, cuando entraron, estaba brillantemente iluminado, el fuego de la chimenea ardía con altas llamaradas y todo el servicio, hombres y mujeres, estaba reunido allí como un rebaño de ovejas. Al ver a Utterson, La camarera rompió en lamentos histéricos, y la cocinera gritando: "¡Bendito sea Dios! ¡Es el señor Utterson!" se lanzó como si fuera a abrazarlo.

El extraño caso del Dr. Jeckyll y Mr. HydeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora