Hasta ayer pensaba que no había nada peor que un examen de matemáticas. Hoy he descubierto que sí: un examen de matemáticas después de una noche de pesadillas, que ni siquiera recuerdas, y de despertar con un tremendo dolor de cabeza y de encías. Tenía la sensacion de no haber descansado y encima no había oído el despertador. Llevaba un retraso considerable.
En el baño batí todos mis récords, y eso que me sequé el pelo con secador. Miré con pena mis camisetas de manga corta y mis blusas de verano y me decidí por una camiseta con una cabeza de león que combinaba bien con mis tejanos. Aunque brillaba el sol, iba a ser un día de otoño fresco, así que cogí la chaqueta. Sin tiempo que perder cepillé el pelo, rubio oscuro y largo hasta los hombros, y bajé la escalera a toda velocidad. En la cocina embestí a Ellen, la señora que nos ayuda. y casi la tiro al suelo. Me bebí el té de un trago, apenas eché un vistazo a las magdalenas de chocolate --por las que antes hubiera matado-- y salí pitando con él "Pero Dawn..." de fondo.
Esprinté hasta el garaje y llegué con tanto impulso desde la escalera que me faltó poco para chocar contra mi Audi azul plateado.--Buenos días, Dawn-- me dijo Simon sonriendo desde el asiento del conductor--, ¿ te has dormido? ¿Quieres que te lleve en el Rolls?
Simon era el último eslabón de una cada de pesados que mi tío había puesto a mi servicio. Este gigante musculoso con peinado militar era el mayordome, el chófer y mi guardaespaldas. Por suerte tenía mejor humor que los anteriores y no se tomaba mal que no lo dejara seguirme día y noche o que no quisiera que me llevara al instituto con el mostruoso Rolls Royce negro y cromado, que aparcaba siempre detras de mi Audi.
Dos meses antes había tenido una fuerte discusión con mi tío sobre el tema. Él se había hecho cargo de mí desde que habían asesinado a mis padres durante un atraco. Mi madre, su hermanastra más joven, siempre había sido su preferida. La quería tanto que incluso le perdonó que se hubiera escapado con un "extranjero cualquiera", como solía llamar a mi padre. Tras su muerte me adoptó y, temeroso de que me pasara algo, me rodeó de niñeras y de guardaespaldas hasta que ya no aguanté más. Era mejor no llevarle la contraria a Samuel Gabbron, a no ser que tuvieras tendencia suicida, pero aquel día, hace más de un año, mi ira había estallado. Al fin y al cabo, no eran sus compañeros de escula los que lo miraban de reojo, y no era él quien aguantaba las eternas bromitas y quien carecía de amigos. Nunca estaba en casa, viajaba constantemente para ocuparse de sus negocios. Se lo eché todo en cara por teléfono, le grité que me trataba como una prisionera y que le odiaba y que aprovecharía la primera oportunidad para escaparme de casa. Colgué y no volví a contestar el teléfono. Esa misma noche apareció junto a mi cama. Hablamos durante mucho rato. En realidad entendía su miedo de que me pasara lo mismo que a mi madre, pero conseguí convenserlo. ¿O acaso no llamaba más la atención ir por ahí rodeada de gorilas que me seguían con descarado disimulo? No llevaba su apellido, sino el de mi madre; ¿quién me iba a relacionar entonces con el empresario multimillonario? Tenia diecisiete años, quería tener amigos y quizá un novio. ¡Quería vivir! Poco antes de que amaneciera se montó en el helicóptero que lo esperaba en la parte de atrás de la casa. Por la mañana había un Audi esperándome frente a la puerta para que pudiera ir sola al instituto. Todos mis guardaespaldas se fueron esa misma noche, excepto Simon. Por fin empecé a llevar una vida normal. Desde esa noche sólo había visto a mi tío dos o tres veces. El mes pasado se quedó dos semanas enteras en casa, cosa rara, pero ni aun así coincidimos.Se pasaba el día en su despacho, y había días en que no salía para comer.
--Gracias, pero prefiero ir sola.
Simon me abrió la puerta del coche. Lancé mi cartera al asiento del copiloto --la mitad de mis libros se desparramó por el suelo del vehículo, ¡lo que faltaba!-- y salí a toda prisa.